EL CAMISÓN BLANCO Daniela Trapé
Después de tres años donde el mundo parecía haberse congelado, retomé mi proyecto de volver a Roma, cancelado en su momento por la pandemia. Roma, ciudad que me atrapó desde su historia y que cuando conocí terminó de enamorarme.
La
recordaba en ese primer viaje que hice. Había llegado a la hora del ocaso, las
luces color ámbar empezaban a realzar las ruinas de la ciudad antigua de una
manera que te transportaban en el tiempo, no podía creer lo que veía, la
emoción me corría por el cuerpo. Caminando abrumada de tanta belleza di vuelta
una calle y de pronto, sobre el final de una diagonal, apareció el Coliseo
Romano colgado de una luna cuarto menguante y un cielo estrellado. Mi cuerpo no
pudo contener la emoción y mis ojos se nublaron de lágrimas que humedecieron
mis mejillas hasta llegar a mi boca. Ese sí que fue un maravilloso julio del
2008.
La
pandemia lo había interrumpido todo, pero una vez que volvió la normalidad,
finalmente pude concretar ese proyecto trunco. Bajé del avión en el aeropuerto
Leonardo Da Vinci de noche, la temperatura, más que agradable, era la del final
del verano. Me dispuse a buscar un bus como me habían indicado, exactamente de
la compañía Shuttlebus. Ya respirar el aire de Italia me hacía sentir como en
casa. Me esperaría una amiga de mi amiga
de Firenze, quien me hospedaría en su casa durante el tiempo que me quedara en
Roma. Previos mensajes de wasap, ella se
había ofrecido amablemente a recogerme en el camino de circunvalación.
No nos
conocíamos. En el bus estuve alerta todo el recorrido y al llegar a la parada
indicada me bajé rápidamente, recogí mi maleta de la bodega y cuando me di
vuelta vi acercarse una mujer delgada y
sutil, con el cabello canoso recogido sin orden, pero elegante. Vestía un
enterito negro y holgado y calzaba unos borceguís. Inmediatamente me di cuenta
de que era Antón, la amiga de mi amiga.
Nos
saludamos con un abrazo como si nos conociéramos desde siempre, amablemente
Antón cargó mi maleta hasta el auto y partimos hacia la casa. La mujer, de
movimientos lentos y amables, demostraba seguridad y firmeza en su forma de
conducir. Me recibió con cortesía y preguntó por mi viaje. Hablaba un poco de
castellano.
Íbamos en
el pequeño auto por calles anchas y angostas y en un momento ya no reconocí
donde estaba. Al fin llegamos a un
barrio un poco alejado del centro, ella buscó donde estacionar y descendimos
del auto, la noche seguía cálida y apacible. Entramos a un edificio de seis
pisos; yo seguía por detrás a Antón que me iba dando instrucciones respecto a
la llave y demás temas de funcionamiento. Entramos a un hall sobrio y sin
muebles, todo impecable, me hacía acordar a la casa de mi abuela Juana, con el
piso de mármol, las paredes pintadas y un cortinado continuo sobre la
izquierda. A la derecha los buzones de madera mordían la correspondencia que
aún no habían retirado, todo a media luz. Al final del pasillo una puerta de
madera con un ojo iluminado contenía la cabina del ascensor.
Subimos
hasta el quinto piso, luego un piso por escaleras lleno de plantas desembocaba
en la única puerta que llevaba al departamento.
Un amplio
pent-house me sorprendió, con puertas ventanas que comunicaban a terracitas con
techos en mansarda. Desde allí se veían las afueras de Roma, con sus
inconfundibles pinos de copas entrelazadas sobre las colinas. Todo era
absolutamente blanco, solo las alfombras
y almohadones arabescos marcaban sectores de estar. Una mesa antigua de
madera con sillas tipo tonet hacía el equilibrio perfecto entre tanta
modernidad.
Nos
dirigimos hacia la terraza, hacía calor y ya se veía la luna redonda y blanca
entre las colinas, Antón armó un cigarrillo y lo fumó lentamente mientras
balbuceábamos algunas palabras y observábamos la noche.
Terminado
el cigarrillo, ella me comunicó que no se quedaría en la casa durante mi
estadía, ya que estaba viviendo momentáneamente en otro sitio. Yo no podía
salir de mi asombro: hacía quince días me venía imaginando como sería vivir en
la casa con alguien que recién conocía, y todo cambió de un minuto a otro. Antón me llevó a recorrer las habitaciones,
la principal en suite (evidentemente era su dormitorio, donde me dijo podía
dormir) y una de huéspedes que solo tenía un sillón rojo. Como ese cuarto no iba
a usarse prefirió cerrar la puerta.
Antón se
despidió con dos besos y un abrazo. Al irse abriendo la puerta me dijo que no
dejara las llaves puestas, ya que ella por la mañana solía venir muy temprano a
hacer algunas cosas. Antes de cerrar la puerta me preguntó: ¿no tienes miedo?
