LO QUE LA GENTE DECÍA Lester Gómez medina


“¿Que cómo me fue?”, murmuró Arnoldo. Sintió en los labios un hormigueo al momento de balbucear esas palabras. Sintió también que se le entumían las piernas, la espalda y el cuello debido a la postura en la que se había echado para ocultarse en uno de los tantos salones del Fortín. La deshidratación le había resecado los labios; el cuerpo se le iba poniendo más rígido. Deseaba quedarse dormido, pero la tensión por el temor a ser atrapado le mantenía despierto. Sus ideas iban careciendo de coherencia; por momentos aquello disparaba su frustración. Su mente le tendía múltiples asechanzas imaginando maneras de cómo terminaría siendo capturado como un armadillo, rastreado por perros en plena noche. Sin embargo, en ciertos momentos de lucidez, de su misma enturbiada cabeza supo también valerse de ideas para escabullirse y no ser atrapado.
Pero los marullos de sus pensamientos no era lo único, una profunda tristeza se le alojó en el cuerpo, por saberse arrinconado, y es que él no estaba acostumbrado a huir. De jovencito, una vez, tuvo que huir de su mismo padre. Pero nunca más, él se lo decía a sí mismo, “Después de esa, nunca más”. Su mente enturbiada no le ayudó a tranquilizarse. Se sentía confundido, porque sintió contradecirse.
Arnoldo criaba gallos finos, y si bien no vivía de las apuestas de peleas de gallos, ello le significaba un buen ingreso cuando alguno de sus animales ganaba, además no solo era por la plata que criaba gallos, era una pasión que se le enraizó desde pequeño. Amaba estos animales, y también verlos pelear. Le recordaban a él mismo; esforzándose para seguir adelante, dando lo mejor de sí. Lo duro que había sido terminar de crecer, lo mucho que le había costado luchar por lo que tenía en la vida, su casa, sus hijos, su mujer.
Aquellas ideas no lo dejaron en paz. Le sirvieron de almohada casi toda la noche.
El bochorno, debido a lo húmedo del clima, lo hacía sudar, la camisa y el pantalón se le pegaron completamente al cuerpo. Empezó a sentir escalofríos, el cuerpo le empezó a temblar. También, sintió asco, sintió que el estómago le convulsionaba, y vomitó.

“¿Cómo te fue hoy Arnoldo?”, imaginó escuchar la voz de la Rosario, su esposa, otra vez. Esa era la pregunta con la que ella siempre recibía a su Arnoldo cada vez que él regresaba a la casa. Clarito pudo oír su voz, como susurrándole al oído. Y también se la imaginó a la luz del candil en la sala de su casa.
Pero él ahora estaba solo. Le angustió imaginar que sería así por quien sabe cuántas otras noches, sin un basta que le diera una tregua del aprieto en el que se hallaba. A pesar del esfuerzo, su mente divagó en tantas direcciones que empezaron a llegar las memorias de todo aquello que él extrañaría más.
Pensó en las vocecitas infantiles de sus hijos que esa noche no escuchó hablar y discutir entre ellos, pensó en Carmencita, la mayor, diciéndoles, —Ya cállense y duérmanse que mañana hay escuela. Arnoldo pensó en los taburetes rústicos de la sala de su casa en los que no se sentó a cenar esa noche, pensó en la imagen de su mujer, sentada a la mesa escuchándolo contarle cómo le había ido ese día con sus gallos, que si las herraduras del caballo andaban bien ajustadas; y ella por su parte, contándole sobre con quién conversó después de misa, sobre cómo se portaron los niños, y demás cosas. Se imaginó la silueta del rostro de Rosario, sombreado por la tintineante luz del candil en la oscuridad. Saboreó en su mente el humo a querosén quemándose por la débil llama del candil. Su cuello, espalda y todo su cuerpo exhalaban extrañando la comodidad de su cama y el tibio calor de su compañera a su lado. Y así, de la misma manera que en ese domingo había brotado la sangre de los gallos, por su naturaleza violenta incitada en el palenque, brotó también lo oscuro de la noche con un triste sentir a soledad en lo alto de la loma, en el Fortín.

