AHORRO ENERGÉTICO José Luis Gutiérrez Trueba


Diez, nueve, ocho, siete, seis… la cuenta atrás era demasiado aburrida. Estudiar, buscar trabajo, hipoteca, boda, tener un hijo, divorcio, boda, tener otro hijo más… siempre lo mismo. No cabían las sorpresas. Lo único importante era contar todos juntos, que nadie se quedara rezagado. Soledad se juró a sí misma no volver a iniciar una cuenta atrás en su vida, pero se equivocó. Contó con alguien, no quiso quedarse atrás, fue divertido, y encima delante de una farmacia.
No se olviden de cambiar la hora esta madrugada, repitieron durante todo el día los noticiarios de la BBC, a las 2 serán las 3. Aquella primavera Soledad decidió romper con la hoja de ruta establecida. Se negó a cambiar su reloj y habló con Nick para cortar con todo. Estar con alguien solo por no querer estar sola era estar sola dos veces. Nada más cogió lo que entraba en una maleta, el resto se quedó apuntalando la puerta de un charity. Subió en el piso de arriba de un autobús rojo para que la deslumbraran las farolas y no bajó hasta dejar de ver luces amarillas. Su nuevo hogar estaba allí, en la otra punta de Londres. Parecía un buen lugar para abrir un negocio seguro: una funeraria o una relojería. Alguien tenía que parar la cuenta atrás. Quería vivir más despacio, al menos retrasado del resto una hora
En Octubre de ese mismo año, los periodistas volvieron con el mismo comunicado, en esta ocasión la orden a acatar por el ejército de peleles era a las tres cero cero de la mañana. Este domingo finaliza el horario de verano, a las 3 vuelven a ser las 2. Horacio no retrasó su reloj. Fue poco antes cuando se había hartado de ganar 800 libras al día en Canary Warf, de hacer inversiones fantasmas y comprar hipotecas falsas. Había hecho un saco de dinero desde que llegó a Londres, y lo único que le apetecía ahora era quemarlo. El valor de sus ahorros daba tanto asco que aumentaba si un nazi acuchillaba a una miembro del Parlamento. Al día siguiente llamó a la planta 45 del Banco donde trabajaba, les dijo que se olvidaran, que ya no volvía. Por primera vez en su vida se sintió adelantado al resto, al menos en una hora. Esa rebeldía le recordó a Madrid, a Sole y a la buhardilla de la calle de la Madera. Ocho años después no era capaz de recordar porque aquello se fue a la mierda.
-          Vámonos de aquí Sole, ya me he cansado de ganar 800 euros al mes –le decía Horacio casi todas las semanas
-          Yo no me voy a la aventura, no quiero acabar limpiando platos
-          ¿Y aquí como crees que vas a acabar? El país se está hundiendo, aquí no hay platos para todos
Pocos meses después Horacio desapareció para siempre. Las camisas colgadas en el armario, el cepillo de dientes en el borde del lavabo, los calzoncillos usados en la cesta de mimbre. Todo se quedó en el mismo sitio. No parecía que se había ido, parecía que se había muerto. ¿Y qué es lo que se hace con la ropa sucia que deja un muerto?
Pasó demasiado tiempo hasta que volvieron a verse por casualidad. Otra vez en Madrid. Fue cuando las manifestaciones en contra de los recortes del Gobierno, aquellos meses en los que el país estaba indignado. Soledad escuchó en la Gran Vía que alguien gritaba Sole, y así solo había dejado que la llamara Horacio. Hacía más de tres años que él se había largado de España, y ella jamás quiso saber dónde. No sabía qué hacer, como saludarle, darle la mano o darle un beso. Pero un beso dónde, no creía que supiera besarle en la mejilla.
Pasaron la tarde juntos de cañas, hablando de su Madrid, el que hicieron suyo cambiando el nombre de las calles. Tirso de Molina era la calle de las Palomitas dulces, San Vicente Ferrer la de las Palomitas Saladas. Volvieron a todos los bares a los que solían ir y que la mitad de ellos la crisis había cerrado. Al final Horacio le arrancó un beso en la Plaza de la Paja. Entonces empezaron los reproches del pasado, las promesas incumplidas, esas preguntas que se respondían a la vez que se hacían. Pero déjalo ya, todo eso ya no tiene arreglo –le dijo Horacio- vente conmigo, vamos a olvidarlo todo y a empezar desde cero, como si no nos conociéramos.
