CHIRU CHIRU Denisse Vargas


El día que volvimos a La Paz por el Camino de la Muerte, como le llaman a la ruta serpenteada que une Los Yungas con La Paz, el cielo estaba nublado. Los dos hombres que trabajaban en la casa ayudando a cosechar el café y las frutas que abundaban en nuestro patio nos llevaron a la plaza de Caranavi en un auto destartalado, donde a veces me escondía cuando mi mamá se enojaba por algo que mi padre o yo habíamos hecho.
Llegamos y los hombres ayudaron a mi madre a cargar sobre el techo del minibús cuatro maletas de cuero café brillante que  contrastaban con los bultos multicolores de aguayo y las mochilas empolvadas de  turistas que visitaban el pueblo. Yo miraba a mi alrededor, buscando desesperadamente a mi padre. Creí sentir que mi madre hacía lo mismo, pero él no apareció. 
Era temporada de lluvia y el camino estaba resbaloso . Teníamos que ir lento y parar para que pasaran las movilidades que iban en sentido contrario. Era una senda muy estrecha. Yo iba a lado de la ventana, se podía ver el precipicio . Algunos árboles bajaban desperdigados  hasta el fondo, donde sus copas formaban un colchón mullido que se extendía en hileras de tonalidades verdes, interrumpidas sólo por el cauce del río que se perdía en la lejanía.
 Me pareció escuchar los cantos de los pájaros escondidos en los árboles.  Pensé en mi padre. Tal vez había trepado al árbol más alto y  desde allí podía verme. Tal vez se convertiría en pájaro, vendría volando y se sentaría sonriente sobre las maletas y haría ahí un nido de colores con los bultos de aguayo acomodados en el techo.
La lluvia paró y después de casi 3 horas llegamos a la cumbre. Sentí que me faltaba el aire. Bajamos a estirar las piernas y a comprar algo para comer. Tomamos mate de coca.
 De repente, miré a mi alrededor:  todo estaba cubierto de blanco, nunca había visto nada igual , mis pies se hundían en el piso y producían un sonido como del pan crujiente que solía comer en el desayuno. 
Mi madre sonrió por primera vez desde que habíamos partido, me abrazó fuerte y me enseñó a hacer bolitas blancas como los helados de chirimoya que él solía comprar en el Mercado Central. 
Llegamos a la casa de mis abuelos en el barrio de Sopocachi. Tiene nombre de pájaro, pensé. El departamento estaba en el piso 10. El edificio era más alto que ningún árbol que hhubiera visto antes. Las puertas de  entrada eran de vidrio y detrás de un mostrador había un señor sonriente que pareció alegrarse al vernos. Mi madre lo saludó  y le dio un abrazo. Creí escuchar el nombre de mi papá. En ese momento unas  puertas se abrieron y entramos allí con las maletas. Yo miraba todo con curiosidad. Era un cuarto muy pequeño con números que brillaban al lado izquierdo y un espejo que ocupaba toda la pared. Sentí una sensación extraña en el estómago, de repente las puertas se abrieron otra vez. 



