DE PASO POR LONDRES Laura Kauer
¿Qué te pareció Londres de noche la primera vez que la viste en sus ojos
hace más de treinta años? ¿Te gustó más o menos sabiendo que tenías menos de
dos días para compartirlo con él? ¿Sentías orgullo guiándolo con tu poco inglés,
infinito frente al suyo que era inexistente? O, al contrario, verlo tan
empapado esperándote en King’s Cross, tan ajeno en un impermeable prestado, ¿te
hizo empezar una cuenta regresiva hasta el día que tomarías el vuelo de
retorno?
No puedo pensar en otra cosa, metida en este cubo frío de vidrios
empañados que es el colectivo 390 atravesando Islington. Te veo con tus veintes
recién cumplidos y es como mover muñecos de papel en mi cabeza. Tengo una o dos
fotos anaranjadas de edad en mente y tu cara mirando derecho al fotógrafo no
quiere doblarse a la memoria. Solo me queda reimaginarte y reimaginar tus manos
desafiantemente escondidas dentro de los bolsillos de tu campera. Miro a mi
alrededor y te sobrepongo a todas las mujeres que veo, la de al lado mío
apurada repasando el rouge para encontrarse con alguien supongo, o la otra que
le reacomoda el pelo al hombre sentado al lado suyo que lee un diario húmedo.
Así tu imagen toma dimensión, tiene sombras y curvas, piel con sangre debajo de
ella, en vez del color espectral de mis manos desteñidas por los semáforos de
la calle.
Meto mis manos frías en los bolsillos de mi campera y pienso en los días
antes de esa visita. Una tormenta en Londres había causado todo tipo de
cancelaciones por Europa. Las llamadas eran tan caras que solo te atrevías a
llamarlo por unos minutos. Hola Hansi.
Si. Si te escucho. ¿Cancelada de vuelta? Está bien, está bien. Seguro que
saldrá otro pronto. Yo me quedo cerca del teléfono y llámame. Sí, si podes
claro. Te quiero. No te preocupes. Te quiero. El tono del teléfono después
de colgar parecía viajar en ecos infinitos que te acompañaban desde el pasillo
desde donde habías llamado, por las escaleras hasta llegar a tu cuartito. El
eco ahí se volvía cavernoso. Rebotaba en esas paredes limpias pero desnudas, se
paseaba por un estante con solo un diccionario y la sombra de todos los libros
que extrañabas y se acomodaba en tu cama individual, preparado a esperar con
vos. Ahí pasaste la noche del jueves y la noche del viernes. Mirando el techo
de madera, negándote a salir con amigas. Para qué, si solo podrías dar vueltas
por las calles de siempre con suficiente dinero para comprarte unos chips y
poco más. Esas mismas calles te parecerían infinitamente más hermosas, vistas
de arriba del bus turístico del sábado cuando ibas acompañada por él.
Deslumbraban a pesar de que apenas las mirabas y solo escuchabas cómo te las
describía él, él que finalmente estaba al lado tuyo.
Pero me estoy apurando. Me encantaría escucharte describir en voz alta
cómo fue el instante de verlo por primera vez después de tantos meses y tantas
cartas desteñidas por lluvia y distancia. No sé, fue hace tanto tiempo, dirías
al principio, los ojos perdidos en una memoria que te retomaba con fuerza.
Caminando hacia King’s Cross, impaciente de cruzar la calle, lo viste primero a
través de los vidrios de un taxi negro. La suciedad no te permitía ver bien.
¿Eso era...un bigote? Fue lo primero que pensaste y te sorprendió al punto de
dudar si era él. Esa sombra raquítica arriba del labio lo hacía parecer todavía
más joven o capaz era porque seguía tan flaco que toda la ropa siempre parecía
dos tallas demasiado grandes. Aun así, el momento que te vio y te saludó con un
gesto de la cabeza, reconociste esos ojos oscuros y perdidos que te habían
generado tanta curiosidad la primera vez que lo conociste en la fiesta de una
amiga. ¿Quién era ese sudamericano que había llegado en la mitad del semestre
hablando tan raro y que se quejaba de que ninguna ciudad europea se comparaba a
la suya? No tenían ningunas clases en común. Él había viajado desde Buenos
Aires para ir a la escuela técnica. Cruzar el charco para aprender el oficio de
mi viejo, te decía. Vos ya eras la gran coleccionista de libros y lenguas, pero
todavía no sabías para qué. Era callado, pero vos lo habías visto reírse a
carcajadas mientras les hablaba a amigos. Habías visto cómo sus amigos
caminaban con él en el centro adonde fueran. Sus camperas formaban una carpa
desgastada alrededor de él mientras lo rodeaban para escucharlo y se
intercambiaban un mismo fósforo para prender los cigarrillos que compartían.
Nunca parecía estar solo y eso te había atraído a él.
