A MEDIANOCHE Ana Isabel Frisholm

 

Parada en la puerta, recordé que la última vez que había entrado en un casino fue el día en que lo perdí todo. La noche fría, las luces de los taxis encandilando mis ojos, los pitos del tráfico, el ruido del vaivén de las puertas giratorias. Los pasos de los zapatos de tacón y los abrigos largos, las risas, el olor a cigarrillo. Yo sentada en la orilla del andén con el maquillaje corrido por mis ojos ahogados en llanto. ¡Ya que más daba! Y esa fue la noche en que vi por primera vez a Sven, cuando él apareció a rescatar a su hermano del mismo hueco en el que estaba yo. Ese día él se acercó y me salvó, y yo le juré nunca más jugar.

Pero le fallé. Me fallé a mí misma. No sé cómo pasó, no sé en qué momento sucedió. Sólo sé que pensé en Sven, en mi amor incondicional. En lo mucho que lo he querido y lo feliz que he sido con él. Supe que lo que hacía lo hacía por él, pero también supe que le había fallado.

 

   

Todo empezó con aquella llamada. 

A media noche había sonado el teléfono con insistencia; y estaba claro que una llamada de Christian a deshoras no podía ser para nada bueno. Y no lo era.  Sven estuvo sentado durante un largo tiempo mientras escuchaba atentamente a su hermano hasta el final. Después de quién-sabe-cuántas-cosas, había permanecido estático con el teléfono en la mano. Yo estaba sentada a su lado, en silencio, para confirmar lo que estaba más claro que el agua. Y es que todas las llamadas de la familia de Sven son así: silenciosas pero llenas de pura dinamita.

Cuando pudo decir algo, me apretó la mano suavemente como para sacarme de mis recuerdos y respondió a mi sospecha asintiendo la cabeza. Era de nuevo el azar haciendo de las suyas. No quise decir nada para no echar más leña a su fuego, porque ya con su hermano ardía bastante; pero a mí me hervía la sangre de ira, porque todo lo que tuviera que ver con Sven por algún lado me untaba a mí. Hacía dos meses había sido la misma historia con la madre, y esta vez era de nuevo Christian.

La tarde anterior a la llamada Christian había venido a casa a cenar con nosotros, y le había pedido a Sven que le prestara algo de dinero diciendo que tenía “poca liquidez”. El padre, que conoce bien las lágrimas de Christian, no le suelta dinero; la madre por su lado no tiene ni un céntimo, y Christian, que no tiene remedio, no tiene ni un centavo más porque todo se lo ha jugado en casinos. Y con ese número de cualidades familiares, Sven no tiene otra opción que resolverlo todo él, así que le prometió a su hermano que iba a buscar cómo financiarlo.

Temprano en la mañana, después de ese mal dormir por la llamada a medianoche, nos pusimos en pie para solucionar cosas. Empezamos por darnos una ducha y tomarnos un café, bien cargado, para poner al cuerpo en marcha y empatar con la cabeza. ¡Es que un cuerpo aletargado es una pésima compañía para un cerebro que tiene que pensar a mil por hora! Especialmente el cerebro de Sven, que tenía una bomba de tiempo en su contra: el banco, el préstamo, el auto, el abogado.

 

 

Mientras Sven buscaba soluciones, yo recordaba el día en que conocí a sus padres en la casa de campo. Estaban sentados en la bañera exterior, no entendí cómo, en un agua que casi hervía, que era como “pa’pelar pollos”. A través del vapor caliente, pude entrever sus caras en dirección a mí, un poco inexpresivas pero mirándome fijamente. A lo lejos y sin mucho aspaviento sacaron del agua cada uno un brazo para saludarme desde la distancia y de inmediato se volvieron a escurrir para seguir relajándose. Mis ojos los miraban con entusiasmo y mi corazón latía que se salía del cuerpo y así desde la puerta me acerqué aceleradamente a saludar a padre y madre, con esa rara calidez que me caracterizó siempre. Pero cuando desprevenidamente los vi de más cerca, desistí rápidamente del previsto abrazo, tratando de no prestar atención a las pelotas sumergidas en el fondo de la bañera, ni al par de tetas flotando, el más grande que había visto en toda mi vida. Porque los dos estaban en esa bañera completamente empelotos.

En resumen, el saludo fue generosamente introvertido por mi parte, y por la de ellos generosamente parco. 