Siempre había sido curiosa, observaba todo a mi alrededor pero no como algo ajeno a mí. Desde que tuve uso de razón sentí que un hilo invisible me ataba a todas las cosas, personas y eventos. Mi papá, que parecía entender lo que sentía, me enseñaba formas de encontrar esas conexiones con el mundo que me rodeaba.
Recuerdo que pasaba los inviernos,  cuando el calor no te quitaba el aliento, aprendiendo a reconocer el canto de los pájaros.
Para atraerlos les poníamos semillitas de zapallo, maíz, y alpiste en una especie de carrusel diminuto que él había construido. En vez de caballos tenía bandejas sobresalidas  y al centro de todo un pequeño "jacuzzi", como él lo llamaba. Cuando dejaban de picotear lo que encontraban se posaban en los árboles de manzana y desde ahí volaban en diferentes direcciones
A veces  poníamos sólo una clase de semillas para atraer un cierto tipo de pájaro. Por días los observábamos, el color de sus plumas, del pico, los ojos, si tenían la cola larga, un penacho o cuernito en la cabeza y lo más importante su canto. Al principio me pareció imposible recordar los sonidos que emitían, pero él me decía que había que tener paciencia. Yo no entendí esa palabra, pero después de varios días de observación me di cuenta. Paciencia era quedarse sentada en una silla de mimbre sin distraerse ni mirar para otro lado y esperar hasta que el pájaro cantara.
El Cachudito Pecho Cenizo venía todos los días, casi todas las plumas de sus alas eran negras y unas pocas blancas, el pecho gris, la cola larga, el pico obscuro y unos pelos negros despeinados en la cabeza que me divertían mucho. Mi padre me explicó que a eso se le llamaba cresta. Su canto empezaba con un suave pri y luego sonaba fuerte y rápido como los pitos que se escuchaban en el carnaval.
 Una vez seguí a un pájaro negro con el pico pálido, y de ojos amarillo intenso que había visto en el patio varias veces. No había podido escuchar su canto y me dio curiosidad. Mi padre observaba a otro con mucha atención  y no vio cuando salí de la casa. Corrí tratando de no perderlo de vista y me pareció escucharlo en la copa de un árbol muy alto. Empecé a trepar pero de pronto sentí como agujitas picándome los brazos y luego todo mi cuerpo. Tuve que saltar y volví a la casa desesperada. En ese momento no entendí qué me pasaba. Después  mi padre me dijo que nunca siguiera al Cacique Pico Claro porque le gustaban los árboles con huequitos donde vivían insectos.
Apenas me vio mi madre, supo qué hacer. Me llevó a la caseta de madera y me dio un baño que me alivió, luego me puso sobre la mesa grande del patio y sacó una por una las hormigas que todavía se habían quedado prendidas en mi cuerpo. No dijo nada, sólo movió la cabeza con gesto grave. No recuerdo mucho lo que pasó después, sólo sé que cuando desperté en el cuarto, él estaba allí. Me sonrió y me guiñó un ojo. Mi madre no se veía feliz, suspiró y salió del cuarto dando un portazo.
Un día mi padre y yo fuimos a nuestras acostumbradas caminatas. Se paraba a observar algo y luego escribía notas en un cuaderno. Yo veía todo a mi alrededor, las mariposas negras con manchas amarillas que brillaban como si alguien las hubiera pintado con el marcador que usaba mi papá para acordarse de algo importante, los saltamontes que se confundían con las hojas del suelo y los corta pelos con las colitas rojas, verdes, celestes que movían sus alas  como el ventilador que había dentro de la casa.
Caminé por mucho rato en el monte hasta que me di cuenta que me había perdido. Mi madre me encontró. Se veía muy enojada.
Esa noche escuché la discusión (o el monólogo).
—¿No te das cuenta que le pudo haber pasado cualquier cosa? ¿Y qué hubieras hecho tú?¿Preguntarle a los pájaros? No debería haberte seguido en esta locura. Ahora me doy cuenta. Pero ya lo decidí, este fin de mes vuelvo a La Paz contigo o sin ti. 
Hubo un largo silencio. Mi padre no dijo nada. No le contó que yo ya sabía los nombres de algunos pájaros, que los describía casi sin equivocarme, que podía imitar sus cantos. No le dijo que los hilos que me unían al mundo se habían hecho más visibles y que sólo necesitaba un poco más de tiempo para llegar a ser como él.




