A SOLAS Karmel Almenara
Suave,
cálida, mullida, como aquella vez que agarré tu mano con los guantes puestos de
camino a la escuela. Mis dedos desnudos, largos y llenos de terminaciones
nerviosas, se hunden en una sedosa superficie que lo cubre todo, como la de la
gata de angora, aquella a quien un coche arrancó de este mundo antes de lo
previsto. Te encantaba aquella gata y te sentiste culpable de su destino.
Noto
la sensación de calor de su cuerpo atravesando las yemas de mis dedos, una
agradable sensación que reconforta mis manos frías y cansadas de toda la
semana. Los pliegues de su jersey morado, con su tersa superficie de lana fina,
parecen montañas dibujadas por el boli de una niña. Y en mi cabeza, llena de
los mil pensamientos de un sábado tan diferente y tan como otro cualquiera, las
imágenes en sepia, recuerdos de un pasado reescrito y siempre más agradable, se
mezclan con la sonrisa estúpida de adolescente que aún sigue en mí, pese a
tantos años y vivencias, pese a no poder darte la mano al ir al colegio, pese a
no volver a acariciar de nuevo a la gata
gris ceniza, pese a no ser capaz de salvar a la niña que se esconde bajo la
mesa diciendo que no puede más, tu recuerdo me invade al tacto de ese jersey.
Me
deshago en cuanto puedo del agarre, más prolongado de lo que quería debido al
asalto de los recuerdos, y me dispongo a continuar con la conversación de modo
casual, como si nada hubiera pasado, como si no hubiera sufrido otro de esos
episodios que el terapeuta me dijo que se irían reduciendo.
Él
me mira un poco descolocado, pero piensa, imagino, que quería sostenerlo en mis
brazos algo más de tiempo. No sospecha nada.
-
Será sólo un fin de semana, cariño. - Me asegura poniéndose la chaqueta y
dándome un beso en los labios.
-
Que vaya todo bien. - Me despido sonriendo levemente desde la puerta y
cerrándola con llave. Aún sostengo el sobre abierto en la mano.
Ahora
volvemos a estar solas las dos. Yo soy yo, y luego está ella, la que siempre
tiene algo más que decir, la que me rebate todo, la que se pelea conmigo y me
hace la vida imposible. Esa que hace comentarios mezquinos acerca de aquellos
que me importan, y que a veces malmete para que me enfade por cosas que no
tienen tanta importancia.
Le
he dicho que se calle, que voy a desayunar y a ver la televisión, que me deje
en paz. Necesito despejarme un poco de lo que acabo de leer, poner mis
pensamientos en orden.
El
café caliente llega a mis labios y se desliza por mi garganta transportándome
de nuevo al pasado. Huele a café recién hecho, como siempre. Lo que más echo de
menos de mamá es desayunar juntas en la cocina, antes de que nadie se
levantara, antes de que todo cambiara, antes de separarnos para siempre.
-
Pero no todo era maravilloso - Se empeña en repetir, destruyendo el ensueño.
- Ya
lo sé, - Suspiro.- pero soñar es gratis.
-
Ella nunca te quiso.
-
Deja de decir sandeces.
-
Sabes que es cierto, a él siempre lo quiso más que a ti.
- ¿Y
qué? Yo también tuve que quererlo. Además, ¡eso ya no importa!
A
veces me pone enferma, siempre tiene que buscarle lo negativo a todo.
Miro
el reloj y me dispongo a salir a la compra. He hecho la lista de las comidas y
de los productos que tengo que comprar, como ella me enseñó. Me viene bien
salir un poco para despejarme, me angustia estar encerrada, es un sentimiento
claustrofóbico que me inunda cada vez que paso más de veinticuatro horas en la
casa.
-
Sabes el porqué.
-
No... bueno sí, pero no viene al caso. Lo tengo muy superado.
-
¿De verdad?
-
Sí, claro.
-
Pues dilo en voz alta.
- No
quiero, ¡cállate ya!
- ¿O
qué? ¿Me vas a echar? Jajaja. Sabes que no puedes. No sería la primera vez que
lo intentas. No eres nada, no vales nada, no tienes ninguna fuerza. No eres más
que una niña llorona y estúpida que nunca ha sido capaz de enfrentarse a la
verdad.
-
¡Cállate!
-
¡No quiero! Voy a hablar y me vas a escuchar. Ahora que al fin estamos solas,
ahora que soy libre para expresarme, ahora que ella no está para callarme con
sus patrañas, me vas a escuchar. No vales nada, no eres nada, das pena, nunca
has sido capaz de salvar a nadie, ni siquiera a ti misma, eres una cobarde. ¡No
eres más que una niña asustada, como cuando te escondías debajo de la mesa!
-
¡Cállate he dicho!
Me
tapo los oídos con las manos, pero todo es inútil, sus gritos son más fuertes.
-
¡Nadie fue a salvarte a ti, imbécil! ¡Ella se preocupaba más por el mequetrefe
de papá , con todo lo que le había hecho, con todo lo que me había hecho, con
todo lo que nos había hecho...! ¡Y aún después de muerto teníamos que seguir
mintiendo por él, por ella, por sus malditas apariencias!
Sus
gritos y sus llantos se mezclan con los míos.
Sólo
veo lágrimas, todo está borroso.
-
Ella se ha ido, ya no tenemos por qué ocultarlo más. Si hasta quería a su gata
más que a ti, por eso la dejamos escapar, ¿verdad?
-
¡Que te calles!
Mi
furia no es controlable, las lágrimas y los gritos se suceden en mi cabeza y en
mis ojos. Tomo el abrecartas de la mesa de café, ese con el que había abierto
la misiva que me traía la noticia de su muerte.
El
contraste frío del mango con el calor de mi mano me hace estremecer, pero el
frenesí es imparable y la hago callar de una vez y para siempre.
Hace calor y frío. Ya se ha
callado. Todo se vuelve oscuro. Siento el pulso en las sienes y la alfombra en
mi rostro suave, cálida, mullida.
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