NENA, MI NENA Amanda Vilanova

 

Es como volver a casa. Nena, mi nena. Bienvenida.

La palabra bienvenida implica inicio y ella ya no estaba segura si en la vida hay inicios cubiertos de deja vu o si solo hay ciclos: ciclos eternos.

Recreaba la desnudez compartida entre Diego y ella; extraña y familiar a la vez, las curvas de ambos, encajándose perfectamente en una… “Excuse me. We’ve turned on the seatbelt sign. Could you…”. Celia se ajustó el cinturón y le sonrió a la azafata al recibir su “Thank you.” Habrá algo peor que te interrumpan en medio de revivir, pensó mirando por la ventanilla a las nubes pasajeras. Imaginaba su piel oscura, sus manos grandes, su nariz perfilada y su olor y sabor a salitre. Salitre del que se despedía.

Celia había conocido a Diego en su primer día de clases en la Universidad de Puerto Rico. Lo conoció en su segunda clase a la que llegó tarde por andar pensando en pajaritos preñaos. 

Las semanas antes de comenzar su concentración en Lenguas Extranjeras habían sido de una preparación minuciosa. Visitó el recinto para memorizar los caminos a sus diversas clases. Su hermano le hizo un resumen de los come y vetes mejores y más baratos. Pensó en qué ponerse de pies a cabeza: Pantalones cortos, camisa corta, pelo suelto y sin maquillaje. Esto era esencial para no ser identificada como prepa y eludir a los grupos de estudiantes de segundo año que acostumbraban a rodear a prepas inocentes para obligarlos a bailar La Pelúa al son de pleneros, so pena de cubrirlos en crema de afeitar y subir el video del bailecito a Facebook. Le echó gasolina a su carro, que ella había nombrado Facundo en honor a su bisabuelo, y lo limpió por dentro y por fuera.

Después de su clase de las siete de la mañana cruzó el campus a paso lento, respirando la libertad universitaria, la ausencia de uniformes, timbres y clases de precálculo. Caminando por la avenida principal que dividía el recinto en dos se imaginó a su abuela con su pelo caminando entre aquellos árboles en dirección a la Torre Universitaria. Luego imaginó sus futuros encuentros con amigas y las visitas al cine en medio de la semana. Sonrió ante el mundo que se le presentaba como un sinfín de caminos por recorrer. El sonido de la campana de la Torre la devolvió al presente. PAM, PAM, PAM ocho veces. Carajo, estoy tarde.  Cruzó la plaza frente al teatro corriendo y subió las escaleras del edificio Sebastián González García.

Se asomó al salón de clases y exhaló tranquila. El profesor aún no había llegado. Se sentó cerca de las ventanas para disfrutar de la brisa y, acomodándose en su pupitre rosa, lo vio por primera vez. A dos filas de ella: un moreno de pelo negro vestido de pantalones de baloncesto y camiseta azul. El chico subió la mirada del libro que andaba leyendo y miró a Celia con las almendras negras que tenía por ojos. Le sonrió. Cristo, qué bello.

El ensueño lo interrumpió la entrada, primero de la barriga seguida súbitamente por la calva, del Profesor Colón que explicó que la clase del semestre iniciaría con un estudio profundo de La Metamorfosis de Kafka. En la ronda de presentaciones, Celia aprendió que el chico se llamaba Diego Ramos y estaba estudiando Ciencias Políticas. Es de Sociales, se parece a los dibujos de Agüeybaná El Bravo y tiene los dientes bellos y blancos. Cristo apiádate de mí.

Pasaron un semestre entero intercambiando miradas coquetas, conversaciones superfluas sobre Kafka y cafés en el pasillo del teatro. Su primera cita fue en una playa en Loíza y su primer beso lo interrumpió el azote de una ola. Cuando salieron ambos riendo del agua salada, el flechazo de amor ya se había plantado en el corazón y la consciencia de ambos.  

Los primeros ocho meses de noviazgo fueron una batalla entre deseo y decencia en el cuerpo y la mente de Celia. Aguantó lo más que pudo los calores que se le asomaban en la parte baja del cuerpo, alargando la pretendida inocencia de los besos furtivos en la parte de atrás de Facundo. No hubo más remedio que aceptar lo inevitable y delicioso del pecado. Cuando hicieron el amor por primera vez Diego tomó la cara de su novia entre sus manos y le dijo: “Nena, mi nena.” El sonido del abanico de techo y el olor a citronela de una vela encendida en la mesa de noche los acompañaba.