Enseguida me invitaron a entrar al agua con ellos, pero para ser honesta, en esa mala figura en la que estaban yo no habría aceptado entrar allí, ni para refrescarme ni para relajarme, ni aun cuando hubiera estado tapizada de pies a cabeza. Nunca me he sabido relajar “a calzón quitao”, y si bien pude haber hecho uso de mi traje de baño, por un lado hubiese rayado por exceso de ropaje y por el otro, el paisaje que tenía para ver no me deleitó ni aun cuando involuntariamente se me hubieran ido los ojos para mirarlos. Miré hacia arriba, me rasqué el ojo, miré hacia abajo, me rasqué el otro, pero nada. Lo mejor en ese caso era ¡irse! 

En cuanto a Sven, no fue sino llegar y desaparecerse, y yo que encima tenía tantas ganas de orinar como de tragármelo vivo por dejarme sola de bienvenida, escaneaba el lugar intentando inútilmente encontrarlo, pero no hubo caso. Así que sin mucho rodeo pedí usar el baño porque venía reventándome. La bañera exterior estaba situada a mano izquierda, a mitad de camino entre la casa y la letrina que me señalaron. 

Pero yo en mi mal entendimiento del primer mundo, no entendía de qué me hablaban cuando se referían a la letrina. A media distancia se abría una puertica roja de madera medianamente pequeña, rústica y mal ajustada, de la cual vi de pronto salir a Christian que venía sobándose enérgicamente ambas manos en su ropa. Con una sonrisa de oreja a oreja llegó a mí de tres zancadas, me estiró la mano igual que siempre y me dijo:”¡Hola de nuevo!”. Y más me demoré yo en extenderle la mano para responder al saludo que él en empelotarse en mi nariz y abrirse de patas para meterse a la bañera. Le ví absolutamente todo desde atrás. ¡Con decir que hasta sé que terminó de limpiarse las nalgas en esa sentada! 

Yo aproveché el saludo de Christian, me excusé con los bañistas, y descubrí tras las indicaciones que la puertica roja de dónde él había salido era la misma a la que yo me dirigía. A medida que me iba acercando fui empezando a sentir un ventor incómodo y desconcertante, y me vino a la mente el sobo. La mano. El apretón. Las nalgas. ¡Y se me puso la piel de gallina! 

Aquello era increíble. Uno va entrando al cubículo y el olor putrefacto revuelve el estómago y da agrieras de esas que dejan un ardor en la garganta que ni se va ni se olvida. Solo con levantar la tapa del sentadero de madera gastada, se veía un cajón que daba revoltura. Me dejó mella cerebral pensar en el dedo que usé para tocar la tapa y no poder limpiarme, porque en una letrina no hay con qué. El cajón es de tamaño gigante, repleto de distintas heces de muchos días con sus respectivos papeles usados, más un aserrín que se echa por vez de uso, disque para evitar el olor y las moscas. ¡Me río del aserrín! Cuando uno se sienta da la sensación de que las moscas se pegan a las nalgas, o de que uno se va a ir por el hoyo.  ¡Sentarse en ese lugar es tan mortificante que hay que tener una necesidad la berraca!!! 

Con esa experiencia para arrancar aquella visita quedé estreñida “ipso-facto”, como si estuviera cosida por dentro. Aunque las ganas de orinar no dan espera, y tuve que sacar fuerzas de donde no tenía para bajarme los calzones y sentarme, y luego para soltar. Claro que no todo fue malo: dejar salir el chorro después de aguantarlo tan largo y tan fuerte me dio tantísimo placer que me puso otra vez la piel de gallina. 

Después de salir de la porquería de letrina, encuentro la bañera con cuatro cabezas: Papá, Mamá, Christian y Sven. Todos apeñuscados en el agua y todos en bola. Y con tantas novedades en un mismo día, no hubiera podido imaginar lo que venía después. 

Los padres de Sven nos hospedaron al lado de la casa principal, en una casita aledaña casi pegada a la grande. Si ya en la grande escaseaba la luz, se restringía el uso del agua y tocaba tirar letrina, donde dormíamos era una cosita de nada, situada sólo como a veinte pasos pero con grado diez de dificultad. La casita la habían hecho para hospedar a la abuela, que a juzgar por la dificultad de acceso debían de quererla como a los pétalos de la margarita: mucho, poquito, nada. Era como una tacita de té para muñecas: diminuta, de madera, amoblada con cama y recubierta con un polvero que da pulmonía de solo recordarlo, porque allí no se había hospedado nadie en siglos. Que yo sepa, la abuela agradeció la casa pero no se atrevió a habitarla hasta que se murió. Y para llegar a ella había que atravesar ese musgo del norte, rojizo y espeso, que al pisarlo inadvertidamente da un tirón de medio cuerpo hacia abajo que facilito disloca la cadera. Así estuve, de rodillas, entrando y saliendo todos los días de mi visita. Y así fue como aquella primera vez que vi a los padres de Sven, estuve contando las horas para llegar y para irme, habiendo tenido que orinar cada noche como los perros en la puerta. Cuando por fin nos fuimos me subí al auto, cerré mis ojos y lloré y lloré un mar de lágrimas. Nunca había podido explicarle a Sven lo que sentí entonces: la soledad de familia, la incomprensión, las costumbres ajenas.

