A QUIEN CORRESPONDA Carmen Almenara
El silencio sencillo y tranquilo de la noche aguarda paciente hasta la llegada de una nueva y diferente mañana, acaso demasiado diferente. Poco a poco, la luz va ganando a la oscuridad y los rayos del sol despuntan tras los tejados de las casas colindantes adornados por gotas de rocío y oro.
En la habitación, acogedora y aún templada, la alarma
del despertador, tan estridente y extravagante como de costumbre, rompe con
agonía la placidez de la penumbra del dormitorio dando lugar a un nuevo día,
tan nuevo como todos los demás, tan diferente y tan similar como todos los
demás. Los rayos del sol se cuelan por las rendijas del ventanal y se posan
lentamente sobre las sábanas deformadas. El torrente de luz avanza imparable y
se proyecta en el espejo de marco dorado del fondo creando un universo de luz.
En la esquina bajo la ventana, la máquina de escribir Olivetti Lettera 35 de los años
setenta, reposa tranquila sobre la superficie de madera barnizada. Conserva una
página con un mensaje sin remitente. En ella, la letra “e” ha quedado a medio
camino entre el papel y su correcta posición. Los años pasados en la máquina
son reconocibles en sus diversos arreglos improvisados, su “e” y “a” de difícil
pulsación y el polvo que la va invadiendo en sus adentros, sólo visible si se
le diera la vuelta.
A su lado, un impasible teléfono negro y un modesto
ramillete de lirios blancos. Las brillantes y cálidas flores se han abierto en
un jarrón improvisado que recibe la luz del sol que en esos instantes se alza
totalmente en la ventana en su recorrido constante e imparable. Las cortinas de
visillo de tul, a medio correr, promueven una falsa idea de serenidad y una
rendija abierta de la ventana deja pasar una suave brisa que hace danzar
suavemente los pétalos de los lirios.
El teléfono continúa su terrible calma, los lirios
bailan, la máquina de escribir espera, la silla cae.
En ese silencio sepulcral, poco a poco, los tonos
malvas del exterior se van apoderando del escritorio de madera donde reposan la
máquina de escribir, el teléfono y las flores. El agua del jarrón comienza a
enturbiarse, pero la máquina sigue inmóvil, expectante, con su misma página
entre los rodillos, esa página con un mensaje que, del paso del tiempo, ha
acumulado una fina capa de polvo, nada amenazante, simplemente, polvo.
La oscuridad vuelve de nuevo a tomar posesión del
dormitorio en todo su esplendor, la cama, aún con las sábanas desordenadas y un
par de camisas sobre ella, está fría, inerte. En el suelo quedan, alborotadas,
unas cuantas hojas de papel desechadas, una pluma sin cerrar y un calcetín
desparejado. La única silla del dormitorio continúa arrojada allí sin
miramiento alguno.
Lentamente, el agua del vasito de cristal azul que
alimentaba el ramillete se va evaporando, los lirios se van paulatinamente
marchitando hasta secarse por completo y convertirse en frágiles fósiles
olvidados. A su lado, la página de la máquina de escribir se va amarilleando y
poco a poco se oscurece en las zonas en que los rodillos la rozan. El polvo,
primero en el interior de la máquina de escribir, ha hecho una película que se
va extendiendo hacia el exterior y, pausadamente, hilos de polvo van engarzando
la varilla de la letra “e” con el resto de la máquina. A su lado, contagiado
del mismo mal, el teléfono negro también va llenándose de un polvo espeso y
grasiento, al igual que el espejo silencioso del fondo.
Los papeles del suelo y el calcetín, al igual que las
camisas o las sábanas, se van decolorando. Pareciera que la luz brillante del
sol que las visita día a día va impregnándolas de a poco, más y más, en ese
cuadro perfecto de la habitación vacía, inconmovible, impertérrita.
La brisa se ha vuelto viento y la rendija, cediendo al
peso de la madre naturaleza, ha dado paso a un ventanal abierto donde vuelan a
su antojo las deshilachadas hojas de papel mezcladas en una danza sin fin con
las sombras, las hojas de los árboles y los trozos descuartizados de los lirios
fosilizados. El vaso de cristal azul se ha hecho pedazos al rodar hasta el
suelo sin ningún aguante, sin nada que soportase su peso muerto, pero el
mensaje sin destinatario de la Olivetti sigue ahí, inamovible.
Los remolinos de viento se mezclan con una lluvia
intensa y diagonal que se adentra incompasible emborronando el polvo de la
máquina, la silla, el espejo y de los demás muebles.
Amanece una vez más, el radiante sol vuelve a la
ventana y a la habitación desordenada. Las polillas ya comienzan a dar cuenta
de las sábanas y diversos animales curiosos se adentran cada vez más confiados.
El dormitorio es un refugio tranquilo para roedores, insectos y aves por igual.
Nada ha cambiado, el silencio sencillo y tranquilo de
la noche aguarda paciente hasta la llegada de otra nueva y diferente mañana.
Poco a poco, la luz va ganando a la oscuridad y los rayos del sol despuntan
tras los tejados de las casas colindantes adornados por gotas de rocío y oro.
En la habitación, la penumbra del dormitorio va dando
lugar a un nuevo día, tan nuevo como todos los demás, tan diferente y tan
similar como todos los demás. Los rayos del sol se cuelan por el amplio
ventanal y se posan ahora lentamente sobre las sábanas deformadas y carcomidas.
En la esquina bajo la ventana, el teléfono negro sigue
allí, inalterable, y las cortinas de visillo agujereadas promueven su falsa
idea de serenidad. A su lado, la máquina de escribir Olivetti Lettera 35 de los años
setenta, reposa serena sobre la superficie de madera barnizada, pero ha perdido
algo. La tinta de las palabras del mensaje ya se ha borrado y ahora sólo
refleja una página amarillenta en la que difícilmente se distingue el
encabezado: “A quien corresponda,”
El torrente de luz avanza y se proyecta en el espejo de
marco dorado del fondo creando un universo de luz, que refleja ahora la sombra
pendular que se balancea de un lado a otro.
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