EL VISITANTE Santiago Peluffo


La vieja mesa de madera que hacía ruido cuando se apoyaban, el freezer lleno de hielo pero donde siempre entraba, al menos, una cerveza de litro. Hasta la foto descolorida del portarretratos seguía en el mismo lugar:  junto al bowl con las mandarinas.

Parecía ayer. Una tertulia entre amigos que empezaba a las nueve de la noche y terminaba con la última gota de alcohol o esa porción fría recalentada de madrugada.

Como tres hermanos en una familia, cada uno cumplía su rol.

Rulo oficiaba de anfitrión y siempre hacía los pedidos porque sabía los gustos de cada uno y tenía una colección de sellitos de descuento en su heladera para usar entre diferentes pizzerías del barrio.

Juancito se encargaba de la bebida: dos litros por persona para combinar entre cervezas y whisky. En ese orden: las cervezas para la picada y las pizzas, y el whisky, el postre “de machos”.

Y luego él, que como no sabía de whiskys ni tenía coche, le quedaba perfecto como excusa para encargarse de la picada: de camino a lo de Rulo compraba una bolsa de Doritos y otra más chica de maní sin sal.

Parecía ayer, pero habían pasado tres años desde el último encuentro. La despedida había sido una suerte de hasta luego: nunca pensó que tardaría tres años en volver a Uruguay. Pero muchas cosas habían cambiado desde que se fue a Alemania.

-Bueno, bueno, no llores como puto que igual nos vemos en unos meses para el casamiento de Dani.

Eso fue lo último que Rulo le había dicho en el aeropuerto de Carrasco. Se había ido repentinamente a hacer un curso corto y prometió volver cuando terminara.

Pero faltó a ese casamiento y a otros dos, además de perderse los cumpleaños y nacimientos de amigos y primos. No registró todo lo que se había perdido hasta que Rulo le dijo, tres años después:

-Tantos años, amigo.

No le dijo tanto tiempo, como se dice en estos casos. Le dijo “años”. Entonces le tocaría empezar a explicar por qué se había quedado tanto en Europa.

-Tenés arrugas, canas… los euros no vienen solos, ¿no? -le dijo Juancito después de un fuerte abrazo y una palmada en la nuca.

-¿Los euros? -alcanzó a decir él, descolocado por el chiste.

-Dale, que seguro esa valija pesa 100 kilos de los billetes que traés -siguió Juancito.

Salió del paso con un comentario gracioso, aunque sintió algo extraño: sintió que estaba jugando de visitante.

Pero cuando tomaron el camino de la Rambla, sacó la cabeza por la ventanilla y apenas sintió la brisa con olor a pescado, recuperó sensaciones. Miró para arriba, hizo un pantallazo aéreo y apuntó al sol. Se largó a reír.

-¿De qué te reís, nabo? -Rulo lo miró por el espejo retrovisor.

-De nada -respondió, todavía con una mueca en la boca.

-Éste está raro eh -acotó Juancito, codeando a Rulo desde el asiento del acompañante.

Enseguida advirtió que había sido un reflejo: en Alemania miraba constantemente para arriba buscando una grieta entre las nubes. Aun cuando el cielo era un colchón gris que el sol no podía penetrar, él siempre alzaba la nuca con ilusión.

Y ahora seguía mirando el cielo: nunca lo había visto tan celeste. Celeste con mayúscula, pensó.

Al cruzar el Parque Batlle, Rulo divisó el estadio Centenario y empezó a gritar:
-¡Ohhhh, Vamos la Celé, la Celé…. Vamos la Celé! Bo, la Tribuna Olímpica va a explotar.

Esa repentina conexión de pensamientos le tocó fibras íntimas. Con Rulo se entendían apenas con la mirada y tres años después parecían seguir en sintonía: la selección uruguaya era una de las cosas que más lo unía a sus amigos de toda la vida.

-¿Cuándo es el partido? -preguntó.

-¿Cómo “el partido”? ¡Es la revancha contra Brasil! Es el sábado a las cuatro. Nos los vamos a coger de tarde a los brasileños putos -Juancito respondió con ademanes.

-Sí, esos negros van a comer -agregó Rulo.

Él no quiso comentar. La última vez que había ido a la cancha, la hinchada del Borussia Dortmund había llevado banderas LGBT para mostrar su apoyo a la ley de matrimonio igualitario.

-Bo, ¿y cantan los alemanes o son medio maricas como los suizos y ésos? -le preguntó Juancito.

-Sí, cantan pero tranqui. Hay más respeto.

Lo dijo sin ironía, intentando evitar comparaciones. Pero Juancito siguió:

-¿Respeto cómo?, ¿no te mean, por ejemplo?

-¿Cómo te van a mear? Es Alemania…

-“Es Alemania”, dice él. No vas a defender ahora a los alemanes, bo, que son todos rubios y putos.

Se le escapó una risa nerviosa.

-¿De qué te reís ahora? -Juancito lo miraba atentamente.

-De nada, bo -remarcó bien la b y pensó en que prácticamente había dejado de usar ese latiguillo tan uruguayo.

La conversación se diluyó en otros temas como el mate y el asado, y él aprovechó el viaje para alimentar su nostalgia mirando por la ventana el mar, las olas y la amplia costanera de Montevideo.

-Y… ¿Vas a contar de una vez por qué tardaste tres años en volver? -le interrumpió sus pensamientos Rulo con la pregunta, que ya había hecho al pasar en el aeropuerto.

