EL RAYO DE LAS PAMPAS Santiago Peluffo Soneyra
Tu vieja había
muerto dos días atrás. Tan de repente, que apenas llegaste a tomar el avión de
la medianoche para estar la tarde siguiente en tu pampa querida. Después de diez
años.
El cuarto
estaba igual que cuando eras adolescente: los posters descoloridos de los
grandes atletas en las paredes y en la repisa junto al escritorio, tus medallas
y trofeos. Enseguida, tu cabeza se llenó de instantáneas de esa figura corta y
desgarbada corriendo más rápido que ninguno por las pampas desoladas, alentado
siempre por tu vieja.
Los recuerdos
se combinaban con un dolor profundo e ingobernable, que se esparcía por tu
cuerpo como un virus, y el único anticuerpo posible en ese momento de incomprensión
estaba en tus tobillos.
Ni alcanzaste
a cambiarte: de un tirón cruzaste el jardín, y sin darte cuenta ya habías
llegado al río. De ahí al muelle, y del muelle al club de pescadores. Y
seguiste corriendo. Eran vos y tu dolor, nadie más.
Al pasar
frente al club de pescadores notaste los cambios en la fachada: la puerta,
ajada, había perdido su llamativo verde inglés. Ahí estabas hace 20 años
sonriendo con una sola paleta mientras tu vieja te colgaba la medallita de tu
primera carrera.
En la escuela
habías competido en regionales y provinciales: siempre en el podio. ¿Te acordás
de ese artículo que habían sacado en el periódico local? Era un recuadro
secundario en una página par con una foto chiquita -tenías barro por todos
lados y los cordones desatados-, pero enseguida fue enmarcado en la cocina de
tu casa.
Ahí colgaba
aún, un poco torcido y con la tinta borrosa del titular: “El Rayo de las
Pampas”. Relataba: ‘…El pasado sábado 6
de noviembre, se celebró en nuestra localidad pampeana el VII torneo provincial
de carreras intercolegiales, destacándose el joven Juan Aristizábal, de 14
años, finalizando en primer lugar por tercera vez en fila y logrando un nuevo
récord. ‘El Rayo de las Pampas’ se alzó con la medalla dorada registrando un
tiempo de 28 minutos y 16 segundos…’
Recordaste
que el artículo del ya desaparecido La
Voz pampeana se perdía nombrando los campeones de otras categorías y no detallaba
la hazaña de aquella mañana. La del día en que te convertiste en ‘El Rayo de
las Pampas’.
Faltaban 800
metros y venías primero -apenas por delante de ese lungo con pelos en las
piernas del Normal N°2 que te había ganado el año anterior-, cuando
subestimaste un charco por querer sacar más ventaja y pisaste en falso. Tu
tobillo izquierdo cedió hacia afuera y el dolor sólo podía ser vencido por el
orgullo: no te perdonarías otro segundo puesto frente a tu vieja y, mucho
menos, un abandono.
El lungo
igualmente te pasó y empezó a tomar distancia. Uno de los coordinadores de la
escuela alertó enseguida del cambio de mando y tu vieja ya estaba preparada en
la meta para machacarte que un segundo puesto era dignísimo entre no sé cuántos
chicos.
Ahí estaba,
al final de esa eterna meseta pampeana que era la pista, llorando de emoción
por el esfuerzo sobrehumano que habías hecho… Aunque no veía bien por el sol de
frente, el coordinador le había comentado la valentía para continuar del chico
que iba primero y se había ‘tropezado en un charco’.
Te iba a
decir que fuiste el mejor porque el que ganó no se había lesionado y que sólo
los verdaderos campeones llegan a la meta con un tobillo roto. Hasta
había pensado en encargar un trofeo chiquito para poner en la mesa de luz.
De repente, se
empezaron a escuchar los gritos de los padres que estaban justo detrás del
cordón en la curva antes de la recta final. Tu vieja hacía sombra con la mano
derecha para poder verte cruzar la meta, pero lo que no podía ver era ese
orgullo capaz de sostener el tobillo doblegado y, también, la imposibilidad de
decepcionarte.
Entonces,
cuando el lungo entró en la última curva y quedaban cien, ciento cincuenta
metros, nació la leyenda de El Rayo:
las zancadas más cortas y veloces jamás vistas, el movimiento mecánico de los
brazos acompañando el envión del cuerpo y, para cruzar primero la meta, la
cabeza gacha y estirada hacia adelante como los campeones olímpicos.
Después de
esa carrera, tu vieja te llevó a todos los torneos. La madre del Rayo le decían, y la dejaban subir al podio a
entregarte la medalla. Lejos de acomplejarte en la adolescencia, para vos lo
era todo. Adonde sea que fuiste en tu
vida adulta llevaste el apodo. ‘Rayo, andá vos que sos el más rápido’ o ‘¿Ya
terminaste? Parecés El Rayo’, repetían.
Todas estas
anécdotas se aparecían ahora en cada curva de tu recorrido hacia el pasado. Al
llegar al colegio Sagrada Concepción, donde ganaste en 6° grado, te
sorprendiste al ver un galpón donde se acumulaba chatarra; en la entrada, al
mástil pelado le faltaba la bandera argentina que izaste en aquel acto patrio
del 9 de Julio en que tu vieja preparó los pastelitos de membrillo para tus
compañeros.
Doblaste en
dirección a la ruta provincial: la viste ahora como una recta infinita de asfalto
pedregoso en medio de un páramo. Antes de la rotonda todavía estaba el ‘Paraje
Raúl’, donde solían comprar las medialunas para el mate con tu vieja. Te
detuviste un instante en el cruce y se acercaron los dueños a hablarte. Quisiste
evitar el pésame; con tres o cuatro zancadas ágiles los dejaste atrás y apenas
llegaste a ver al viejo Raúl agitar el bastón y lanzar una pregunta retórica
sobre tu ausencia prolongada.
Le imprimiste
más velocidad a tus pasos para olvidar el comentario, pero en el almacén de al
lado, los ojos de Doña Julia también parecían lanzar algún reproche.
Entonces, ese
dolor simbólico en el pecho era ahora real: tus latidos se habían disparado y
te costaba respirar. Alguna fibra se había movido. Empezaste a sentir que al
otro día en el velorio iba a estar todo el pueblo llorándola. Algunos,
ofreciéndote abrazos de misericordia, y otros, con esas miradas espinosas.
Seguiste
corriendo sin freno, como intentando eliminar de la cinta de tu memoria la
última década y rebobinar bien atrás. Encaraste por el campo y doblegaste
fardos y más fardos, hiciste zigzag entre las plantas de maíz hasta llegar a la
entrada de la laguna.
En cada
parada mirabas a los costados, buscando a tu vieja. A lo lejos aparecía, con el
pelo largo y la cara lozana, tapando el sol con una mano y agitando la otra;
siempre lista para colgarte la medalla.
Ahí, hace
muchos años, se había sellado la promesa de encontrarse al final de cada
carrera, en la meta. Pero ahora la laguna era un cráter lleno de paja, y
corrías solo y fatigado por la Pampa.
Aunque
intentabas encontrar una meta en ese horizonte yermo, sin tu vieja quién iba a
colgarte la medalla.
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