Esos dos días en tu cuarto, te habías imaginado corriendo hacia él, ese
choque perfecto entre los cuerpos y lo viste a él listo para levantarte lo
suficientemente alto para que tus pies floten por arriba del piso y tu cabeza
por el cielo. En realidad, en el momento que te vio casi te pisa un auto porque
una vez más mirabas en la dirección incorrecta. Asustada saltaste hacia atrás,
metiendo los dos pies en un charco y confirmando, una vez más, que tus botas no
eran impermeables. Cruzaste la calle sintiendo que cada pie pesaba diez kilos
más, pero su risa los fue alivianando. Estaba tan empapado como parecía, pero
el impermeable era tan grande que entraban los dos cómodamente. Y como un par
de idiotas se quedaron parados ahí aferrados el uno al otro debajo del tapado,
mirándose sin saber qué decir, entre los viajeros malhumorados y la lluvia que
había vuelto a caer.
Desde tu cuarto desnudo, lo habías planeado todo, cada minuto, cada hora
de ese fin de semana largo que termino siendo solo dos noches y un día. Y
cuando finalmente llegó, solo te sentías capaz de mirarlo y mirarlo hasta que
él se daba cuenta y te miraba de reojo riéndose. En tres días creías poder
hacerlo todo, verlo todo, pero cuando el temporal te robo el tiempo, solo
podías absorber su presencia lo más posible. No te interesaban ni los museos,
ni ir a tomar un té con scones, ni el cambio de guardia, ni buscar un bar feo,
pero con la mejor música. Él no se podía quedar con vos, así que no volviste
esa noche a tu cuarto. Buscabas crear un tipo de reserva emocional que te
durase hasta el fin de tu tiempo en Londres y solo en ese momento te diste
cuenta que habías estado contando los días, los que pasaban y los que te
faltaban para irte. De pura rabia casi no volviste la noche siguiente, cuando
te quedaste tomando café tras café en la zona de despedidas del Gatwick
esperando que se cancele el vuelo. Me pregunto si ese momento fue el instante,
sola en ese aeropuerto lleno de gente, que sentiste lo más cercano a lo que
siento ahora, acá sentada en el 390. Me es difícil imaginar que alguien lo
aguantaría más de una vez en la vida, pero estoy segura que una vez vivido,
imposible olvidarlo.
La lluvia no deja ver nada enfrente mío y me digo que esta no es la
ciudad para hacer grandes reflexiones de vida. ¿Cómo tenerse uno confianza
frente a los azotes temperamentales del tiempo y la mente? Caminando de la mano
de alguien es fácil creerse una persona nueva, pero viene la lluvia y me doy
cuenta que lo único que sentía en el aire era la promesa irrefutable del otoño.
Aquellas horas transcurrieron sin embargo en este mismo Londres, pero era
enteramente otro Londres, donde veías los monumentos arriba de ese bus
turístico con él y sentías que habías visto mas ciudad que en todos los meses
anteriores. ¿Qué más aprendiste que no me acuerdo? ¿Que no querías enseñar
inglés y que odias el pescado frito, por ejemplo? ¿Que, si es necesario podes
pasar horas, días sin comer con tal de explorar una ciudad nueva? ¿Qué podes
dormirte en cualquier lado, inclusive un asiento, siempre y cuando también
tengas un hombro para acomodarte?
Volviste del aeropuerto sola, solísima a tu cuarto, pero venida la noche
se pasó más fácil de lo que esperabas. En ella estamos todos igual de ciegos y
hay cierto compañerismo en esa circunstancia compartida. Es igual que la
ciudad, Londres o cualquier otra, un órgano de cemento con tantos perdidos que
es imposible estar solo, pero sí sentirlo hasta la locura. No sé si todo esto
lo sentías aquellos días, pero al bajarme ahora de este 390 y ver la fachada
descolorida de King’s Cross, me siento un poco más acompañada al pensar que
esto ya ha ocurrido y que en algún momento sentiste lo que siento ahora. Frío,
soledad a pesar de no estar sola, deseo de pertenecer a una ciudad en la que
estamos de paso, dudas de qué tipo de huellas va a dejar en mí, las que quiero
y las que no supe prevenir.
Me imagino esta conversación como la mejor que hemos tenido en mucho
tiempo. Y eso que, en media hora, tendremos nuestra llamada telefónica de todos
los domingos. No creo que llegue a hacerte más preguntas, asumiré el rol de
entrevistada mientras respondo sí o no a todas tus preguntas usuales. Sí, está
siempre gris, pero la lluvia no está tan mal. Como si no lo supieras. No,
tampoco me gusta el fish and chips y sigo buscando donde comprar empanadas como
si fuera una cuestión de vida o muerte. Para vos era el buen café lo que más
extrañabas. Vos dejaste Londres después de un año, eso lo sé y poco más que
eso. No es de las anécdotas que te gusta repetir alrededor de la mesa. Me
gustaría preguntar por qué, saber si es porque esta no tiene una parábola fácil,
una lección intachable. Es una lástima porque a pesar de los treinta años
separando nuestros pasos en Londres, es cuando te sentí más cercana, mamá.
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