“¿Cómo te fue hoy…?”, siguió aquella pregunta como picoteándole el sueño.
De pronto escuchó las voces de alguien que se acercaba en dirección al muro del Fortín, al menos al lado de donde él se ocultaba. Reacomodó la cabeza para enfocar sus orejas en dirección de lo que había oído. Pero inmediatamente se acurrucó estrujándose en la esquina del salón. Arnoldo escuchó que las voces se hacían más claras a medida que se iban acercando. El cuerpo le temblaba. El olor a pólvora impregnado en la bolsa derecha de su camisa le subió los nervios, eso le hizo pensar en el finado, imaginó entonces que tal vez las voces pertenecían al hermanos y parientes del finado, y por primera vez en su vida se sintió acobardado, y esto lo desconcertó tanto, al punto de sentir lástima de sí mismo.
Se recogió de piernas, guardando también la cabeza entre sus brazos, como una tortuga de río al espantarse. Cuando las voces pasaron cerca del muro donde Arnoldo se escondía, guardó absoluto silencio. Le preocupó que el resoplido de su respiración sonara por todos los otros salones del enorme edificio del Fortín.
Y de pronto, Arnoldo dio un brinco por el tremendo susto que se llevó cuando escuchó el ruido de algo que cayó al piso de golpe con tal estrépito, como cuando alguien deja caer desde muy alto un saco lleno de mazorcas secas. Todavía con la cabeza metida en los brazos, tuvo la impresión de haber escuchado una de las voces decir “papá”. Él hubiera jurado que eso escuchó, de hecho, hubiera jurado también que fue la voz de Carmencita, la mayor entre sus hijos.

Arnoldo se sentó en el piso, pensó en sus hijos, y en su esposa. En el salón se oía como si raspara el concreto del muro con algo rígido, quizás un pedazo de vidrio o una navaja. Pasaron algunos minutos. Luego se echó en el piso otra vez, se volvió a estrujar, el sueño lo iba venciendo. Estaba un poco más calmado, recordó que el Fortín estaba inhabitado en sus alrededores, eso lo tranquilizó un poco.
Ciertamente nadie vivía en esa loma ni mucho menos en el edificio del Fortín. Le alivió pensar que aquellos de las voces debieron ser dos fulanos que pasaban por la loma para cortar camino, o tal vez alguna pareja de jóvenes enamorados buscando divertirse.
Se sabía que el Fortín, y la loma entera eran propiedad del gobierno, nadie estaba autorizado para vivir ni siquiera en las faldas de la loma. El lugar había quedado abandonado poco después de la guerra del 79, al mismo tiempo, el ingreso al edificio estaba vedado a la gente.
En medio de la pesadez de su sueño, lo último que pasó por la mente de Arnoldo antes de quedarse dormido fue que no podía esconderse en el Fortín por mucho tiempo.

A los dos días, una comitiva de hombres armados, algunos parientes del finado, otros, amigos del mismo, además de la policía, llegaron al Fortín, se había alertado sobre la presencia de alguien en los alrededores del edificio y se decidió investigar. Revisaron cada salón, cada recoveco del Fortín, pero no encontraron a nadie. Lo único que la policía reportó haber hallado en uno de los salones fue una especie de bolsa, y dentro de esta, envuelto en un mantelito, unos pedazos de tortillas de maíz, mordisqueados y tiesos, boronas de cuajada ahumada, rancias ya, una cantimplora vacía, la mitad de un paquete de avena Quaker, y un pedazo de dulce de caña. En el reporte se agregó también que en otro de los salones se notaron entre los viejos grafitis de sucesos pasados, unas marcas de raspaduras, como hechas con un clavo, o algo puntiagudo, en la pared, que semejaban la cabeza de un gallo. Se determinó que las marcas eran frescas, debido al polvo del concreto raspado que aún se podía ver al pie de la pared. Fue lo último que se supo de Arnoldo. Lo demás es lo que cuentan quienes por alguna razón lo habían conocido.