 

    

La segunda llamada de ese día fue a las nueve en punto: era del casino. 

”Sí, soy yo”, dijo Sven, y de ahí en adelante durante los eternos segundos de la corta llamada solo se pudo oír “¿Cómo?... ¿pero cómo puede ser?... Ok. Ok. Ok.“ Cuando colgó la comunicación, poniéndose las manos en la cabeza y mirando al suelo apenas logró decir: “Necesitamos el dinero del auto y tal vez un poco más”. En ese momentico la noticia me cayó tan de sorpresa que me entró por un oído y me salió por el otro, pero en cambio Sven se quedó como si lo hubieran cogido a batazos, ¡destrozado! Cuando pude reaccionar me envenené contra todos pero más contra él, de verlo trabajar como burro y saberlo tan débil de carácter. Y envenenada conmigo también, por mi mala suerte, la suerte del auto y de los ahorros que habíamos juntado con tantas horas de esfuerzo y con tanta ilusión, para nada. Porque como siempre con su familia todos los eventos son como tsunamis: se ven lejos, pero cuando llegan arrasan con todo.               

Sven colgó la llamada del casino y de inmediato marcó al abogado de siempre. En ese momento no había tiempo que perder, la suerte estaba echada. Eso fue como rebobinar un disco. El abogado respondía las preguntas de Sven con las mismas palabras de la vez anterior; mientras a su vez Sven le hacía al abogado las mismas preguntas de la misma otra vez. Era como rebobinar otro. Fue la llamada más estúpida que he presenciado en los años que conozco a Sven. Y la respuesta no tenía necesidad de salir de boca del abogado para saberla de antemano: mandar a toda su familia a la mierda, o ir al casino y pagar la deuda. Antes había pagado la insensatez de la madre, que nunca da pie con bola; y ahora la desfachatez de su hermano. Las fortunas que Sven ha pagado en las ruletas donde no ha jugado no tienen nombre. Y esa es la piedra en el zapato que tengo con él, por todo lo que ha trabajado y ha gastado en su familia sin objetar nunca nada; por todo lo que yo he trabajado para que sigamos en la maldita calle. 

Sven quiso que lo acompañara al casino a pagar la deuda, y yo sin darle mucha vuelta, como para olvidarme de mi mala suerte, acepté. No había pisado un casino en los años que llevo de conocerlo, pero me puse mi mejor vestido, eché mi vieja alcancía en el bolso y con ello también puse lo mejor de mí; me senté por última vez en mi auto y arrancamos rumbo al casino. De camino solo el silencio nos acompañaba y yo iba pensando en la casa, en el auto, en la deuda, en él, en mí. Y también pensé en su familia, en su hermano, en la llamada, en todo lo que les resiento y en lo infeliz que me siento… ahora se iban, junto con el auto, todos nuestros ahorros. Sólo nos quedaría lo que llevábamos puesto. 

Cuando llegamos al casino le apreté fuerte la mano, lo abracé, y caminamos juntos hacia el abogado y a la oficina de pagos del casino. Yo me quedé afuera, no quería asistir a una escena tan penosa para ambos. El tiempo empezó a pasar y entonces empecé a sentir, como no lo había sentido en todos esos años, la atracción de aquella puerta giratoria detrás de la que tantos desdichados tentaban su suerte o su ruina. Palpé la alcancía, el último dinero que nos quedaría, sin tener claro por qué la había metido en el bolso antes de salir de casa. No sé cuánto tiempo pasó, no sé cómo pasó. Me perdí en la obsesión. Lo aposté todo y más. Y esta vez la suerte se puso de mi lado. Recuperé el dinero de la casa, del auto, y de los ahorros. Gané lo que nunca jamás imaginé tener. 

A la medianoche uno de los empleados del casino me llevó hasta la mesa donde Sven, después de dejar saldada la deuda en la oficina de pagos, estaba esperando por mí. Yo quería decirle que yo había ganado y ganado hasta más no poder pero su mirada estaba llena de tristeza y no quiso mirarme. No quiso escucharme.

Sin decir una palabra, con mi fortuna en el bolso, sin atreverme a mirar atrás, caminé hacia la salida del Casino. Crucé la puerta y cuando se cerró detrás de mí no sentí ya ni amor ni rabia. No sentí nada. 

Tomé un taxi hasta el mejor hotel de la ciudad para empezar mi nueva vida. Y desde ese momento Sven no ha sabido nunca más de mí.

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