El posesivo se le insertó a Celia entre ceja y ceja. Nena… MI nena. Era sin duda su nena, qué lindo, ¿no? Celia repasaría una y otra vez este pensamiento y el sentimiento extraño que se alojó desde entonces en el fondo de su estómago; esa idea que no sabía apalabrar aún.

Diego le llevaba cinco años de experiencia, aunque no necesariamente de sabiduría. Era mal estudiante y el mayor de cuatro hermanos.  Sus atrasos académicos (había completado sólo dos años y medio del bachillerato en los últimos cinco), eran producto de una combinación fatal de asumir las responsabilidades de un padre ausente y una profunda inseguridad intelectual. Celia lo ayudaba repasando, redactando ensayos y pagando por salidas, almuerzos y hasta el café. A modo de agradecimiento, Diego le enviaba cartas graciosas de improviso y le dejaba claveles con notas en el parabrisas de Facundo.

A mediados del segundo año de bachillerato, en la isla se respiraban aires de conflicto. El gobierno había adoptado medidas de austeridad que arrasaban con la población. La crisis económica por la que pasaba el país tocó a la puerta de la universidad en forma de un alza monumental en el costo de matrícula. Se convocó una asamblea general y declararon un paro que se tornó en una huelga larga.

Celia y Diego votaron a favor y se unieron a la huelga. La universidad no era ya sólo un espacio de estudio, era un derecho que había que defender a toda costa.

Entonces Diego sustituyó súbitamente su afán por Celia por una dedicación total a la lucha universitaria. Vivía dentro del recinto con otros estudiantes cuya misión era hacer guardia a lo largo del día asegurando un cierre total. Dormía en salones de clase, hacía fogatas y se bañaba en las duchas del complejo deportivo.

A ella le prohibieron terminantemente que se fuese a vivir al recinto. “Sabrá Dios lo que hacen allá adentro,” repetía su madre una y otra vez con tono de cristiana horrorizada. Celia tuvo que conformarse con ir a protestas y llevarle comida a Diego varias veces en la semana. Se sentaban en la plaza frente al teatro y Diego le hablaba sobre la huelga, los próximos movimientos, la emisora de radio estudiantil… Declamaba su monólogo con el tono que asume un docente frente a una estudiante. Él pasaba por una gran experiencia a la cual ella no tenía acceso. Él era un actor y ella sólo una espectadora de su batalla en el escenario de la huelga.

La decana universitaria del momento, cuyo desafortunado parecido a una rana era objeto constante de burla, solicitó apoyo de la policía para manejar la huelga. Varios estudiantes fueron arrestados; otros heridos a macanazos. La gota que colmó la copa fue el video del arresto de una chica que incluyó una serie de roces y apretujones de sus senos en el proceso. La madre, el hermano, padre, abuela, iglesia, bueno, el país entero se indignó.

Se convocó una marcha dos días antes de San Valentín con el lema: “YO AMO LA UPR.” La huelga llevaba casi dos meses y miles se dieron cita. La energía en el aire era contagiosa. Se alzaban coros de voces marchando.

Mírala que linda viene, mírala que linda va / esta lucha de estudiante que no da ni un paso atrás. / Si tú pasas por mi casa y tú ves a mi mamá, / ¿Qué le dices?: Tú le dices que venga y se integre que este movimiento no da ni un paso atrás…

Celia, por su parte, marchó con su hermano y algunas amigas.

Diego no había respondido el día anterior a sus llamadas. Pensándolo bien, las llamadas eran cada vez menos. Y de pronto lo vio entre la multitud, como a un extraño, parado frente al portón de la Avenida Barbosa, hablando con una chica. Reía. Su cuerpo estaba abierto completamente hacia la flaca de pelo lacio y castaño. En sus pantalones cortos las piernas de la chica lucían interminables. Celia sintió un deseo profundo de no ser Celia; de ser cualquier otra persona para no sentirse tan pequeña, tan paticorta y tan pendeja.  