Manuel Ramos, de setenta años, vecino del sospechoso, atestiguó ante las autoridades haber visto a Arnoldo llegar a caballo con un gallo en brazos, en compañía de dos personas más que venían montados en otro caballo, que luego Manuel mencionó eran Carmencita y el mayor de los varones, como a eso de las cuatro de la tarde, previo al asesinato de Santiago Lozano, el menor de los Lozanos. “Es así cada domingo.”, dijo el viejo. “Le vi llegar. Desmontó. Le dio el gallo a uno de sus hijos, y se metió a su solar.”  “Esa tarde no le volví a ver, y por la noche menos, como uno no tiene postes de luz eléctrica afuera. Si no fuera por los perros que avisan cuando ladran, uno ni se entera si pasó la muerte por el solar de uno.”

Cuando un oficial le preguntó si conocía al sospechoso, Manuel respondió,
“Bueno, pues es vecino de años.”
“¿Desde cuándo lo conoce?”, preguntó el oficial.
“Pues, desde que era un chavalo. Y conozco a su tata también”.
“¿Usted tiene amistad con el padre del sospechoso?”
“Bueno, uno lo saluda si se lo encuentra en el camino.”
“¿Qué podría decirnos de la relación del sospechoso con su padre?”, preguntó el otro oficial.
“¡Hm!, pues lo que la gente decía.”
“¿Y qué decían?”
“Que el tata lo hecho a balazos de la casa cuando apenas era un muchachito.”
“¿Sabe usted los motivos?”
“¡Hm!, pues lo que la gente decía.”
“¿Qué decían?”
“Que Arnoldo le levantó la mano… Pero yo ahí si le di la razón al muchacho, supe que una vez el tata le ordenó cortar una rama de jícaro y arrancarle las hojas para azotar a una de sus hermanas menores. Esto me lo contó una de las mismísimas hermanas de Arnoldo. Es que la chavala tonta, el tata le pidió que amarrara una vaca a un palo, pero se le soltó y la animala se le metió a la huerta y le dañó parte del cultivo de maíz. Arnoldo le dijo que no le traía ninguna rama, entonces el tata la cogió contra él, y le iba a dar a él con el palo de la escoba que tenía a la mano, y como el muchacho no se dejó, forcejearon. Luego el viejo se metió corriendo a la casa por la carabina y Arnoldo tuvo que salir huyendo hacia la huerta. Desde entonces nunca más volvió a casa.
“¿Usted sabe si Arnoldo tenía algo contra el finado?”, le preguntó el oficial.
“¡Hm!, pues lo que la gente dice. Yo la verdad no sé nada del finado. Pero oí que fue por una pelea de…” “Dejémoslo así”, lo interrumpió uno de los oficiales. Le agradecieron al viejo y dejaron la casa.
Lo cierto era que Manuel no estaba tan mal informado con respecto a lo que sabía de Arnoldo; sin embargo, la policía no consideró de mucha credibilidad tal información basada en lo que la gente dicía.

Pero había otras tantas cosas que Manuel Ramos ignoraba, como la raíz del por qué Arnoldo había tenido que huir de casa siendo tan joven. O por qué su pasión por los gallos de casta, algo que Arnoldo manifestaba contento en frente de sus hijos, —Las espuelas en las patas, oílas como suenan, Carmencita.
Ay papá, que no me gusta ver a los pobres gallos haciéndose daño.
O el hecho del por qué sus hermanas lo apreciaban tanto, no solo por haberse reusado a cortar una rama para que azotaran a una de ellas, aunque su mismísimo padre lo hubiese ordenado. Sus hermanas también lo querían y lo respetaban porque él las respaldaba. Una de ellas cuenta que una vez en el monte un hombre se atrevió a manosearla, “Arnoldo cogió una vara, corrió en el caballo y se la partió a aquel desgraciado en la cabeza”, contaba la mujer.