Le respondí por supuesto que no. Estaba acostumbrada a vivir sola.
Durante
toda la semana me levanté tarde arrastrando el jet lag, producto del problema
para dormir en semejante viaje, pero no me importaba nada, estaba feliz. El
sábado por la mañana temprano, mientras todavía dormía plácidamente, sentí
entre sueños conversar a dos personas. Hablaban italiano, reconocí la voz de
Antón, a la otra no la conocía. Con la cabeza en la almohada, paré una oreja
como un perro de caza poniendo la mirada fija hacia arriba, una posición que me
parecía que agudizaba mi escucha. Murmuraban algo, alcancé a oír que tenían que
vender algo, se sentía mover cosas. En un momento no se las oyó más, se habían
ido, así que seguí durmiendo.
Me levanté
cerca del mediodía, abrí la puerta del cuarto y al dirigirme a la cocina llamó
mi atención, en el centro del living desértico y blanco, la aparición de un
torso negro sin cabeza, brazos ni piernas. Me sorprendí, pero inmediatamente me
di cuenta que era el típico maniquí de costurera. Lo miré de lejos con
desconfianza, me acerqué y lo examiné dando vueltas a su alrededor pensando de
quién sería. ¿Por qué lo habrían dejado aquí en el medio de la sala? Me alejé y
seguí con la rutina matinal que había previsto para esos días.
Volví por
la noche, después de caminar por horas y disfrutar de cada instante. El
departamento muy oscuro, pero vi que el torso sin cabeza estaba aún en el
centro del living protagonizando la escena. La luz que entraba por las enormes
ventanas que dan a la terraza realzaba su silueta: ese torso me intimidaba. Me
fui a la cocina y me encerré. Mientras cenaba trataba de recordar lo que había
escuchado en la mañana, relativo a la venta de algo. Quizá querrían vender el
maniquí sin cabeza. Todo era un poco desconcertante.
Terminé de
cenar sentada a la barra de la cocina escuchando el programa de una radio
local, y me dispuse a dormir apagando la radio y la luz. Abrí la puerta
corrediza para irme al cuarto, todo estaba oscuro salvo por una luz tibia que
salía por la rendija de las puertas del closet del hall de acceso. La situación
no me gustaba nada, el descabezado en el medio del living parecía que me miraba
con el torso. Busqué la perilla para apagar la luz y le puse fin a mis
pensamientos.
A la
mañana siguiente muy temprano me volvieron a despertar los murmullos.
Nuevamente paré la oreja, abrí los ojos y sin parpadear los dejé abiertos con
las pupilas a los costados. Estaba convencida que así oiría mejor. Alguien
abría y cerraba puertas. Alcancé a
escuchar palabras sueltas en italiano: prozia, camicie, cotone, valore.
No escuchaba con claridad lo que decían, por momentos las voces se alejaban y
ya no podía oírlas. Me levanté y sin salir del cuarto apoyé mi oído en la
puerta blanca para poder seguir la conversación. Murmuraban, pero me pareció
entender que Antón había viajado a los Alpes Suizos a hacerse cargo de una casa
que había pertenecido a su abuela, y que de allí trajo un baúl con pertenencias
de la familia, loque probablemente justificaba la extraña presencia del maniquí
descabezado. Hacía mucho hincapié en unos antiguos camisones blancos de algodón
que habían pertenecido a la hermana
menor de su abuela, una joven que había escapado de su casa luego de una
discusión con su madre y nunca regresó. Solo se había encontrado el camisón
blanco con puntillas en un bosque, y la policía del lugar la había dado por
muerta.
Al
escuchar esto me estremecí y quedé paralizada, pero la curiosidad por ver qué
era lo que habían traído no me permitió volver a dormirme. Esperé que Antón y
su amiga cerraran la puerta y salí del dormitorio abriendo lentamente la
puerta. Como un felino en alerta pasé hacia la cocina, miré el living y vi que
ya no estaba el maniquí sin cabeza, ¿se lo habrían llevado? ¿lo habrían
vendido? Me preparé un café, revolviendo el líquido negro lentamente mientras
pensaba en lo que había escuchado por la mañana.
Desde el
desayunador podía ver la puerta cerrada del cuarto de servicio donde el día de
mi llegada solo había un sillón rojo. Mis ojos apuntaron como un láser al
picaporte, que se asemejaba a un colibrí posado en un palito: esa imagen
ablandó tanta tensión en mi mente. Una
fuerza interior me llevó como volando hasta el umbral, apoyé mi mano sobre el
ave y abrí. En la habitación blanca casi
vacía, acompañando al sillón rojo estaba el maniquí descabezado con su torso
negro, haciendo guardia al lado de una fila
de prendas de algodón blanquecinas que colgaban como fantasmas debajo de una
sábana blanca.
El maniquí
me intimidaba, silencio absoluto, no me esperaba esa escena, lentamente me
acerqué, retiré la sábana y empecé a examinar
una a una las prendas, que según había entendido en los rumores de la
mañana, habían sido de aquella muchacha que nunca volvió a aparecer con vida.