Entre piquetes y canciones, Diego el Cacique encontró a Celia, la besó cariñosamente y le tomó la mano. Junto al resto de los manifestantes se apropiaron de la Avenida Barbosa, de una sección del Expreso Jesús T. Pinero y concluyeron en la Avenida Juan Ponce de León con un concierto de cantantes famosos y discursos de políticos y líderes estudiantiles. La lucha estudiantil continuaría con el aval de la isla entera.

Celia la Paticorta estaba entre feliz y triste.

San Valentín llegó y Diego brilló por su ausencia. Celia llamó y llamó. Diego le devolvió la llamada a las diez y media de la noche con tono molesto.

“Yo no estoy para pelear.

Eso fue el inicio de una discusión larga y sucia. Celia, enumerando sus muchos cariños como quien cobra favores y Diego hablando de su asfixia y su confusión.

“Vamos a dejar esto aquí, Celia. Vamos a dejarlo aquí.”

Hubo una pausa larga.

“Te vas a arrepentir”, le respondió Celia con veneno.

Luego vino el silencio que sigue al fin del amor, el espacio en el que todo huele a ausencia.

Pasó una semana y a Celia la poseyó una idea, una inquietud; una intuición que no podría explicar nunca. Se montó en Facundo y estacionó en una calle cercana al campus cerrado. Iba moviéndose sin saber por qué. Saludó a los estudiantes en guardia en el portón y bajó por la calle principal.

Habrá sido un ataque de nostalgia o tristeza, pero decidió ir a la plaza, frente al teatro. Se dirigió hacia la facultad de Humanidades. Cruzó hacia el SGG como lo hizo el primer día de clases y tantas veces después. Y allí estaba, en el banco más cercano al edificio. Diego el Cacique sentado con la cabeza de Piernas Eternas en su falda. Se reían. Se acercaban como para darse un beso. Celia la Paticorta se volteó, caminó hacia su carro prácticamente sin respirar para evitar el llanto.

Tres días más tarde, plantada frente al televisor en espera de las noticias de las cinco, estaba sudando bajo su falda de flores azules. “La lucha estudiantil en el recinto de Río Piedras de la IUPI se reavivó hoy y de qué forma.” dijo el presentador. “La Decana del recinto María Elena Sáez fue atacada el día de hoy saliendo del recinto tras atender una reunión con profesores en el Departamento de Arquitectura”. Luego mostraron un video y ahí estaba Diego. Nena, mi nena… Un grupo perseguía a la Rana Decana y su escolta hasta su vehículo oficial. Diego empujaba a esta mujer, se trepaba en el carro y rompía las ventanas. Puñeta... Su novio, no, exnovio, examigo, rompía el cristal del auto una y otra vez.

Las noticias anunciaban el fin de la huelga estudiantil y el arresto de Diego el Cacique y otros miembros del colectivo. Quiso sentir satisfacción, pero solo sintió tristeza. La lucha estudiantil terminaba con aquella imagen, no con los miles marchando por amor. Su amor acababa con una traición, no con las risas entre sorbos de café y velas de citronela.  

Celia se permitió un mes de luto por amor y por la huelga.

Luego practicó olvido en forma de una larga serie de malos novios.

Ella no podía ni quería discernir entre atracción sexual y emotiva. El patrón era siempre el mismo: unos meses de luna de miel y luego el asunto se tornaba más serio. De pronto se encontraba atrapada en una relación seria, siempre muy seria, como había sido ella toda la vida.

A Celia la Paticorta Muy Seria ellos la renombraban: Mi amor, Mi Diosa, Mi chula…  Con el paso de un mes o dos a la Paticorta le azotaba la vergüenza. Mantenía una separación estricta entre su novio de turno y el resto de su vida; como un adicto escondiendo su vicio. Negaba esa sensación de incertidumbre que invernaba en el fondo de su estómago.

Una vez concluido el proyecto seguía su rumbo sin llorar, con la sensación de haber estado en ese mismo lugar antes, llena de ira por el tiempo perdido. Pretendía que el desamor más reciente no dejaba huellas; aunque ahora le gustara el ron por el tiempo pasado con Carlos, comiera menos pan por sus meses con Roberto, pasara más tiempo asegurándose de que nadie la perseguía por la obsesión peligrosa de David…

Repitió el ciclo durante cinco años con distintos novios; unos más posesivos y vengativos que otros. Cuando finalmente se deshizo del último, evento que coincidió con su graduación y una visita desafortunada al tribunal por los celos del más reciente de ellos, su madre hizo una intervención de emergencia.

