UN HOMBRE MACHO NO DEBE LLORAR Marijo Alba


Mi abuela murió una tarde de otoño fría y gris, mientras el viento iba dejando un colchón de hojas sin la savia de la vida sobre los campos salmantinos. Doblaron las campanas de la iglesia, enterramos a mi abuela en el camposanto de su querido pueblo, entre los suyos, otra vida como compos para abonar la tierra. En ese momento supe que siempre estamos unidos al cordón umbilical, desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, la dama con su guadaña es la que realmente lo corta. Las gotas de lluvia caían vagamente, un rayo de sol se habría paso entre las nubes para dejarnos ver un gran arcoíris, que fue a perderse más allá del monte del El Pico.

Durante la semana en la que mi abuela estuvo enferma mi padre no se separó de ella. Sentado en una silla al lado de la cama sostenía su mano derecha.

 —¡Madre, madre! —le gritó dibujándose en su cara el rostro del miedo.

 Mi abuela no dijo nada, su boca quedó entreabierta al igual que sus ojos, la muerte no la dejó despedirse de los suyos. Mi padre percibió cómo la mano de ella perdía su calor. Se abrazó a su cuerpo rompiendo a llorar. Su llanto me rasgó el alma instalándose un nudo en mi pecho e impidiéndome respirar, hasta que las lágrimas fueron deshaciéndolo. Mi padre, el hombre fuerte, el soporte de la familia, en esos momentos era un niño lleno de miedos viendo como la dama de negro le había robado lo que tanto amaba, su madre.
Conocía a mi padre como hombre justo, duro sin dejarme pasar ni una, educándome hacia el respeto por todo lo que puebla el planeta. Siempre preocupado por ser un buen ser humano: para él esto está por encima de todo. Aquel día lo vi lleno de emociones y coraje para enfrentarse a lo que vendría después, ese después que se esconde en los recuerdos, sentí más dolor por él que por la pérdida de mi abuela: sentimientos de culpa, y dudas. Él le escribió luego versos que tituló, Veinticinco páginas a mi madre. 
En esos momentos recordé una fracción de mi niñez en una corrala de Barcelona: mi padre sentado con algunos vecinos a la puerta de la casa se pasaban el porrón de vino tinto a la vez que compartían tapas de chorizo, queso y jamón traído de sus respectivos pueblos, mientras, en el “tocata” a pilas sonaba Un hombre macho no debe llorar".  Esa fue la primera vez que escuche a Carlos Gardel.
Los hombres machos no lloran, fui educada para creer en ello, y así lo escuché tantas veces, en la calle, en el colegio... Y fue entonces que me pregunté: ¿Habría Gardel llorado alguna vez como mi padre?


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