EL ACCIDENTE Andrés Tacsir


Ayer, justo después del partido de bochas de cada sábado, le había empezado a doler la ciática. Las molestias llegaron de repente  y Atilio comenzó a tomar esos calmantes que habían sido efectivos alguna otra vez. Los dolores iban y venían. Decidió, entonces, no decirle nada a Silvia: como siempre, solo decía aquello que era imprescindible.
Esta mañana despertó sin dolor y cuando Daniel vino con los otros dos para filmar estaba perfectamente bien. Por la tarde, sin embargo, una sensación de incomodidad lo invadió; pero no fue por la ciática: fue por la entrevista.
Ya sabía que tenía que tener paciencia. En uno o dos días si lograba evitar pensar en el tema, la incomodidad desaparecería.
Para no darle chances a la ciática, había decidido cuidarse. Quería evitar inconvenientes durante los próximos días en que estaría solo: le aterraba la idea de tener que ir a las urgencias del NHS sin compañía. Sabía que ni Silvia ni su hijo, Mateo, estarían para darle una mano. A pesar de los mil contratiempos, Mateo no había abandonado la idea de cubrir por tierra el trayecto desde el DF hasta la casa que su abuelo paterno había construido siendo muy joven en Concordia. Ese sería, según los planes, el punto final del viaje: de allí solo le quedarían unos pocos kilómetros hasta Buenos Aires desde donde volvería. Silvia empezaría mañana su recorrido anual por las doce oficinas europeas.
Ya por la noche, en el cuarto contiguo Silvia estaba con los preparativos finales de su equipaje. Había pasado todo el día en su oficina ultimando detalles de sus próximas reuniones y era el primer momento que tenían para hablar. Entraba y salía de la habitación con ropa y zapatos en las manos. Atilio ya estaba listo para meterse en la cama.
-¿Viste el mensaje?- preguntó Silvia. El acento italiano, aunque leve, se distinguía todavía, incluso en las frases cortas-. Mateo tuvo problemas de vuelta en uno de los autobuses. No sé si es una buena idea que siga arrastrando a esa perra callejera por todo el continente. Ya se lo he dicho. Tarde o temprano en algún país le harán problemas en una frontera: sanidad, tráfico de animales. No sé. Algo pasará…
A Atilio le incomodaba que Silvia siguiese llamándola la perra cuando tenía un nombre desde que fue encontrada y recogida en Quetzaltenango. Eso era ya a más de mil quinientos kilómetros  de donde estaba ahora con Mateo. Atilio mismo reconocía los riesgos del viaje pero sabía que habían logrado atravesar ya varias fronteras (tal vez cinco o seis). Y ¿quién sabe? –pensaba-: tal vez en unas semanas estará feliz, ladrando y correteando en la arena sobre el caudaloso rio Uruguay. Sabía que se las arreglaría para ir pasándola legal o ilegalmente, si era necesario, por los diversos controles.
Sentado en la cama solo abrió la boca para contarle a su mujer cómo había sido lo de esa mañana. Y lo dijo siguiendo su estilo: con pocas palabras. Daniel había venido con los dos encargados de hacer el documental: el director, un chico argentino, y la que filmaba, una alemana. Fue simple. Trajeron una cámara, un par de micrófonos y un trípode. Primero recorrieron la casa y el jardín para estudiar lo que harían. Decidieron filmarlo alimentando a Teruel y a Mancha en el living, saliendo de la casa y caminando por la calle, aquella paralela a la via. Se tomaron un café y empezaron con la entrevista. Todo el tiempo Daniel se quedó en la cocina, con los brazos cruzados, sin participar.   
-Me hicieron varias preguntas –le dijo Atilio a Silvia mientras seguía yendo y viniendo-. Bueno, en verdad, la que preguntaba era la que filmaba. Preguntaba en inglés pero pedía que contestara en castellano.