“Para un momento niña y mira para atrás antes de seguir a esta nueva etapa así, ciega”. Lo dijo con tanto afán que Celia le hizo caso.

Se sentó en su habitación a mirar; a mirar libros que había leído de niña, a leer sus diarios de adolescencia, las postales de sus amigos en sus años de escuela superior y en un sobre blanco encontró las cartas.

Querida Morena del LPM,

            Perdona el atrevimiento, pero te vi comprando café en el pasillo del Luis Palés Matos. El traje de flores azules y las sandalias rojas le sentaban muy bien a tu color de piel. Tu pelo largo bailaba como en son de merengue. Pensé que nunca había visto una morena tan linda. Yo sé que tú no me conoces más allá y que de lejos parezco un indio poseído, un pelú peligroso, un hippie de sociales, pero juro que cuando me baño y me afeito hasta bien huelo. Si quieres te ayudo con Kafka, aunque creo que no te hace falta. Si te parece una oferta atractiva favor de llamar al: (787)-475-9663.

admirándote desde lejos,

Diego

Los engranajes en su cerebro dieron vueltas y vueltas, repasando un evento tras otro, un amor, si así podían llamarse, tras otro. Al final, se decidió: tomó su celular y compuso un mensaje de texto.

Se encontraron para tomar un café el sábado en la tarde. A Diego los 28 años le sentaban bien. La primera hora fue un intercambio ameno en el que evadieron los temas difíciles porque la felicidad de verse era tanta. Luego hubo una pausa larga.

Diego el Cacique miró a Celia la Soltera: su pelo rizo negro, su tatuaje en el hombro, sus muslos descubiertos y los dedos de sus pies con uñas pintadas con esmalte violeta. Se sacaron mutua información, haciéndose los que no. Ella ahora hasta bebía. Él quería seguir siendo un soltero eterno.

Yo soy un soltero eterno y no voy a parir nunca.

Bueno, novia ya tenías cuando me dejaste así que no me sorprendería.

Una pausa.

¿Es que tú no te acuerdas ya? Antes de dejarnos peleábamos, peleábamos todo el tiempo... Es que será que no te acuerdas.

Otra pausa.

Ay, Diego, igual ya pasó. Es que tú eras mi pana…

Y tú mi mejor amiga. La única.

Celia sonrió, porque quería creerle. La tarde se estiró y del café pasaron a una pizza y una cerveza fría en Río Piedras en donde Diego ahora vivía con una gata llamada Antonia que según él lo celaba hasta de las hermanas. Celia la Soltera y Diego el Cacique se besaron en medio de la cocina con el sonido del abanico de techo como música de fondo.

Es como volver a casa. Nena, mi nena. Bienvenida. Se lo dijo sosteniendo su rostro entre las manos, desnudos ambos de pies a cabeza sobre la cama deshecha. En otro tiempo, habían estado así, exactamente así. El deja vu la dejó mareada. El color de las paredes lucía igual, el olor en el aire, el contraste entre sus pieles. Pero la palabra bienvenida implica inicio, y ella ya no estaba segura de si en la vida hay inicios cubiertos de deja vu o si solo hay ciclos: ciclos eternos de los que uno solo recuerda lo que quiere recordar. Nena, mi nena. La sensación en su estómago despertó de una y al reconocerla, la que fue Celia la Paticorta supo exactamente lo que tenía que hacer. O más bien lo que no tenía que hacer.

Dos días más tarde, Celia la Soltera miraba por la ventana del avión que la llevaba a París para hacer su maestría. Mientras se ajustaba el cinturón, recordaba con una sonrisa las curvas que habían ocupado el mismo espacio, probablemente, por última vez. Creo que me viene bien la soltería.

Ahora Celia la Soltera se pertenecía única y exclusivamente a sí misma.

Empezaba el resto de su cuento, y ella y solo ella estaba en el centro. La metamorfosis completada y el ciclo cerrado, Celia le daba la bienvenida a su propia historia.

 

 

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