OCHO MINUTOS Y DIECINUEVE SEGUNDOS Martín Belzunce


Giro el picaporte, tiro de la puerta y salgo dando rápidas zancadas hacia la vereda. Agarrando fuerte el bolso, que cuelga sobre mi hombro, miro hacia la calle pero el taxi todavía no ha llegado. Estoy demasiado ansioso, tengo que calmarme, me digo. Vuelvo a mirar el bolso, que tantos meses ha esperado dentro del armario y me parece increíble que finalmente esté pasando. Lo sacudo para sacar el polvo que ha acumulado durante este tiempo. Salí tan apurado que ni siquiera me fijé si tenía todo lo necesario. Por su puesto que lo va a tener, si nunca lo toqué, pero de todas formas lo tengo que mirar, no puedo evitarlo. Lo abro y me fijo en su interior, no hay sorpresas, ahí siguen estando las mudas de ropas que prepare ansiosamente hace tiempo. Creo no haber subido de peso, por lo que me deberían ir bien. Vuelvo a mirar a izquierda y derecha pero el taxi no llega. Ya va a venir, me digo en voz alta. Esperé tanto que unos minutos más no van a cambiar nada. Miro la hora y caigo en la cuenta de que han pasado solo 8 minutos y 19 segundos desde que sonó el teléfono, me parece increíble o hasta gracioso que en este momento clave de mi vida me reencuentre con ese número curioso. También me sorprende lo rápido que preparé todo, llamé al taxi y bajé. Salí demasiado apurado, debería tomarme las cosas con calma, ya me dijeron que estas cosas no siempre son seguras. Hago las cuentas nuevamente y lo confirmo, el reloj indicaba las 8:13:32 cuando sonó el teléfono, de eso no hay dudas. Eran exactamente 8 minutos y 19 segundos.

Recordar la primera vez que 8 minutos y 19 segundos tuvo algún significado para mí, me distrae del bolso, del taxi y de todo lo que me espera en este día. Debía tener 8 o 9 años. Era una mañana fría de domingo y, como era costumbre, era el único integrante de la familia que estaba despierto. La sala de estar estaba casi completamente a oscuras, solo iluminada por una tenue luz que se escurría por las pequeñas rendijas de las persianas de plástico. El traqueteo de las persianas sacudidas por el chiflido del infaltable viento, junto a la penumbra de los domingos por la mañana, me hacían sentir que ya no solo era el único despierto, sino que más bien era el único habitante de la casa. Esa sensación siempre me gustó. Esa mañana prendí el televisor y puse el canal 11, donde solían dar documentales. El de esa mañana hablaba del universo, de las distancias entre los planetas y otras cosas más complejas que me eran difícil de entender. Con una voz neutra y gruesa, el locutor explicaba porque las distancias hacia y entre las distintas estrellas se medían en años luz. Así me enteraba que para expresar esas enormes distancias era más práctico usar el tiempo que tarda la luz en recorrerlas. Me sorprendió escuchar que la luz tenía velocidad, ya que hasta ese entonces nunca se me había ocurrido. Pero claro, como explicaban en el documental, la luz era tan rápida que no percibíamos su velocidad. De a poco fui entendiendo. Una animación recreaba el viaje de un rayo de luz que partía desde sol y llegaba a la tierra, mientras la voz del documental indicaba que la luz tardaba 8 minutos y 19 segundos en recorrer la distancia entre el sol y la tierra. Para dar un ejemplo más tangible, luego explicaba que, si el sol se apagara completamente, solo luego de ese lapso de tiempo quedaríamos en completa oscuridad. En aquel entonces, me pareció un dato alucinante y por días me imaginé el sol apagándose sin que seamos conscientes del hecho hasta 8 minutos y 19 segundos después. “Pa, ¿Sabías que la luz tarda 8 minutos y 19 segundos en llegar a la tierra?” le pregunté a mi padre durante el almuerzo, presumiendo con el nuevo dato aprendido. Con cierta decepción, seguramente acompañada de cierto orgullo, me di cuenta que ni mi padre ni madre lo sabían. Luego del almuerzo, como era habitual, me fui a jugar a la pelota con los chicos del barrio y obviamente saqué a relucir mis nuevos conocimientos. La verdad es que nadie se sorprendió ni me prestó demasiada atención. Sin embargo, Carlitos, el dueño de la pelota, no llegaba y me dio lugar para seguir insistiendo. “Juguemos a que se apaga el sol y tenemos que aprovechar el tiempo antes de que llegue la oscuridad”, les propuse. Claro que por ese entonces no entendía que no había forma de enterarnos de algo así justamente porque nada viaja más rápido que la luz, pero eso ninguno de nosotros lo sabía. Ernesto, cuyo padre era el dueño de la tienda de electrodomésticos del pueblo, se sumó rápidamente diciendo que controlaría el tiempo, queriendo enrostrarnos que era el único que tenía reloj. “¡Se apagó el sol! Tenemos solo 8 minutos y 19 segundos antes que llegue el fin del mundo. ¿¿¿Qué Hacemos????”, grité corriendo de un lado a otro como un loco. ¡Qué energía que tenía en aquellos tiempos! Algunos me siguieron la corriente con los gritos y las corridas. “Ya fue, juguemos nuestro último picadito gol gana, aunque sea con una pelota de medias”, creo que dijo Ariel, el más futbolero. “Noo, vamos a comprar alfajores”, contratacó Matías, que siempre tenía alguna buena excusa para comer algo. “Qué fútbol y alfajores, si me quedara tan poco tiempo me iría al bar de la ruta a ver una mina en bolas”, saltó otro, que ya no me acuerdo su nombre pero que era el más grande del grupo. Ernesto nos dijo que todavía nos quedaban 8 minutos. ¡Cómo podía ser que haya pasado tan poco tiempo! Pronto nos aburrimos y nos dimos cuenta de que 8 minutos y 19 segundos era demasiado largo para una cuenta regresiva y, a su vez, demasiado corto como para hacer algo interesante. Por suerte, Carlitos llegó con la pelota y nos salvó del aburrimiento. Tal vez aquella fue la primera vez que tomé conciencia de lo subjetivo que era el paso del tiempo, de lo lento que podía ser por momentos mientras que, por lo contrario, en otras ocasiones volaba.

