SÁBADO DE MERCADO María Victoria Cristancho
Las
papas estaban organizadas por orden de tamaño, las chiquitas al frente,
mientras los tomates formaban una pirámide desbalanceada y una generosa piña
estaba rodeada de naranjas, manzanas y un amarillo racimo de bananas. Lea y
Aida se sentían satisfechas y estaban seguras de que si lograban vender todo
podrían regresar a casa y reencontrarse con su mamá.
No
recordaban cuánto tiempo llevaban allí paradas, bajo ese sol sabatino, caluroso
y húmedo. La última vez que habían visto a su madre, ella estaba trenzada en
una ininteligible discusión con el vendedor de pescado. Ellas la seguían con la
mirada, pero de repente había quedado fuera de su vista, tapada por la multitud
que por momentos se atravesaba como en caravana. ¿Cuánto tiempo había pasado? No tenían idea,
cinco minutos, una hora…
Ambas
tenían miedo, pero Lea más que Aida. Cuando Lea le tomó la mano tan duro como
pudo a su hermana y le declaró su temor, Aida entendió que ella debía mostrarse
más fuerte, aunque le revolotearan esos mismos animalitos en el estómago y
también le costara respirar. “Estamos juntas – le dijo con firmeza - Acuérdate
lo que dice mamá siempre: ‘las dos nos cuidamos, tú a mí y yo a ti’…”. Un
suspiro y una risita parecieron despejar ese nubarrón que había perturbado a
Lea.
Los
sábados siempre habían sido iguales. Despertar muy temprano, ganándole al mismo
sol. Se hacían las dormidas, preferían esperar a que Marta de Jesús, su madre,
llegase a la habitación apagando el ventilador y encendiendo la luz.
“Rápido,
que tenemos que salir en cinco minutos¨, era el mandato. Y Lea y Aida se
empujaban y entablaban esa eterna guerra infantil de la ‘última será la que
gana’. Marta de Jesús solo las miraba, tratando de mantener la compostura para
no reírse… ‘bueno, las dos ganan’.
Eran
igual de altas, tenían el mismo color de ojos, la misma mirada y hasta tenían la
misma cabellera azabache y larga recogida de prisa por un gancho, turquesa el
de Lea y rojo el de Aida. Ese día habían acordado usar los vaqueros de bota
ancha con adornos, el de Lea era de multicolores flores silvestres y el de Aida
tenía un pequeño perrito blanco con la lengua afuera que parecía batir la cola
de contento. Siempre que podían se
ponían ropas que hicieran juego. Al comienzo era un capricho de la madre, pero
luego lo habían asumido como parte de su rutina. Ah, pero la verdadera razón de
vestirse iguales era llamar la atención y confundir a los desprevenidos, que
siempre trataban de buscar las diferencias entre las dos chiquillas, que se
reían cada vez que alguien se mostraba confundido ante la similitud de las
niñas. “¿Quién es quién?”, era una pregunta que se repetía especialmente entre
los adultos, ya fuesen maestros, amigos de la familia y hasta en más de una
ocasión el abuelo Alberto. Ellas se reían e intercambiaban miradas cómplices,
antes de pronunciar al unísono: “Ella es ella y yo soy yo” y luego salían
corriendo, dejando la intriga en el aire.
Los
primeros rayos se colaban por la cortina, las dos niñas seguían jugueteando y Marta
de Jesús comenzaba a impacientarse. Entonces, sin gritar, pero con la voz
severa que usaba pocas veces, conseguía que las niñas dejaran su puja y se
apresuraran a vestirse, dejando un revuelto de pijamas y almohadas en la cama.
Ya
en la calle, caminaban unas seis cuadras, respiraban a todo pulmón el aire
fresco matutino. Lea y Aida iban dando saltitos y tratando de coordinar un modo
militar de andar, el que se habían inventado, que consistía en dar dos pasos
con el pie derecho y uno con el izquierdo. Una maniobra casi imposible, que Marta
de Jesús desaprobaba con el ceño fruncido “Dejen de hacer eso, se van a caer”,
predecía. Pero, entre risas y empujones cómplices, ellas la ignoraban. Las
niñas seguían como en trance con su ‘uno, dos, uno’…
Finalmente
llegaban a la plaza del mercado, donde los vendedores estaban transados en
acomodar las frutas y las verduras en una línea de improvisados tarantines.