-          Sigues siendo igual de egoísta que siempre Horacio, otra vez me pides que deje todo y que me vaya contigo –se hizo un silencio
-          Lo siento Sole, soy un imbécil, olvídate de lo que te he dicho –empezó a bajar el tono de la voz- soy yo el que deja todo. La semana que viene me vengo aquí
-          Y ahora me dices esto, ahora que me has encontrado por casualidad en la calle
-          Sí, ahora te lo pido. Y si te hubiera encontrado antes, antes te lo hubiera pedido
-          ¿Y qué pasa si no nos hubiéramos visto? ¿Entonces qué?
-          Sole, te llame mil veces, nunca me cogiste, nunca respondiste a mis mensajes
-          Pues ahora no quiero. Ahora, ni nunca, quiero. –gritó ella- Adiós Horacio, espero que te vaya bien y que ya seas millonario, a eso te fuiste, ¿no?
-          ¿Millonario? –contestó enfadado- Solo busqué mi futuro
-          Eso es, buscaste tu futuro, solo él tuyo.
-          Eso no es verdad
-          Tengo que irme –dijo interrumpiéndole- Y ni se te ocurra seguirme, mi novio me está esperando ahí abajo. Hay gente que sabe esperar ¿sabes?
A paso muy ligero, casi corriendo bajó la cuesta que llegaba al centro, Horacio no hizo caso, y la siguió, pero no pudo, enseguida se perdió entre las calles. Había miles de personas manifestándose, la Puerta del Sol estaba abarrotada, llena de gente acampada en tiendas. Horacio empezó a marearse. Muchas pancartas decían “Sí se puede”, y sus ojos se volvieron translucidos. A menos de cien metros estaba Sole, metida dentro de una tienda de campaña. Cariño, ¿dónde estabas?, llevo esperándote más de cuatro horas. Se abrazó a él disimulando sus lágrimas mientras le decía: no exageres, ni que hubieran sido cuatro años.
Cada último fin de semana de Octubre y sin cambiar su reloj, Soledad se ajustaba automáticamente al meridiano de Greenwich, volvía a sincronizarse sin quererlo con el resto de los londinenses, con todos menos con uno. A Horacio le ocurría lo mismo, desde Marzo hasta el otoño avanzaba los mismos minutos que el resto de Londres, menos con Sole, que siempre andaba una hora fuera de su órbita.
Todos los días se bajaban en la estación de Mile End, pero nunca se veían. No había ni escaleras mecánicas, ni ascensores. Era fácil, solo un andén largo y estrecho para transbordar en el metro. Ella salía corriendo de un vagón de la District Line para meterse en la Central, y él de la Central Line para meterse en la District. Parecían esos relojes que están en el hall de entrada de los Bancos internacionales: Paris, Tokio, Nueva York, Pekín… juntos, colgados paralelos en la pared, pero cada uno marcando una hora diferente.
Pekín a diario pensaba en Tokio, se la imaginaba viviendo en la costa, con un marido de Murcia y mamá de dos niños pálidos. Puede que más delgada, pero con el mismo color de pelo. Era rubia cuando se la había encontrado hace unos años paseando por Lisboa de la mano de un imbécil. Les siguió media tarde sin que lo supieran, parecía un maniaco, hasta que subieron al tranvía.
Tokio soñaba con Pekín cuando en duermevela se quedaba en el metro. Ya tendría que estar calvo, y divorciado de aquella pelirroja con la que le vio hace tiempo montado en un barco de esos que cruzan el Bósforo. Tokio estuvo escondida en popa todo el viaje, tapándose la boca para reír.
