A LA LUZ DE LA LUNA Carmen Almenara

 

La luz de la luna ilumina mis manos, mis dedos cansados y maltratados se hacen visibles en su tono gris azulado. Al mirar al cielo, como en una plegaria, descubro las estrellas brillando ahí arriba pese a todo lo que hay aquí abajo. Las estrellas, esas guías del destino tanto en lo literal como en lo más abstracto. El destino es una palabra extraña, como el futuro, palabras prometedoras y al mismo tiempo traicioneras.

¿Te acuerdas de Pepe?, tu voz suena con ese tono de pillo tan tuyo, como intentando atraer mi atención hacia algo menos doloroso.

¿Pepe? ¿Pepe El Tortas?, respondo de inmediato como volviendo de un mal sueño.

Pepe El Tortas era uno de nuestros amigos de la infancia. Había llegado al colegio al final de la primaria y nadie le andaba haciendo mucho caso. Por aquel entonces Pepe a secas, era un chaval delgaducho y con la cara llena de mocos, pero aquel día nos faltaba uno para ganarle el partido a los de la banda del Cucas. Ese marrullero del colegio de al lado que tenía fama de matar las cucarachas de su casa a pedradas con el mismo acierto con el que nos pegaba pedradas al salir de la escuela a veces.

Invitamos a Pepe, antes de que se llamara El Tortas y aquel día nos hizo ganarles a los del Cucas. ¡Estábamos tan contentos! ¿Te acuerdas? Fuimos todos a celebrarlo a tu casa porque tu padre, el panadero, nos había hecho tortas de almendra y tu madre había hecho el chocolate. Nos pusimos de comer hasta reventar, pero Pepe, que se comió más de media bandeja de tortas, recibió aquel día no sólo la aprobación de la escuela, sino el mote de El Tortas.

¡Pues claro que me acuerdo! continúo la conversación entre pensamiento y pensamiento, intentando concentrarme en aquellos años.

Me caía bien Pepe, era buen chaval. ¿Y te acuerdas de La Mami? Vuelvo a oir tu voz ahora un poco melancólica. Pero al mencionar a La Mami suenas más como cuando éramos dos nenes y nos poníamos a hablar de la hija del molinero, La Empaná, que se llenaba el culo de harina cuando por la noche se llevaba a los mozos al almacén detrás del molino para enseñarles los placeres de la vida.

Claro que me acuerdo de La Mami. Lucía, o La Mami, como a conocíamos todos, era la hermana mayor de Pepe. La llamábamos así al principio porque se comportaba un poco como la madre de todos, evitando que nos metiéramos en más líos de los necesarios y ayudándonos en nuestras guerrillas contra el Cucas. Pero después fue La Mami porque era la muchacha con más porte y mejor trasera y delantera de todo el pueblo.

¿Recuerdas aquel cumpleaños en el que a Pepe le dieron una pedrada en el brazo los del Cucas y a mí me abrieron la cabeza los cabrones? Aquello no fue nada pero nos pareció un mundo eh... Ahora me suenas a sonrisa al tiempo seria, socarrona, como la de aquel que se acuerda con añoranza, cariño y alegría, pero por las razones equivocadas.

En el treceavo cumpleaños de Pepe tu padre le había regalado una tarta de bizcocho. La familia de El Tortas era muy pobre porque el padre había muerto por borracho, o por un ajuste de cuentas, eso nunca nos quedó claro. La madre se había tenido que poner a limpiar para poder seguir tirando y La Mami tuvo pronto que dejar la escuela pese a la discusión con la maestra porque “había que comer antes de estudiar” y “total de qué le servía a la niña nada más que leer y hacer cuentas si para lo que iba a hacer en la vida no le iba a valer nada más”, como remató la madre a la maestra aquel día: “los libros no iban a poner el pan en la mesa”. Al final la Lucía también se puso a limpiar. No había mucho dinero en la casa, pero era una familia honrada y muy decente.

En aquel cumpleaños, después de la fiesta nos pusimos a jugar a los indios, pero apareció la banda del Cucas y nos tiraron piedras. A Pepe le rozaron el brazo pero ni se inmutó, les respondió tirando piedras más gordas, aunque no le llegó a darle a nadie. El pobre tuvo muy mala puntería hasta el final.

Sí, me transporto a aquellos momentos.  A ti te dieron en la cabeza y, aunque te quisiste hacer el machote delante de La Mami, acabaste llorando y ella te llevó a comer un helado para que te repusieras un poco mientras nosotros seguíamos allí jugando. Mantengo la misma sonrisa que esconde la añoranza de tiempos mejores.

Aquel día le di un beso en las tetas a La Mami. Lo sueltas así, de imprevisto, como aquel día que me dijiste que le habías robado el tabaco a tu padre, y me echo a reír en una carcajada de las antiguas, de las que pensaba que ya no me quedaban. ¡Siempre el mismo tunante! No cambiarás nunca.

El silencio me invade de nuevo.

¿Qué tal un cigarro? Suspiro mientras saco un pitillo del bolsillo y lo enciendo con la cerilla. El calor y la temblorosa luz de la lumbre me recuerdan el día de nuestro primer cigarrillo. Lo hicimos del tabaco que le habías robado a tu padre. Nos llenó los pulmones de humo y tosimos hasta llorar detrás de la tapia del cementerio. Donde íbamos a desmadrarnos para que nadie se enterara, antes de que se convirtiera en parte forzosa del nuevo y más temible campo santo.