Atilio le contó que la alemana primero quiso saber un poco de su historia, de cómo había llegado a Inglaterra, por qué se había ido de la Argentina. Después, dijo, empezó con el juego en sí mismo, qué era lo que más le gustaba cuando jugaba, cómo mentía jugando, si era un buen jugador, un buen mentiroso. Ya en el final quiso saber por qué iba a jugar a lo de Daniel y por qué volvía a ir una y otra vez.
Silvia seguía entrando y saliendo de la habitación pero ahora no con ropa sino con papeles. Le preguntó qué le había contado.
-Y la verdad. ¿Qué le voy a contar? –contestó Atilio- Que me vine en el 77, que tenía muchos amigos que estaban viviendo en Europa y que me parecía una buena idea venir a verlos. Que un día me desperté impulsivo, hice las valijas y me vine. Que uno a veces sale del país sin un plan muy claro: que sabía que quería pasear por Francia, España, Italia unos meses y volver… pero una cosa lleva a la otra… las cosas de la vida lo van llevando a uno a quedarse… Y acá me quedé: de repente uno abre los ojos y ya pasaron 40 años. Con un hijo, mujer…y ya no se te hace tan fácil volverte-respiró hondo e hizo una pausa-.  ¿Qué más querés que le cuente?
Ella se detuvo en la entrada de la habitación. Puso su móvil en el bolsillo del pantalón y le preguntó si le había mencionado lo del accidente de Juan José.
-No, Silvia, sabes que no es fácil –hizo un silencio-. Además para esto ¿qué puede importar que me fuera después de que un amigo muriera en un accidente de coches en una rotonda a cinco kilómetros de Concordia?
Sobre el truco en sí, Atilio fue claro con la alemana: es simplemente un divertido juego de cartas. Él, le había contado a la alemana, no creía que fuera particularmente un buen jugador y que sin duda mentía jugando pero de la misma forma en que mienten todos lo que se sientan a la mesa a jugar.     
-Le  gustó cuando le conté que ni bien llegado a Londres ya lograba jugar al truco. Que cuando vivíamos en esa casa gigante de Camden venía y se iba gente todo el tiempo, que estaba llena de amigos. Que circulaban latinoamericanos: muchos argentinos, chilenos y uruguayos. Y que siempre había gente para jugar; se llegaban a armar varias mesas y unos pica-picas divertidísimos-. Hizo una pausa y agregó- Creo que esta alemanita ya sabe lo que es el pica-pica. Y si no, es tiempo que lo vaya aprendiendo. ¿Qué documental va a hacer si no, no? ¿Qué  historia va a contar?
Silvia seguía en la otra habitación y se quedó callada. Él sabía lo que ella estaría pensando: esas fatales copas de más que él le había contado mil veces que habían marcado su vida y, finalmente, la de ella también.
Atilio anunció que estaba cansado y que se iba dormir. Le dio las buenas noches a Silvia, se quitó los anteojos, apagó la luz del velador y se metió en la cama. Apoyó la cabeza con los ojos todavía abiertos sobre la almohada y durante unos segundos volvió a ver las imágenes.
Se vio en ese abril del 77: estaba joven y convencido.
Convencido todavía, a pesar del largo año que llevaba viviendo al límite, en el margen y arriesgando su vida. Y vio lo ocurrido antes del cruce de la frontera con Brasil: el agujero sangrante en el cuerpo de Juan José, la huida en la camioneta de Pepino por la ruta 14, las calles desconocidas de Irigoyen, la furia de Milena, los ruidos de los tiros. Vio sus primeros meses en Europa: esa ratonera de Clichy-sous-Bois y la espera, interminable. Se vio solo con Milena, allí, hablando sin parar de Juan José. Se vio revisando compulsivamente la prensa local en busca de noticas  de lo que ocurría en la Argentina. Vio el último abrazo de Milena en la estación de bus de París. Y también la llegada a la estación de Victoria en donde lo esperaba ese desconocido chileno.
Se forzó a dormir. Quería descansar para los días que venían. Se durmió convenciéndose, una vez más que, a esta altura, ya no valía la pena contarle la verdad a Silvia. Ni siquiera la parte de Juan José.
Y mucho menos para un documental sobre cómo unos vejestorios juegan al truco en Londres.


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