CAFÉ INTENSO Javier García Duran

 

Aunque apenas medio metro separaba a ambos en aquel antipático despacho, sólo se miraban por el rabillo del ojo. Muy de vez en cuando uno de los dos tosía tímidamente, como para aclararse la garganta, pero al final ninguno decía nada. Permanecían sentados, en silencio e inmóviles. Cada uno en una silla, a un lado de la mesa. Al otro se sentaba el abogado, también callado y con la cabeza gacha mirando un tocho de aburridos papeles grapados. Sólo la levantaba para mirar de vez en cuando su taza de café, al que le daba vueltas con una cucharilla para enfriarlo y disolver un azucarillo.

Al menos tenían el consuelo de que no eran plenamente responsables de aquella ruptura. Él tenía una hermana. Ella tenía un hermano. Y cuando éstos irrumpieron en la vida de la pareja, su relación se derrumbó trágicamente como un castillo de arena en la playa que los hermanos siniestros habían derribado. Realmente, pensó en ese momento él sin evitar que una sonrisa amarga se dibujara en su boca, esa fue la verdadera causa por la que tenían que romper su matrimonio: la aparición de los hermanos.

El abogado firmaba una hoja, pasaba de página y volvía a estampar su firma de serio profesional en otra distinta. Cuando todos hicieran lo propio, el divorcio se haría oficial. Atrás quedarían las noches donde se sentaban a hablar de ellos, de su relación, para intentar encontrar una salida a aquel laberinto emocional. Noches que se convertían en amaneceres a través de conversaciones nerviosas pero respetuosas, tensas pero pausadas. Discusiones sensatas y negociaciones interminables a modo de exhaustivo estudio de los pros y los contras, de los posibles daños colaterales, los efectos secundarios y las futuras explicaciones a dar. Conversaciones donde el conflicto residía en si debían de seguir juntos soportando la vergüenza, o por el contrario vivir separados y cargar con una culpa inmerecida.

El matrimonio quedaría atrás, casi como una anécdota más en sus biografías. Pero sabían que el amor, sin embargo, no. El amor no se va tan fácilmente, por mucho que un matrimonio se rompa. El amor es como una mancha de vino en la camisa, se adhiere a ésta con suma facilidad, pero resulta dificultoso deshacerse de ella. Muy dificultoso. Aunque a veces, como sucedía en esta ocasión, el amor no es suficiente.

Mientras permanecían sentados en aquel despacho y como si lo hubieran pactado anteriormente, ambos recordaron al unísono la historia de su cafetería  favorita, donde en una tarde lluviosa de otoño había dado comienzo todo. Ella iba a pedir un descafeinado cuando fue interrumpida, él se adelantó para pedir su propio café, sin percatarse de que se estaba colando. Un poco avergonzada y con media palabra en la boca, lo miró y le entró la risa. Puede que fuera por su cara de tonto al percatarse de lo que había sucedido, pero en cualquier caso fue la primera vez que le haría reír, aunque no la última. Él miraba de un lado a otro con la cara sonrojada, sin saber qué hacer ni qué decir, pasándose la palma de la mano sudorosa por la nuca repetidamente. Sólo se le ocurrió invitarla y ofrecerle que se lo tomaran juntos, para poder pedirle disculpas como era debido.

Se sentaron en una mesa al lado de una cristalera que daba a la calle, desde donde se les podía ver sentados en la cafetería a través del cristal. En su reflejo se veía como las hojas de los árboles caían al mismo ritmo que los temas de conversación entre ambos. La charla seguía fluida y agradable, confesiones, risas y anécdotas con sabor a café tostado. Empezó a durar tanto, que el cristal ya no reflejaba árboles caducos, sino calles cubiertas de nieve y carreteras marcadas por el surco que dejaban los coches.

La conversación continuaba y la nieve se convirtió en polen en suspensión y en gorriones posados en las ramas, las cuales comenzaban a florecer de manera vertiginosa; no había ya quien las parara.

Cuando llegaron los calores, ella ya no bebía descafeinado, y no sólo en su taza había restos de carmín rojo; los labios de él lucían como una rosa silvestre.

Para cuando el cristal volvió a reflejar árboles despeinados y hojas muertas en el suelo, él ya le agarraba la mano con dulzura y cariño. Y para cuando reflejó de nuevo ramas cubiertas de nieve, hacían planes de vacaciones en pareja. A la siguiente primavera veían fotos en las que salían juntos, sus particulares pinturas artificiales de recuerdos.

Y al siguiente otoño, cuando ella se llevó la taza a la boca, en el cristal se reflejaba su dedo anular vestido con un comprometedor anillo de oro blanco. El círculo de amor se había completado con un matrimonio basado en un flechazo de café intenso.

Con el tiempo, habían descubierto que tenían historias con un punto en común, y eso había hecho que se unieran mucho. Ambos habían crecido en un orfanato, y la intriga, desesperanza e incertidumbre que les provocaba el tener unas partidas de nacimiento vacías y huecas, rellenas con tinta ciega para dejar constancia de esos nacimientos desconocidos, los unían en un único destino. Compartieron pañuelo de lágrimas al comprobar que ambos habían tenido una infancia solitaria y unas amistades que iban y venían, según hubiera más o menos adopciones, hasta que por fin alguien decidió que tenía paternidad de sobra para darles. Los padres adoptivos de cada uno habían criado a dos personas maravillosas, sensibles e intensas, que estaban predeterminadas a significar algo el uno para el otro.

Pero en el momento que decidieron escarbar su pasado e intentar encontrar una identidad para sus respectivos padres, no imaginaron, ni siquiera intuyeron, los problemas que empezaban a destapar. Nunca habían sospechado que encontrar la huella de su pasado iba a ser la carga  que complicaría su presente. Nunca hubieran podido imaginar que descubrir que ambos tenían un hermano iba a ser el principio del fin de su matrimonio.

Cuando llegaron al despacho del detective que contrataron para encontrar a sus padres, lo hicieron con los bolsillos llenos de ilusión y de amor de pareja. Cuando salieron, lo hicieron casi por separado y uno delante del otro, con nombres distintos y con una losa de amor fraternal cargando sobre sus hombros. Desde ese día, su mujer se convirtió en su hermana y su marido se convirtió en su hermano.

El abogado les entregó el documento de divorcio listo para firmar. El sonido de los bolígrafos trazando siluetas ilegibles sobre el papel sonó como el portón de hierro de un orfanato al cerrar.  El matrimonio que había entrado en aquel despacho se diluyó en segundos, como el azucarillo del café del abogado.

Salieron de allí y se montaron en sus respectivos coches, partiendo hacia un destino inevitable: su cafetería favorita, a compartir una vez más ese irresistible café intenso.


Comentarios

Entradas populares de este blog

CHIRU CHIRU Denisse Vargas

EL CAMISÓN BLANCO Daniela Trapé

LA REGLA DE ORO Jorge Chartier