Así creció Arnoldo, protector, rebelde, trabajador, en un tiempo en que los domingos eran de misas y palenque. Se sabe que los gallos eran su desvelo, un refugio. Las espuelas en las patas de los gallos le atraían, él decía que le sonaban como las suyas a caballo.
Las gargantas eufóricas animando las apuestas, le gustaba, y aún más cuando el gentío en el palenque decía su nombre si su gallo ganaba una pelea. Ya hasta se había figurado la idea de traer a los mayores de sus hijos, y a Carmencita, si ella quería y si su madre lo consentía, para que vieran cómo le iba de bien a su padre con esto de los gallos. Ese deseo se le iba a cumplir un día, un domingo. Así vivía Arnoldo, entre su pasión por los gallos y el amor por su esposa, sus hijos, los suyos pues.

Una tarde de domingo, en el palenque se oyó la presentación de los gallos de la siguiente pelea. Uno era el de Arnoldo y el otro el de unos de los hermanos Lozano, el mayor.
Se cerraron las apuestas, y el presentador, a grito partido dijo “Échelo a pelear”.
Lozano soltó a su gallo, Arnoldo al suyo. La pelea no duró mucho. El gallo de Lozano lanzó ciertos picotazos que le rasgaron un poco los muslos al gallo de Arnoldo, pero en una de tantas patadas, el de Arnoldo conectó con la espuela al otro gallo, directo en la cabeza, muy cerca del ojo y le abrió la piel del cráneo, el animal quedó atontado, enceguecido además por la sangre que le chorreaba por la brutal cortada. Entonces el gallo de Arnoldo fue a rematarlo, pero se lo tuvieron que quitar para que no lo rematara.
Y la gente desde la gradería gritaba “Arnoldo” “Arnoldo”, al menos los que habían ganado apostando. Y Arnoldo estaba feliz, y Carmencita también, la muchacha hasta se había puesto de pie, unas veces tapándose los ojos para no ver al otro gallo sangrando, y otras para ver y apoyar a su padre.
Entre tanta algarabía y gritos de la gente, de pronto Carmencita pegó un brinco sorprendida, seria ahora porque sintió que alguien le había manoseado el trasero, y se volvió para mirar a sus espaldas y vio detrás de ella un tipo recogiendo la mano, sonriéndose de forma maliciosa. Ella se movió hacia el frente un poco, para hacerse distancia. Su hermano Arnoldo notó que ella se había movido de lugar, como escabulléndose. Ella se inclinó para decirle al muchacho algo al oído. Su hermano le cedió su propio espacio y se colocó detrás de ella, para evitar que el tipo la volviera a toquetear, el muchacho también volvió a ver para atrás y ahí estaba el hombre, todavía sonriéndose burlonamente.

La gente continuó comentando sobre esa riña de gallos, “Arnoldo y uno de los Lozano, que buena pelea”, dijeron. Así lo decían con cierta aclamación para el ganador, y a la vez cierto morbo por la certera forma en que el combate había terminado, en la que el gallo del Lozano llevó las de perder.

