LA REGLA DE ORO Jorge Chartier
Nadie tenía permiso para salir de la ciudad amurallada. Aquella Regla de Oro había sido impuesta desde el inicio de los tiempos, y dentro del reino nada hacía falta y todo era posible, siempre y cuando nadie saliera.
La historia
completa se remonta al año cero, cuando las mentes
más brillantes del planeta se dieron cuenta de que el ser humano generaba
grandes cantidades de energía en forma de memorias, y que de no ser
conservadas, esas memorias eran descartadas casi inmediatamente después de que
se pensaban. Con gran ingenio, estas mentes brillantes diseñaron a partir de
ese descubrimiento, un mecanismo de producción energética capaz de reemplazar a
las ya escasas fuentes tradicionales.
El mecanismo
consistía de dos elementos: una muralla y una gran hoguera. La hoguera, de
proporciones gigantescas, incineraba las memorias descartadas y desde el
corazón del reino abastecía de energía a todo reducto ubicado dentro de la
muralla. La muralla, de forma esférica producto de que también era una malla,
cumplía el objetivo de contener las memorias descartadas que de otro modo
hubiesen quedado esparcidas y flotando en el espacio producto de la aceleración
de la Tierra, y que en cambio eran capturadas y transportadas a través de ductos
subterráneos hacia la plaza principal, donde estaba la gran hoguera.
La invención de la
hoguera y la muralla fueron un sol que iluminó las posibilidades y el futuro
del reino, dentro del cual nada hacía falta y todo era posible siempre y cuando hubiera memorias que
incinerar.
Para garantizar una
cantidad suficiente de memorias descartadas disponibles, se creó
primigeniamente un organismo de Administración.
El trabajo heredado por esta institución no era trivial: si bien cada ciudadano
satisfacía sus propias necesidades, el consumo energético crecía a niveles
acelerados producto de la bonanza del reino, y era necesario aumentar la
disponibilidad de memorias descartadas para mantener la producción de energía.
Para ello la Administración dio con
una solución magnífica: promover políticas de incentivo a todo aquello que
generase el descarte de memorias no consideradas imprescindibles para el
desarrollo del reino y de la vida de sus habitantes. O sea, promover el Olvido.
En el caso de la
literatura, por ejemplo, que sus
lecturas no excedieran de un resumen de dos páginas. Se enseñaba en las
escuelas que la condensación de las ideas liberaba memorias que no eran
estrictamente necesarias para transmitir el mensaje –en el caso de la
escritura, a veces párrafos o capítulos enteros–, y que a veces respondían
simplemente a excesos estéticos o vanidades del autor. Todos aquellos que se
apegaran a las políticas eran considerados espléndidos ciudadanos que
contribuían con las necesidades del reino.
Otra actividad muy promocionada
por la Administración era pedir
perdón y desear la paz. Se creía que la causa de todo conflicto vivía en la
memoria. Pero, por un tema de eficiencia energética –de cantidad de memorias
aportadas al sistema–, era recomendado no pedir perdón hasta no haber acumulado
una cantidad suficiente de memorias de odio, y no pensar en la paz hasta no
haber avanzado suficiente con la guerra. Pero, ¿cuánto era cuánto? Esa pregunta
la respondía la Congregación, una
entidad promovida por la Administración y
que estaba encargada de establecer los criterios de pugna o indulto en función
de las necesidades energéticas del reino. Además, la Congregación disponía de párrocos por cada cien habitantes para
gestionar la confesión de memorias ocultas o reprimidas entre los pobladores,
que desde luego, debían ser olvidadas.
Morir, en un reino
donde nada hacía falta y todo era posible, siempre fue una opción personal. Sin
embargo, cuando las personas morían –no se sabe si a conciencia o por
casualidad–, todos en el reino podían advertir que las llamas de la hoguera
crecían y llegaban hasta la cúpula de la esfera (la parte superior de la
muralla). Y la gente bailaba, cantaba y saltaba alrededor de la gran hoguera,
que chisporroteaba como avivando un carnaval con fuegos artificiales a causa de
tanta energía inyectada.
Las autoridades
concluyeron que la muerte liberaba súbitamente todas las memorias acumuladas
durante la vida de una persona, y si bien no se podía demostrar cuánta era esa
cantidad exacta, sí se podía estimar que ocurriría lo mismo con la muerte de
cualquier otro individuo. Así, resultó casi una obviedad que la Muerte se
convirtiera en objeto de culto entre las masas, y que se popularizara la
premisa de que en el reino nada hacía falta y todo era posible siempre y cuando alguien muriera.
Los disidentes al
sistema eran pocos. Unos eran los enfermos, que profetizaban una mejor vida
fuera del reino sin haber salido nunca. Y los otros eran los locos, que
viviendo dentro pensaban que estaban viviendo fuera. Ninguno de ellos era muy
querido por los que sí querían vivir dentro del reino, pero la Administración los toleraba pues siempre
instigaban disputas y debates innecesarios que servían para avivar las llamas
de la hoguera.
Además de los
enfermos y los locos, proliferaban también grupos de visionarios y filósofos
que dedicaban sus esfuerzos a tratar de entender y explicar el sentido de la
vida, y el sentido del reino mismo. Como por ejemplo aquella teoría que
aseguraba que fuera de las murallas existía un astro rey exiliado, un Sol verdadero, que supuestamente debía morar
la Tierra y hacer de los seres humanos sus hijos prometiéndoles la vida a
cambio de que no lo olvidasen cuando se iba y se hacía de noche; o un riguroso
estudio que demostraba que la hoguera estaba destinada apagarse un día, y que
el absoluto Olvido dejaría sumergido al reino en un vacío de no-Tiempo y de
no-Vida. Para convertir a estos pensadores en elementos provechosos para la
producción de energía en el reino, otra de las iniciativas adoptadas, fue promover
una nueva institución: la Academia.
Allí todo tipo de ideas eran escritas y debatidas, y los académicos recibían
calurosos estímulos de los miembros de la Administración,
dado que en los incesantes debates y polémicas quedaban descartadas un sinnúmero
de memorias que –lógicamente– iban a parar a la hoguera. Incluso se había
llegado a la conclusión de que en el reino nada hacía falta y todo era posible siempre y cuando existieran disputas y
debates.
Sin embargo,
algunas de las ideas de estos pensadores no terminaron incineradas del todo, y
retazos de memoria circulaban furtivamente a través de panfletos y libelos. La
más mencionada era un fragmento de un poema atribuido a una de las mentes más brillantes, y por cuyo
contenido se rumoreaba que habría sido condenado al exilio por promover ideas
contrarias a las premisas del reino. Los versos sobrevivientes dicen así:
La muerte es hija del olvido, pero la vida
es hija del tiempo.
Entre ellas hay una sola memoria de
distancia:
¿Te quedas, o vienes conmigo?
El fragmento nunca
dejó de tener adeptos. Pero nunca llegó a arraigar en la mayoría, porque fue
siempre triste pensar en una vida fuera del reino, persiguiendo a un rey
esquivo, que viene y que va, que da y que quita, como quien no quiere del todo
a sus hijos, en vez de estarse quieto, en el mismo lugar todos los días y todas
las noches, proveyendo como buen rey a su reino, dándoles todo y que nada les
falte.
Por suerte para el
reino, el verso es vago, complejo y, por ende, propenso al olvido. De hecho –lo
que demuestra que me esfuerzo en ser un espléndido ciudadano–, ya lo he
olvidado.
Es más, no sé qué
es lo que estaba contando.
Ah, sí, la Regla de
Oro. ¿Cuál era?
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