“Doñita”,
le vociferaban a la mamá para llamar su atención, y luego le ofrecían la
mercancía. “Aquí, aquí, que le tengo las papas recién sacaditas de la tierra y
se las doy a buen precio”, gritaba desde una esquina un hombre regordete con
una camisa a medio abotonar.
Marta
de Jesús los ignoraba, altiva, escoltada por las dos pequeñas. Las tres seguían
la rutina. Antes de acercarse a la larga hilera de puestos, la mamá aplicaba su
‘táctica’ de compra preferida: darle una vuelta de reconocimiento a toda la
plaza. Miraba de reojo la mercancía que le ofrecían los ansiosos vendedores,
sin mostrar mucho interés. Luego escogía un rincón que no molestara el paso de
los otros compradores, que para entonces parecían llegar de a montones. Allí
estacionaba a Lea y a Aida con un “espérenme aquí que ya vengo”.
Las
dos niñas se miraban la una a la otra y sabían que allí comenzaba su verdadera
aventura. La mamá iba y venía con
pequeños paquetes de tomates, cebollas, piñas y cuanta cosa compraba, y las
depositaba en unas bolsas grandes que había cargado desde la casa. Lea y Aida solo
contemplaban las frenéticas idas y venidas.
Pero
esa mañana, Marta de Jesús se había perdido de vista por completo, y Lea no
pudo evitar hablar de su miedo intestino… “¿y qué si no regresa? ¿y si nos
abandona?”, preguntó a su hermana con inquietud en la voz. Aida, que se creía
más sabia y en control de la situación, había tratado de calmarla con un “ya
viene, no nos dejará”, pero para sus adentros tenía tanto miedo como su hermana.
Pasaron
interminables minutos, mientras las dos se inventaban un juego para pasar el
tiempo y apostaban a ver quién reconocía primero a la mamá entre la masa de
piernas, brazos y cabezas que se les antojaban monstruos que podían robarlas o comérselas
a ambas. Eso sí, se mantenían firmes custodias, paradas a lado de las bolsas de
las compras. Pero Marta de Jesús no aparecía.
Ya
al punto de las lágrimas, las dos se volvieron a tomar de las manos. “No me
sueltes”, rogó Lea. Aida respiró muy fuerte, como si con cada gota de aire se
armara de todo del poder tranquilizador para su hermana y luego le espetó “calma,
que ya viene”, pero también sintió el temor de que la mamá se olvidara del
camino y ya no las pudiera encontrar. Luego, sacudiendo la cabeza, le dijo a Lea
que no se preocupara. Y sin más, le explicó su gran plan: “Podemos vender todo lo
que hay en las bolsas y así tendremos dinero para volver a casa… ¿Cuánto
tenemos aquí?”, trató de contar, mientras ella y su hermana sacaban el
contenido de las bolsas y lo apilaban cuidadosamente en la acera. Las dos se
preciaban de saber contar, o al menos eso creían. “Uno, dos, tres, cinco
tomates”, contaba Lea y Aida le corregía “te saltaste el cuatro y no son cinco,
son siete”. “Son cinco”, “no, son siete”, y volvían a sus peleas.
Distraídas
en esa puja numérica, las niñas no advirtieron que su madre ya había regresado.
Mientras, Marta de Jesús trataba afanosamente de reorganizar las pilas que las
niñas habían armado con las verduras y volver a meterlas en las bolsas. “Estas
muchachas, mire lo que hicieron”, se quejaba tratando de secarse el sudor con
un pequeño pañuelo que siempre llevaba en el bolsillo, y sin imaginar siquiera
por qué podrían haberlo hecho. Recién repararon en ello cuando oyeron que su
madre las regañaba y decía algo sobre los dos helados de naranja que traía en
una de sus manos. Marta de Jesús estaba sin duda muy enojada.
Pero
en cambio, Lea y Aida empezaron a reírse, inquietas, dando saltitos. Ahora sí
que estaban felices. Aunque se quedasen sin helado de naranja.
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