-Ya les dije: mucho trabajo, botijas -dijo con ironía.

-¡Qué mucho trabajo! Seguro te enganchaste con una mina y no te dejaba venir.

Él sólo repitió:

-Allá se trabaja en serio, no como acá.

-¿Qué te pasa, bo? Que el Rulo y yo nos rompemos el culo trabajando… -dijo Juancito.

-Bueno, no literalmente. Eso es para los maricones -aclaró enseguida Rulo.

-¿Y con ustedes dos qué pasa? -preguntó.

-¿Qué pasa cómo? -preguntó Juancito.

-Nada, nada…

Rulo puso música y siguió manejando otros quince minutos hasta llegar a Pocitos, el barrio acomodado de la costa donde compartieron prácticamente toda su vida entre el mar, los bares, las calles de adoquines y ese departamento al que llamaban “la cueva”.

El nombre lo había puesto Juancito. A la vuelta del colegio donde completaron juntos la secundaria había un albergue transitorio que se llamaba “La cueva 2”. Cada día veían entrar y salir parejas de la mano y pensaban en cuándo les tocaría a ellos. Rulo había dicho que después de cumplir los 20 tendría su propio departamento y no necesitaría un albergue. Entonces Juancito le preguntó:

-¿Vas a compartir la cueva?

Y así había quedado bautizado el departamento de Rulo.

-Cuántas minas pasaron por acá en estos tres años. Las que te perdiste… -le dijo Rulo al empujar la puerta de su casa con la valija.

-Me imagino. ¿Alguna se quedó más de dos noches seguidas? -preguntó mientras le quitaba el polvo con el dedo gordo al portarretratos con la foto de los tres en 2002.

-¡Qué va! En la cueva no se repiten figuritas. ¿O ya te olvidaste de nuestras buenas épocas? -Juancito sacó tres vasos del lavavajillas.

-Buenas épocas para nosotros... Si éste siempre fue un lento -intervino Rulo.

-Tiene razón. ¡Lo que te costaba concretar! -agregó Juancito-. Te conocimos pocas mujeres, bo. Estuviste mil años de novio con la Silvia y después…

-¡Una sequía para el Guinness! Pero habrás recuperado terreno allá, ¿no? Contanos -Rulo le revolvió el pelo.

-Ahí ta’, ¿qué tal se juega en la Bundesliga? -bromeó Juancito.

Él oía todo, pero seguía buscando dentro de su valija los regalos que les había traído.

-En la Bundesliga soy del Borussia -levantó la cabeza y les dijo con un guiño.

-Dale, perejil, decinos qué tal son las Claudia Schiffers.

-Rubias.

Rulo y Juancito se rieron, pero siguieron preguntando: que si las alemanas eran tan altas como se veía, que si todas eran rubias de ojos celestes y que cuántas se había cogido en tres años.
Él dejó los regalos para otro momento y aprovechó para ir al baño -No pude mear en todo el vuelo -mintió. Se miró al espejo y recordó lo que le había dicho su compañero de trabajo venezolano: Ya vas a ver que hay mucho más que un Atlántico de diferencia, chamo. Y sabes que no te hablo de geografía...

Salió del baño y enseguida lo interceptó Juancito:

-Bo, ¿sabés qué te falta para empezar a cantar? -le dijo trabándole los brazos por detrás-. Un poco de alcohol. ¿O también vas a hacerte el puto con la cerveza? Si en Alemania la toman como el agua.

-¿Tienen Paulaner? -bromeó él, retomando el control de la conversación.

-Sí, Paulita vamos a tener más tarde… -contestó Rulo desde la cocina. No, acá ya sabés qué se toma: la vieja y querida Pilsen. De litro y bien fría, como siempre.

-¡La Piiiiilsen! Hace cuánto no tomo una -dijo él con entusiasmo y se sentó en el sillón.

-Ya te saco una del freezer -dijo Rulo con el destapador en la mano.

-¿Todavía entran las botellas en el freezer? -siguió bromeando.

-Mirá, bo -contestó Rulo abriendo la puerta del congelador-: hielo por todos lados, pero siempre un lugarcito para la Pilsen.

Sirvió los tres vasos con poca espuma y brindaron “por la amistad”. Ese sorbo largo le dio buenas sensaciones: si alguien sacaba una foto de ese momento, con las sonrisas y la espuma en su bigote y las conversaciones intrascendentes, esa imagen podía ser la del portarretratos al lado del bowl de las mandarinas.

Así lo había imaginado al planear la visita. Los tres hermanos, unidos por una infancia en común, infinidad de anécdotas y códigos inquebrantables: una relación idílica que envidiaría cualquiera.

Pero, ya había caído en la cuenta, esa bienvenida sabía también a despedida.

Los miraba a Rulo y a Juancito y pensaba que seguirían tomando Pilsen, luego llegarían las pizzas y empanadas y más tarde el whisky. Repasarían anécdotas del colegio y algunas más recientes. Se reirían de todo hasta el último vaso de whisky, cuando Rulo diría que ya es hora de ir a la disco a engatusar mujeres.

Él los seguiría y bailaría, pero terminaría la noche desapareciendo sin avisar, vagando por las esquinas de Montevideo, ensimismado, inquieto por procesar demasiadas emociones juntas.

Al cabo de una hora de caminata sin rumbo, reflexionaría que en el fondo habían cambiado tantas cosas en tres años, que ni siquiera se animaría a contarle a sus mejores amigos la verdadera razón por la que se terminaría quedando en Alemania para siempre.


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