LA PASIÓN ENMUDECIDA Carmen Almenara
Lleva días sola en esa habitación en penumbra, esa ridícula habitación con una única y minúscula ventana que da al patio de luz del edificio y un visillo de crochet con marcas de polillas hambrientas, tan hambrientas como ella, completamente abandonada a su suerte.
En
esta nueva y tediosa mañana, la luz del amanecer primaveral la envuelve y le
recuerda que otro día ha pasado, que las flores del jarrón se secaron hace ya
mucho, que el polvo se sigue acumulando en todos los rincones, que sus dedos,
los de él, ya no la recorren, que sus palabras no la llenan, que él ya no está.
Está sola, en silencio, completamente vacía, en blanco.
En
el aire fresco de la mañana ya no se percibe el murmullo de sus manos de dedos
finos y ligeros, pero al tiempo fuertes y decididos, acariciándola lentamente.
Ya no se reconoce el aroma de su perfume mezclado con la tinta y el tabaco
rubio... En esta mañana tan aburrida como otra cualquiera de los últimos meses,
ya casi no se recuerda el impetuoso frenesí que la ha hecho estremecer en
tantos momentos. No hay nada, solo el silencio y la luz tenue de la ventana.
Todo
había comenzado muchos años atrás, una tarde de septiembre lluviosa en la que
él la encontró, porque fue él quien la encontró, a finales de los setenta, en
un barrio pobre de la periferia. Él aún lo recuerda porque estaba tan nervioso,
no sabía si estaría a la altura de ella, tan bella y reluciente, tan exuberante
que le intimidaba.
Aquellos
primeros años fueron un delirio. Se pasaban el día juntos, él siempre
contándole sus historias. Fue un momento mágico, una conexión instantánea.
Desde entonces, él lo había compartido absolutamente todo con ella. Sus sueños
y esperanzas, sus frustraciones, sus miedos, sus traumas. Todo lo que se le
podía pasar por la mente, que era bastante, lo compartía con ella.
Sus
vidas eran una constante de puro furor, horas y horas el uno frente al otro
entre el humo de cigarrillo y la presteza y precisión de sus dedos. Ni una
duda, ni un momento de vacilación, un torrente de sentimientos y emociones que
la invadían constantemente y la hacían saltar de excitación. En aquellos días,
no se dormía, ni se comía casi, eran un todo, sin reservas. Jamás se cansaban
el uno del otro, el tiempo que pasaban juntos jamás se les hacía largo y,
siempre él, buscaba escaparse hasta de reuniones sociales o familiares para
estar a su lado y compartirlo todo con ella.
Después
llegaron las presiones en el trabajo. Él quería seguir con ella y, pese a la
falta de tiempo y que las presiones de la vida eran cada vez mayores, todos lo
saben, él pasaba cada noche con ella. Los dos juntos durante horas, amándose,
disfrutándose sin control, hasta que él, agotado, se dormía en su regazo. Pero
a ella nunca pareció importarle, la felicidad que los llenaba era la de
simplemente estar juntos aunque el tiempo fuese limitado. En aquellas noches,
los sentimientos compartidos eran más abstractos, reflexiones menos personales,
poco a poco más sociales y críticas, el muchacho se iba convirtiendo,
lentamente en un hombre de su tiempo, en un ser capaz de hilar sus pensamientos
e ideas de forma mucho más coherente y madura. Y ella estaba allí esperándolo
siempre.
Las
visitas y las caricias siguieron de forma intermitente durante algunos años
más. Había temporadas en las que ese vacío se sentía mucho más debido a la
belleza del tiempo exterior, solo visible desde la ventana, en contraste con la
nada de sus días. Pero ella continuaba allí, día tras día, semana tras semana,
esperando por él, por el hechicero que, con sus palabras, le daría vida y, como
Lázaro, la haría resucitar de su letargo. Esas palabras y caricias la llenaban
por entero y le hacían olvidar sus temporadas de soledad. En esos arrebatos
cuando él estaba con ella, la pasión era palpable. Al entrar a la sala se le
veía cansado o frustrado, a veces incluso triste, pero cuando se sentaba frente
a ella, todo era olvidado y los momentos de goce continuaban sin cesar durante
horas, como antes.
Hubiera
cabido pensar que había algo o alguien más que atraía su atención, que se había
cansado de ella después de tantos años de visitas furtivas, que ya no la quería
en su vida, pero cuando volvía, lo hacía con la misma locura y dedicación.
Sin
embargo, un día para nada especial, al llegar a la habitación, se quedó allí
sentado, mirándola, en silencio, sin nada que decir. Poco podía entenderse de
su actitud, en el pasado tan elocuente y ahora… nada, ni una sola palabra, ni
una mera coma.
Fue
así que comenzó a pasar cada vez menos tiempo a su lado, y siempre en silencio.
Parecía buscar excusas para no tocarla, para no hablarle, para ni siquiera
mirarla. Solía sentarse y mirar a la ventana, coger un libro y tumbarse en el
pequeño sofá con el cigarrillo en la boca, pero siempre en silencio.
Ella,
vacía, en blanco, acumulaba el polvo de los días, los meses e incluso los años.
¿Por qué haría él aquello? ¿Dónde habían quedado los momentos de locura y
desenfreno? ¿Dónde las noches en vela el uno junto al otro susurrando palabras,
poemas, historias, hasta novelas? ¿Qué había pasado? ¿Era ella la culpable? ¿Lo
era él? ¿Era acaso el destino quien marcaba sus vidas? Ella estaba bien, era
hermosa, tenía mucho que ofrecer, en perfectas condiciones para su edad ¿Sería
la edad? ¿Estaría él buscando acariciar a otra más nueva? ¿O la fuente de su
pasión se había disipado de una vez y para siempre? ¿Estaría demasiado
estresado para ella? ¿Estaría sufriendo una crisis de identidad? Ya no era un
jovenzuelo ¿O era más bien una crisis mental? ¿Estaría deprimido? ¿Se sentiría
impotente?
Miles
de preguntas sin respuesta flotaban por la habitación y seguirían flotando a
día de hoy si él, como siempre él, no hubiera tomado la última decisión.
A
las once de esta mañana de un martes cualquiera de un mes cualquiera, suena el
timbre de la puerta. Vienen ya a recogerla, ya no es bienvenida en la
habitación que durante tantos años ha sido su hogar.
Le
limpian el polvo de las teclas con un plumero y él le echa un último vistazo
con una mezcla de culpa y pena.
-
Trátela bien, - le dice al nuevo dueño, - le cogí cariño.
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