Ahora, apoyado contra la pared mientras espero el taxi, entro en razón que así de contradictoria había sido mi espera todo este tiempo. Era corta para hacer algo significativo de mi vida porque el llamado podía llegar en cualquier momento. Y a su vez se hacía eterna porque ese momento nunca llegaba. Hoy la espera parecía haber llegado a su fin, aunque me cueste créelo. Hace rato que cada año todo se hace más cuesta arriba. Levanto mi pierna izquierda y apoyo la planta del pie sobre la pared. Miro hacia el cielo, el sol me encandila y me es más fácil olvidarme en dónde estoy y hacia dónde voy. La calma de un domingo de la mañana, sin gente alrededor, siempre se siente bien. Parece ser que hay cosas que nunca cambian. Escucho el motor de un auto acercándose, debe ser mi taxi. Me subo, siempre con mi bolso al hombro. “Buen día, como le comenté por teléfono, vamos a la capital, al Hospital Español”, le indico. Por suerte me contesta con un seco “Buen día, como no.”. Parece que el taxista no es de los que les gusta hablar y preguntar cómo anda uno, si voy a ver a un familiar, o si trabajo en el hospital y estoy de guardia. Porque de lo contrario no me quedaría otra que mentirle. O tal vez no, y contarle que voy al hospital a recibir un trasplante de riñón, que esperé 1325 días para que llegara este día, que alguien se tuvo que morir para que esto pasara, que mientras su familia lo llora yo tengo la ilusión de no conectarme m ‘as a una máquina 4 horas tres veces por semana, de volver a tener una vida. Luego me preguntaría si nadie me acompañaba y otra vez debería inventarle alguna mentira, o simplemente, ya en confianza, le diría que no le avisé a nadie que me habían llamado porque la espera me fue encerrando en mí mismo, además de que ya he aprendido a lidiar con esto por mi cuenta, que no me gusta ser una carga para nadie, pero que tengo miedo como cualquiera. Y, por su puesto, que gracias por la charla, porque contar estas cosas puede ser necesario y con un extraño siempre es más fácil… El timbre de mi teléfono interrumpe mis diálogos imaginarios y me trae de nuevo al asiento trasero del taxi.

En la pantalla veo el número del Hospital y no quiero atender, simplemente no tengo el coraje para hacerlo. Lo dejo sonar y sonar. El taxista me mira a través del espejo retrovisor. “¿No atiende?”, me pregunta y con solo eso basta para que lo haga. Del otro lado escucho la misma voz que esta mañana, que me da explicaciones y explicaciones que ya no quiero escuchar. No escucho más que una voz distante que se aleja, que se pierde. “Volvamos”, le indicio al taxista. El riñón no sirve y para mí es como si se apagara el sol pero, esta vez, ya no quiero esperar ni siquiera 8 minutos y 19 segundos.

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