Se vía que la joven había sido diminuta y frágil, no muy diferente a mí. Habría
tenido una cintura por demás pequeña, como lo demostraba una exquisita blusa
blanca, con puntillas en su cuello y mangas, abotonada en el frente. A ambos
lados del pecho se observaban unas iniciales bordadas: de un lado una M y del
otro una C. Las letras eran blancas como la tela con detalles en rojo punzó y
celeste cielo. Realmente exquisita. Los otros eran camisones de algodón con
puntillas y el detalle del bordado de las iniciales se repetía en todos.
Me paré
frente a uno de los camisones de algodón blanco un poco amarillento por el
tiempo y pensé si ese sería el que habían encontrado cuando la joven MC
desapareció. Lo observé y pasé mis dedos lentamente por las mangas y me quedé
pensando qué habría sucedido con MC, me compadecí de lo que pudo haber vivido y
le dediqué una oración para que descanse en paz.
Todo ese
día, mis pensamientos quedaron fijos en aquella ropa y en la historia de su
antigua propietaria. Parecía que Roma no existía, solo quería volver a la casa
a seguir inquiriendo, la historia de la joven me había atrapado ¿cómo sería
ella? ¿por qué se fue de su casa? y sobre todo ¿qué le había sucedido?
Como todos
los días, regresé por noche después de haber caminado muchísimo, estaba muy
cansada. Abrí la puerta y contrastando con la oscuridad, una luz azul como
espectral salía detrás de una pared del living. Avancé unos pasos y observé que
la TV estaba prendida con el mensaje de HDMI que recorría la pantalla haciendo
círculos hipnóticos. Me sentí vulnerable.
Pregunté en voz alta si había alguien, y nadie me respondió. ¿Cómo es
que la TV estaba encendida si yo nunca l había tocado siquiera? Con cautela, busqué
el control para apagarla. Chequeé que la puerta de la habitación de los
camisones blancos estuviera cerrada y estaba a punto de dirigirme a mi cuarto
cuando de pronto sentí un impulso irresistible
y decidí entrar en aquel cuarto reservado que Antón había preferido
dejar cerrado. Allí estaban, como antes, el maniquí sin cabeza y la ropa que
había visto en la mañana. Casi sin pensarlo, y como si se tratase de una súbita
travesura, alcé uno de los camisones que llevaban las iniciales MC, y me lo
llevé a mi dormitorio.
Me di una
ducha y me vestí con el camisón blanco, era una tentación que ahora comprendía
que me había asaltado desde que lo vi por primera vez. Después de todo, no iba
a pasar nada porque me durmiera una noche con ese camisón ajeno. Me zambullí en
el edredón blanco, que tomó la forma de mi cuerpo y como una alfombra mágica me
transportó quien sabe dónde.
En medio
de la noche empecé a sentir calor, me sentía muy abrigada y me sentía enredada
sin poder casi mover las piernas, abrí los ojos y vi mis manos cubiertas con
puntillas que me llegaban hasta los dedos. Al principio no entendí lo que
pasaba, levanté las sábanas y entonces recordé mi travesura antes de acostarme,
el camisón ajeno con puntillas que me llegaba a los pies. ¿Cómo se me había
ocurrido hacer una cosa así? Me levanté como un resorte y salí de la cama,
empecé a sentir como si el corazón me fuese a salir del pecho, me sudaban las
manos y me dirigí al baño a toda velocidad. Me miré al espejo, cubierta por el
camisón blanco con la iniciales MC. Me lo quise sacar pero estaba como pegado a
mi cuerpo, empecé a desesperarme y a luchar para sacármelo y no podía.
De repente
sentí el ruido de unas llaves en la puerta de entrada, eran las 6.30 de la
mañana, seguro era Antón como todas las mañanas. ¿Cómo iba a explicarle que me
había tomado el atrevimiento de ponerme un camisón que no era mío? ¿Por qué me
lo había puesto si sabía que era una reliquia para vender? Por un momento, no
supe qué hacer, y me quedé paralizada en el pasillo frente a la puerta de
ingreso.
Antón
abrió la puerta, entró, y pasó al lado mío como si yo no existiera. Se dirigió
a la habitación de servicio y salió diciendo en voz alta: ¿dónde está el
camisón blanco de puntillas? Fue a la habitación donde yo duermo, y la seguí
detrás tratando de hablarle, pero no me escuchaba. Desde la puerta del dormitorio, Antón
preguntó: ¿has visto el camisón? Pero el
bulto debajo del edredón no respondía. Antón se acercó a la cama, apartó el
edredón y empezó a sacudir mi cuerpo inerte. Yo miraba desde la puerta la
escena, sin entender nada.
Entonces
Antón se levantó y salió corriendo, pidiendo ayuda, atravesando mi cuerpo
vestido con el camisón blanco como si yo fuese
un fantasma.
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