En la casa de mis abuelos mi mamá se veía diferente, empezó a sonreír más. Me abrazaba. Acariciaba mi cabeza. Y me miraba con ese brillo en sus ojos que me gustaba tanto. No le pregunté por él, pero escuché algunas conversaciones que ella tenía con mis abuelos, con alguna amiga o parientes que venían a visitarnos. De ese modo supe que mi padre era biólogo y que tenía un proyecto en Caranavi. En una de esas charlas, pensando que yo dormía la escuché.
—Él vivía en su propio planeta, Charito. No le importaba nada más que su proyecto, sus cosas, esos pájaros, malditos pájaros. —creí escuchar que lloraba—. Pensarás que estoy loca -—rió  nerviosa—. El proyecto ideal según él. Nos iríamos a vivir a las afueras de Caranavi por tres años. Él podría trabajar sin distracciones  y no necesitaría viajar tanto. Yo podría seguir con mi pintura y —bajó la voz— ella tendría contacto con la naturaleza y todas esas vainas. 
- En fin, un “paraíso terrenal” —hubo un silencio-— Esa casa se hubiera caído a pedazos . Al principio hizo algunas cosas pero poco a poco todo se volvió mi responsabilidad. La comida, las compras, los árboles frutales, los ayudantes, el mantenimiento de la casa. Lo único que hacía él era sentarse en el patio y quedarse por horas mirando a esos pájaros—volvió a bajar la voz—. Cuando  ella  se quedaba con él no comía nada en todo el día. Se la llevaba a sus caminatas y la traía completamente mojada y sin nada en el estómago. Una vez apareció sola llena de picaduras de hormiga, le dio fiebre por dos días. A él por supuesto no se le movió ni un pelo. 
- Pero lo que colmó el vaso fue el día en que él había vuelto de uno de sus paseos. Comió algo se bañó y se acomodó en el patio como siempre. Yo estaba allí recogiendo las naranjas junto a los hombres y poniéndolas en esteras. Me pareció  extraño no verla con él, pensé que estaría dentro de la casa. Revisé todo incluso el auto viejo donde a veces se escondía y nada. En ese tiempo ya no me hablaba con él,  pero tuve que hacerlo. Le pregunté  dónde estaba mi hija. Me miró como si le estuviera hablando en chino. Como si no recordara que la había llevado con él en la mañana. Entonces salí como disparada a buscarla por los lugares que sabía que caminaban. Los dos hombres, que habían escuchado  la conversación , me ayudaron y fueron en diferentes direcciones. La busqué por horas, gritando su nombre, con una sensación de tener algo atorado en la garganta. Se me caían las lágrimas, Charito. Ya estaba oscureciendo y  me empecé a desesperar. Ya casi sin voz y cuando iba a gritar otra vez su nombre, la vi sentada en el suelo en medio de los árboles abrazando sus piernas, temblando de frío. En ese momento tomé la decisión de volver aquí.
Desde aquella noche, por mucho tiempo sentí que todo había sido mi culpa. Luego culpé a los pájaros. Si no los hubiera seguido y observado tanto talvez mis padres estarían juntos. Estuve dispuesta a dejar de pensar en ellos para que así mi padre volviera. De tanto intentarlo y por la novedad de las cosas que me pasaban logre dejarlos escondidos en algún rinconcito de mi cabeza.   Comencé a ir al colegio. Todo era diferente en esta ciudad donde parecía que la gente iba apurada a alguna parte. Como cuando  en nuestras caminatas él me mostraba las nubes. 
-Están cargadas, ¿ves? Tienen un color gris oscuro. Seguro que se caerá el cielo.
Le asustaban las tormentas. Me cargaba en sus hombros, apuraba el paso y me pedía que cantara como el Chiru Chiru. Nunca lo había visto, pero él me contó que era un pájaro muy pequeño, prefería los lugares solitarios y hacía su nido en las ramas más altas de algún árbol. Para protegerse de otros pájaros lo rodeaba con espinos de algarrobo, entrelazados como si fueran estrellas. Me dijo que su canto, que sonaba igual que su nombre, podía alejar todos los miedos.
No sé cuanto tiempo había pasado desde que volvimos a La Paz, pero un día mi mamá me llamó a su cuarto. Estaba acostada, me pidió que me acomodara a su lado. Dijo que él se había ido. Lejos. A otro país.
Esperé  que volviera por mucho tiempo. A medida de que pasaron los años  fui entendiendo más algunas cosas. Como los motivos por los que  la relación entre mi padre y mi madre se había roto. 
Lo que nunca pude entender fue por qué no me buscó. Su voz en el teléfono hubiera bastado. Una carta, una nota, algo que me mostrara que pensaba en mi. Que también me extrañaba. 
Su ausencia hizo que los recuerdos de mi niñez a los que me aferraba desesperadamente se fueran volviendo manchas amorfas, descoloridas. Me hizo falta en tantos momentos importantes que la espera acabo por convertirse en rabia. Aunque  a veces una especie de tristeza fría pululaba dentro de mi como un surazo.




Eran las dos de la tarde, había terminado una clase en la universidad y me tocaba otra a las tres. Me senté en el único banco que había en ese rincón del jardín, dónde siempre me refugiaba, alejada del bullicio. No había nadie más, sólo árboles alrededor, pasto y algunos  geranios rojos. 
Me gustaba estar allí. Me sentía libre. Respiré profundo. 
De repente, sin saber si fue real o imaginario, lo escuché:
--  chiru chiru- chiru chiru - chiru  chiru
Mi cuerpo entero se estremeció. Por unos segundos mi respiración se detuvo. Sentí un calor repentino que me llenó  la cara y empezó a recorrer hacia el cuello y los brazos. 
Escuché sus pasos detrás de mí, como un suave aleteo hundiéndose en el pasto. No pude despegar la vista del frente, sentí que un alambre invisible me sujetaba el cuello. Entonces lo  vi. Su silueta se detuvo en la otra punta del banco. Se quedó parado allí. Hubo un silencio largo. Sentí que me faltaba el aire. Finalmente, se sentó como si su cuerpo le pesara. Mi cabeza era un globo a punto de explotar. Sin darme cuenta las palabras salieron de mi boca como dos cuchillos cortando el aire.
—¿Qué quieres?
Él no contestó.
Su silencio actuó como un resorte en mi cuerpo. Por fin, pude girar la cabeza y mirarlo de frente.
Lo miré desafiante, pero me encontré con el brillo de sus ojos tristes. Bajó la mirada. Lo vi envejecido, no era tan alto  como lo recordaba. Su piel ajada brilló con el sol resaltando sus pómulos. De rato en rato abría y cerraba una de sus manos que descansaban sobre sus piernas. No levantó la mirada.
Intenté decir algo. En lugar de palabras, las lágrimas rodaron silenciosas por mi cara. Miré al frente de nuevo. Creí escuchar que él también lloraba. 
Y nos quedamos ahí, sentados en los dos extremos del banco, unidos por ese hilo invisible que nunca se había cortado.




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