No, gracias, ya tengo yo. Ahora fumo negro, me calma mejor los nervios. Ahora tu voz suena totalmente ajena a mis pensamientos mientras te pones a fumar. ¿Qué fue de vosotros cuando me fui?

¿Qué fue de nosotros? Qué pregunta tan sincera y cruel a la vez.

La Mami se casó con Lucas, el médico del pueblo y tuvieron dos chiquillos. Creo que van tirando, pero lo último que supe es que a él lo habían llamado del hospital de campaña. Nunca es buena señal si estás en el hospital de campaña, quién sabe lo que será de ellos. El suspiro me invade los pulmones con el humo del cigarro. Pero Pepe no duró dos meses, después que empezó todo. Me invaden la amargura y pesar en el corazón, Para que sepas que esto no es un juego de indios como cuando éramos niños, que no puede acabar bien. Aquí no está La Mami para llevarnos a comer helado o evitar que los mayores nos riñan.

Ahora recuerdo como si fuera ayer el día de tu partida. Aquel día fue muy triste para todos, te fuiste a la capital a trabajar de pasante en una oficina y nosotros nos quedamos allí, en el pueblo, atrapados en el tiempo, pero libres quizás de otros males peores. ¿Estarás pensando lo mismo que yo? ¿Te estarás acordando de cómo, al irte, nos sentimos un poco abandonados? ¿Te sentiste tú igual?

Pobre Pepe, nunca lo acompañó la suerte. Vuelve tu voz.

La suerte es una ramera que se va con el mejor postor y Pepe nunca tuvo dinero, respondo con ironía como cuando discutíamos las reglas del partido de fútbol con el árbitro del pueblo. Quizás pienses que Pepe era muy torpe o débil, o que no supo aliarse con el equipo ganador. Quizás esto no es más que un complejo partido de fútbol para ti. No lo sé. A veces me pregunto si estás ahí, si mi amigo, mi mejor amigo de tantos años, mi hermano, alguien con quien compartí mis juegos de la infancia, mis primeros amores y desamores, quien estuvo conmigo en las duras y las maduras, alguien que cantaba conmigo canciones que podían habernos costado el cuello, puede haber cambiado tanto.

¿Sigues ahí? Pregunto, pero no hay respuesta.

Quizás Pepe seguiría vivo si se hubiese venido conmigo a la capital, si hubiese estado al otro lado. Resuena tu voz en la lejanía. Y quizás tengas razón. Quizás si Pepe… No, Pepe murió defendiendo con pasión lo que amaba, su pueblo, su libertad de decisión, la igualdad y el no tenerle que servir al señorito de turno. Pepe era un camarada y un compañero, y además era tu amigo. Tú lo conocías igual que yo. No hubiera encajado en la capital, no se hubiera dejado convencer. Además su puntería hubiera sido la misma, sonrío con amargura.

No importa el bando en que estemos, ¿verdad?, susurro ahora esperando que me oigas de alguna forma.

Recuerdo con nostalgia nuestros años de infancia y adolescencia. Últimamente los recuerdo más y más a menudo. Esos años en los que éramos realmente libres, en los que hablábamos de las mozas del pueblo, en los que fumábamos a escondidas e íbamos a los bailes del pueblo, en los que nos reuníamos para jugar al fútbol o ir a pescar en vez de ir a misa. Recuerdo los años de antes de esta guerra. Quizás había miseria y hambre que nos oprimían, pero tú estabas allí conmigo, siempre. Mi mejor amigo, mi hermano.

Tú siempre has sido el inteligente, el más listo de los dos, por eso te fuiste del pueblo, para buscar un futuro mejor. Me pregunto cómo sería tu vida en la capital. Siempre pensé que estarías luchando a nuestro lado, como cuando nos peleábamos con los del Cucas.

Esto último lo he pensado con dolor. Te conozco y sé que estarás seguro de tus convicciones, quizás ciego por ellas. ¿Estaré yo igual de ciego? ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Es este enfrentamiento realmente necesario? Eres mi hermano, no quiero estar en tu contra, no quiero pelear contra ti, no quiero dispararte.

Pepe está muerto por vuestra culpa. Yo lo sé y quizás tú lo admitas. Aunque en el fondo, sé que te equivocas: Pepe estaría muerto aunque hubiese estado en vuestro bando. Todo esto no es más que un juego de pedradas que se le ha ido de las manos a los matones de ambos bandos. ¿No estás de acuerdo? ¡Respóndeme! Fumemos otro cigarrillo, por favor.

Pero solo me responde el silencio, como tantas otras noches.

Me zumban los oídos porque la sangre se me empieza a acumular en la cabeza. El dolor y el cansancio acumulado se me agolpan en las sienes. No sé cuánto tiempo llevo aquí sentado, no sé a cuántos compañeros y compañeras he perdido, no sé si es lunes o sábado. Estoy tan cansado que sólo la adrenalina me mantiene en pie.

Nos disparan, ¿me disparas?

Tiro el cigarro al suelo con rabia y cojo el fusil. Se acabó la tregua.

Disparo, tengo que hacerlo, tenemos que hacerlo. Lo hago con los ojos cerrados, porque no sé si estás ahí. No importa si estás ahí. Para mí tú siempre estás ahí.

Las balas se entrecruzan en una lluvia torrencial de cielo despejado. Miro un segundo al cielo, la luna sigue brillando, clara, iluminándolo todo con su luz grisácea y las estrellas continúan aún con su falsa promesa de futuro.

Todo se vuelve oscuro y un hilo de calor corre por mis sienes, ahora liberadas. Me han dado.

Te echaré de menos hermano.

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