Hubo un sábado de otoño en el que una venerable anciana del sur de Inglaterra, olvidó en el metro su maleta porta sombrero victoriana. Su inseparable valija había envejecido tan mal que la habían salido arrugas con forma de paquete sospechoso. Una mujer embarazada que intentó retirar aquel bulto para sentarse, dio la voz de alarma. Era pesado y desprendía un extraño tic tac. Encima, olía muy mal. Pronto llegó la policía, que interrogó metódicamente a todos los pasajeros. La District Line estuvo cerrada bastante, el tiempo que tardaron los artificieros en desarticular la amenaza de bomba. Ese último sábado de Octubre, en el que de madrugada siempre se volvía a cambiar la hora, hubo una venerable anciana del sur de Inglaterra, que imprudentemente desafío a toda la red de transporte público londinense, haciendo un uso inapropiado y más que grosero de una maleta porta sombreros: dentro había cinco scones rellenos de mermelada y un voluminoso despertador con orejas.
Una hora después se reanudó el servicio y llegó el metro con Soledad, y miles de personas más, a Mile End. Justo en ese momento, del tren que estaba enfrente bajaba Horacio. Una marabunta alocada cruzaba el andén de un lado para otro, poco más de cinco segundos las puertas de los vagones permanecerían abiertas. Mientras corría, Soledad se tropezó con la esquina de un banco, cayendo en las rodillas de Horacio. Oyó como una voz conocida la decía Sole. Levantó la cabeza, todavía no estaba calvo. Él se quedó atontado mirando hacia abajo como seguía tenía el mismo color de pelo.
-          ¿Horacio? ¿Eres tú? ¡No me lo puedo creer! Pero si me dijeron que estabas en Sídney
-          Sería Singapur, pero ya volví hace mucho, ¿y tú? ¿qué haces tú por aquí?
-          Vivo en Londres, hace ya casi tres años.
-          ¿Cómo? -sonrió Horacio-, pero si tú odiabas Londres.
-          Ya. Y lo sigo odiando. Tú también odiabas llevar traje ¿no? -dijo señalándole
Pasaron la noche juntos bebiendo pintas, hablando de Londres, de donde coño se metía el sol durante 10 meses, del sorry y del thank you. Fueron a varios pubs hasta que acabaron cantando a Oasis abrazados a unos parroquianos. Buscaron alguna tienda de alitas de pollo para comer algo y por el camino bautizaron un par de calles, era incluso más divertido hacerlo en inglés. Mientras miraban la super luna más brillante de los últimos 80 años, Horacio le robó un beso en un puente sobre el canal.
-          Sole, quiero casarme contigo
-          Pero qué dices loco
-          Ahora mismo. No quiero volver a esperar otros seis años para intentar besarte en Nueva York, o en Paris, a saber dónde. Estoy harto de encontrarte por casualidad y después de cinco minutos volver a perderte, eres como un anuncio de navidad en la tele.
-          Pues yo si me caso tiene que ser de blanco marfil –soltó con rapidez, siempre se le dio bien eso- así que nada, corre, vete a despertar a un pastor anglicano antes de que me arrepienta.
-          Sería capaz de sacar de la cama a la Prime Minister –dijo Horacio mientras ella reía- cásate conmigo ahora, dime que sí, donde tú quieras. Vamos a Westminster, ahora no hay turistas.
-          ¡Pero si son las tres de la mañana! Estás borracho
-          ¿Son ya las tres? –dijo alarmado- no llegamos entonces. Vamos aquí al lado, Londres es como Las Vegas, solo hay que saber que capillas son las que nunca cierran.
Horacio la cogió de la mano y atravesaron corriendo el parque. Un taxi les deslumbró con las luces cuando cruzaron en rojo la avenida principal, giraron la calle donde la estatua al antiguo alcalde, y justo en la esquina había una pequeña farmacia.
-          Es aquí –dijo Horacio parándose enfrente del escaparate-, por una vez nadie ha llegado ni muy pronto ni muy tarde, así que ni se te ocurra plantarme en el altar.
Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ceroooooo... gritaron abrazados mientras contaban como dos tarados, los segundos que marcaba el reloj digital que estaba en la cruz verde de la farmacia.
Tras la 2:59 el reloj marcó las 2:00, poco después llegó el invierno cargado de energía
East London, Winter 2017


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