Esa tarde, cuando Arnoldo y sus hijos se preparaban para dejar el palenque, ya a la salida del lugar, cerca del camino, los hermanos Lozano iban también de salida.
– Epa, hermano, – dijo el Lozano menor dirigiéndose a Arnoldo– qué bien que le está yendo a usted en la vida. Los gallos se le han puesto más arrechos.
Arnoldo entresacó una medio sonrisa y dijo– Pa´ que usted vea, cuando uno los cuida–.
–Sí ya lo veo. Y a las gallinitas en casa también, que se nota que las tiene bien cuidadas.
La sonrisa de Arnoldo se le desdibujó en una mueca, y se le quedó mirando un tanto serio un tanto confundido por lo que el Lozano había dicho, como presintiendo en sus palabras cierta insinuación burlesca. Carmencita, que ya estaba lista para montarse en el mismo caballo que su hermano, quien le estaba dando la mano para ayudarla a subirse, bajo la cabeza como sintiéndose avergonzada. El muchacho, ya en el caballo, frunció el ceño y apretó la quijada, y le lanzó una mirada de reproche al menor de los Lozano, luego miró a su padre como queriendo contarle lo que este le había hecho a Carmencita. Porque era el mismo tipo que él vio parado detrás de ella, sonriéndose, y Carmencita lo sabía, pero le había pedido a su hermano que no le dijera nada a su padre. Porque ella sabía cómo era él de protector.

– ¡Arnoldo!– gritó Carmencita. Y los suyos atendieron, el padre y el hermano, pues los dos tenían el mismo nombre, como era costumbre en esos tiempos ponerle al hijo mayor.
Pero era ella la mayor, el muchacho tenía trece, y ella le llevaba un año, ya era una señorita, ya llamaba la atención, aunque Arnoldo todavía no caía en la cuenta de eso, pero su hijo sí, porque era avispado.
En eso, el hermano mayor de los Lozano palmoteó suavemente el cuello de su caballo, y con un gesto de guiñe de ojo, le indicó al otro que se iban. El Lozano menor jaló hacia un lado las riendas de su caballo para que este girara, luego le clavó las espuelas en el costado, y el animal relinchando se medio paró en sus patas traseras y empezó a trotar detrás del caballo del otro Lozano, dejando una estela de polvo en el camino.

Cuando Arnoldo, Carmencita y Arnoldo hijo iban llegando a la casa, su esposa los vio desde el patio. Entonces ella llamó a los otros dos menores, para que los vinieran a recibir. Rosario caminó hacia la entrada, “¿Cómo te fue hoy?” — le preguntó a Arnoldo, él apretó la quijada y meneó la cabeza, asintiendo. Se bajó del caballo y le tomó de las riendas, le dio el gallo a uno de los menores, Curale las heridas, le dijo. Y al más grande, quien ya había desmontado, le entregó las riendas de su caballo, — ¿Le desmonto la albarda? le preguntó el muchacho— y Arnoldo asintió con la cabeza mientras caminaba hacia la puerta de la casa, y el metal de las espuelas de montar en sus botas le sonaban como el cascabel agitado de una culebra a cada paso que daba. Su mujer notó que su camisa estaba manchada de sangre, pero no le preguntó nada porque pensó que era sangre de las heridas del gallo, y por la manera como Arnoldo lo cargaba en brazos.

—Te dije que no le contaras nada a papá. — le reprochó Carmencita a su hermano.

Cuando Arnoldo entró al cuarto, trancó la puerta por dentro, se acercó a la cama, se apoyó en esta con una mano y clavó una rodilla en el suelo. Miró por debajo de la cama y jaló una caja de madera de talla mediana y alargada, removió la tapa de la caja y de ahí sacó un objeto largo envuelto en un trapo oscuro, lo puso sobre la cama y empezó a desenvolver aquello; era una carabina. La cogió, la empezó a ajustar, se la montó en el antebrazo derecho sosteniendo el cañón con la mano izquierda, recostó la cabeza de medio lado y cerrando un ojo, hincó la vista en la mira.

Cuando el sol bajó, a eso de las seis de la tarde, su mujer le preguntó si iba a comer, pero como lo vio alistándose para salir le dijo, Te preparé unas tortillas, con un pedazo de cuajada, y agua en la cantimplora”. Pero él solo dijo Vuelvo pronto. Voy a hacer un mandado cerca del Fortín. Y salió a pie.

A eso de las ocho de la noche, la esposa del menor de los Lozano encontró a este muerto en el patio.
¡Ay! Arnoldito, dijo Manuel Ramos, cuando se enteró de lo que la gente decía.

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