LA COMODIDAD DEL BARRO Lester Gómez Medina


En el barrio donde crecí, las calles todavía eran de tierra.
Cuando llovía, el agua se quedaba empozada en los huecos de las calles durante días.
Luego los charcos se volvían barreales debido a los vehículos y la gente que pasaba por ahí.
Era difícil andar en bicicleta; las llantas se pegaban en el barro y se ensuciaban muchísimo; bueno, ahí vivíamos, y a mamá le gustaba, ella había nacido en esa ciudad, y mis hermanas y yo también.
En ese tiempo mi mamá se ganaba la vida vendiendo tiste. Compraba el maíz en grano, por las tardes lo tostaba en una olla al fuego; luego le agregaba granos de cacao, y unas astillitas de canela. Lo llevaba al molino, ahí la mezcla terminaba siendo un polvo fino de color café claro. Cada madrugada, ella amasaba aquel polvo y lo mezclaba con agua hasta conseguir la masa oscura del tiste.
Papá no vivía con nosotros. Yo casi ni preguntaba por él, pienso que mamá lo agradece. Algunas veces él vino a casa. Me escondía para no verlo, aunque mis hermanas me llamaban, “Salí, no seás tonto”. Podía oír que les decía que las dos ya eran unas señoritas, que sacaran buenas notas en el colegio, que le ayudaran a mamá, que uno de estos fines de semana las iba a llevar a casa del abuelo en la capital. A ellas les gustaba ir, y como ahí no había tanto barro. A mí la verdad no me interesaba mucho ir. Aunque es verdad que no había tanto barro, y eso era mejor; bueno, es que a mamá tampoco le gustaba ir.
Una cosa era cierta, mamá necesitaba ayuda. A mis hermanas ya les daba vergüenza salir a vender. Aunque, a mí también. Además, por las tardes no me gustaba salir a ayudarle a mamá, es que presentaban los ThunderCats en la tele. Me hacía el dormido cuando era la hora de salir a vender, pero mi madre no se creía esa. Algunas veces me dolían las piernas, la parte de las espinillas, y no podía caminar más por el dolor. Al principio no me creían, después mamá me llevó a la clínica; el doctor le dijo que era el crecimiento, y ella me zampaba un vaso de leche hervida todas las tardes. Yo odiaba la leche hervida. Le pregunté a mamá si a papá le gustaba la leche hervida, —bueno— me dijo — preguntale la próxima vez que venga. Yo me quedaba callado. La última vez que vino fue hace como un año. Le pregunté a mis hermanas, tal vez ellas sabían, —¿Y quién no toma leche? — dijo una—, Pues claro que ha de tomar —dijo la mayor—. Bueno, yo solo quería saber si a él le gustaba la leche hervida.
Mi madre nunca se refirió a papá como un mal hombre, pero tampoco me decía por qué no vivía con nosotros. Una vez le pregunté, se quedó callada un buen rato y luego me dijo que le preguntara a él la próxima vez que viniera. Yo le pregunté a mis hermanas, ninguna de las dos supo decirme. Creo que a él no le gustaba el barro, prefería la capital.
Un día él me regaló una bicicleta nueva. Me dio mucha vergüenza pedírsela; le dije a mamá que lo hiciera por mí, pero ella me dijo que yo debía pedírsela. Entonces hablé con mis hermanas, pero ellas tampoco quisieron; y bueno, esa vez tuve que hablarle. La bici era negra, con rines de plástico de color blanco, como yo siempre había querido una, de esas tipo BMX.
Yo la usaba a veces para hacer mandados. El día que la trajo, aún tenía las envolturas de fábrica, y las llantas se veían negritas por lo limpias que estaban. A mis hermanas les contó que la había cargado al hombro desde la estación del bus para que no se ensuciara de barro. Pero no pude usarla el mismo día porque las llantas estaban desinfladas, entonces le dije a mamá si le preguntaba a él cómo podía inflarlas, ella me dijo que le dijera yo. Mis hermanas me dijeron lo mismo.
Cuando empecé a usarla, ya sabía cómo andar en bicicleta, había aprendido con mis primos. Siempre la limpiaba después de usarla, así las llantas parecían nuevas. A veces también la cargaba al hombro para que no se embarrialara tanto. La limpiaba dos y hasta tres veces por día. A mí no me gustaba el barro. Lo arrancaba de las llantas; mamá me decía —Pero si la vas a volver a meter al barro—. Una vez le quité los guardabarros, así era más fácil limpiarle las llantas. Pero no se los pude volver a poner porque se me perdieron algunos tornillos. Le pedí a mamá que si le preguntaba a papá que le explicara cómo ponerle los gurda barros de nuevo. Pero nunca me dijeron nada. Le pedí a mis hermanas si le preguntaban. Dijeron que lo hiciera yo cuando él volviera a llegar a la casa.Cada día, antes de irme a la escuela, yo llevaba el tiste que los clientes le encargaban a mamá. Ella me mandaba a pie. Es mejor así me decía.
Pero yo podía manejar bien la bicicleta. Una mañana, cogí mi bicicleta para ir a dejar el tiste, y no le dije nada a ella. Es que ya no quería ir a pie. En bici era más rápido. Ese día amaneció lloviendo. Entonces, cuando iba a mitad de camino, un hombre flaco y alto, bajó por la ladera de un barranco a un lado de la calle. Tenía la cara medio cubierta con un trapo, la boca y la nariz.
Llevaba botas, de esas que todavía usaban los que habían hecho el servicio militar.
Se me puso en el camino, y me tomó del manubrio de la bicicleta,
— ¿Me la prestás para dar una vuelta? — dijo—.
Bajé la cabeza y le respondí que “No”.
El tipo se movió a mi costado izquierdo sin soltar la bicicleta. Pude oír que respiraba más fuerte por debajo del trapo.
De repente sentí una explosión en mi cara. Me dio un puñetazo.
Cuando recobré la conciencia, me levanté, me limpié el barro de la cara, y escupí otro poco que tenía en la boca.
Me dolía el lado izquierdo de la cara y no podía ver bien porque tenía el ojo casi cerrado.
Recogí del suelo lo que quedaba del tiste y regresé a casa a pie, caminando en el barro, como mamá prefería.


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