EL COMEDIMIENTO EN EL ARTE DE LA FOTOGRAFÍA José L. Gutiérrez Trueba


Siempre pensé que había vivido en cuatro casas diferentes en mi vida: con 21 me fui de la casa de mi madre, luego viví en aquel zulo con Juancar y el Gandarillas. De allí nos movimos a otro sitio más grande, no estaba muy lejos. Después ya la cosa fue a más con Maca, y nos buscamos otro lugar para vivir los dos solos. Era un apartamento de una antigua fábrica de cerámica. Un piso alto agujereado de ventanales: las chicas del sur se ponen mustias si no les da la luz del sol cuando se duchan. Nos duró bastante, casi 9 años sin romper ni un jarrón, hasta que Maca se largó. Me tenía que haber ido yo y todo hubiera sido más fácil, pero se fue ella, ¿en aquel momento quién iba a saber cómo funcionan estas cosas?; días después vino Lena, o quizás fue al revés, y fui yo el que se fue a su casa. Me lio mucho entre la primera y la segunda vez con Lena, pasó mucho tiempo. El infierno que viví con lo de las fotos hace que todo siga confuso, solo recuerdo lo mucho que nevaba.
Cuando era un niño, cada dos por tres les preguntaba a mis padres por quién era la chica que estaba detrás de ellos, posando en una de las fotos que había colgada en el salón. La respuesta siempre era la misma: no sé, será una mujer cualquiera paseando por la calle, hijo, la cámara la sacó sin querer.
Nunca me convenció aquella contestación. Es verdad que la mujer no miraba al objetivo. Estaba de perfil, inclinada hacia un lado, pero de perfil también se puede posar, y sobre todo si de perfil se está sonriendo. Ese modo de salir no era casual. Ella quería salir en esa foto. La amante consentida de mi padre, la hija secreta de mi madre, mi hermana fantasma presa de por vida por ser una devoradora de niños… mis padres algo me ocultaban, de eso estaba seguro. Me obsesioné sin complejos con la fotografía, y estaba orgulloso de mi obsesión, que esas son las peores. Pensaba, vivía, hablaba, soñaba a diario con esa mujer, y por supuesto acabé enamorado de ella.
Poco después encontré más fotos de mis padres escondidas en un viejo álbum, todas con algún ser en segundo o tercer plano, muchas veces incluso con una actitud más misteriosa que la de la mujer inclinada.
La foto con los trillizos del parque de debajo de mi casa, algo espantoso. Estaban muy juntos y mirando al frente, intuyo que preparados para jugar a alguna especie de juego que requería de esa disposición. La moda para los gemelos de aquella época venía marcada por Dupond y Dupont (o Hernandez y Fernández, o Thomson and Thompson, en otras latitudes), los detectives poco salvajes de los comics de Tintín. Así que los trillizos tenían el pelo cortado de igual modo; los tres tenían el ojo derecho tapado con un parche, supongo que para curar el ojo vago; la ropa era idéntica, claro, de color marrón, con un cinturón de varios colores. Pegaditos y ordenados de mayor a menor altura, a mí se me parecían a una armónica andina.
Había otra foto que no sabía dónde estaba sacada. Había un hombre al fondo viniendo de la compra, cargado con varias bolsas de plástico. Es más que probable que se tratara de un tipo inofensivo, pero desde el primer momento decidí odiarle con todas mis fuerzas, supongo que por la constante insistencia que tenía mi padre con el cuidado del medio ambiente y la reducción de plásticos.
¿Y la foto del perro famélico en la Ciudad encantada de Cuenca?, no había duda de que podía ladrar en código morse.
Una de mis favoritas era la foto del grupo de turistas japoneses en las ruinas de Pompeya, sin lugar a dudas, un destacado grupo de alienígenas infiltrados. Y nada de una civilización inteligente que venía a conquistar La Tierra, eran mucho más tontos que nosotros, por eso siempre se perdían por Pompeya.
Mis amigos del colegio jugaban con pistolas y videoconsolas, yo con fotografías viejas. Me pasaba las tardes inventándome historias con un elenco de actores amateurs, que para mí era impagable. Al final casi siempre me las arreglaba para matar al odioso hombre que venía de comprar aerosoles letales para la capa de Ozono, devorado por la secuencia tres mordiscos cortos tres mordiscos largos tres mordiscos cortos del perro famélico.
Mis padres se divorciaron y la mujer inclinada de la foto era la única persona que me hacía feliz. Nunca me vi como el hijo gris y asocial de unos padres divorciados. De hecho, creo que la verdadera depresión podría haberme llegado de no haber “conseguido” que mis padres se divorciaran, aunque no deja de ser extraño lo de decidir a quién quieres más de los dos, o a quien te convendría querer más. Así que cuando el juez me preguntó le contesté que papá y mamá se jodieran entre ellos y que me dejaran en paz. Yo tenía mí foto en la mesilla de cama hace tiempo, y mi elección era sin duda la mujer que posaba inclinada, desde aquel día: la mujer inclinada de Pizza. Quizás gracias a ella me vino mi afición al arte de la fotografía, o al menos a la mera colección de ellas.
Con Juancar y el Gandarillas viajé bastante, pero siempre era en fines de semana, alguna fiesta larga o poco más. Una de las razones de cambiarnos de casa fue el espacio, no teníamos suficiente para las tablas de surf. Íbamos mucho a la costa a pasar varios días, allí era fácil impresionar a las chicas y ligar, pero cuando quería ver mundo y conocer lugares de verdad, me gustaba viajar solo. Incluso si en ese momento tenía novia conseguía irme unas semanas de viaje sin ella. Solo no había que aguantar caprichos de la “gente adulta”. La peor. A un niño, a un adolescente la mayoría de las veces, se les puede recriminar un comportamiento infantil, pero ¿qué haces con la inmadurez y los caprichos de un adulto? Así que viajaba solo, el mayor tiempo que podía. Y sacaba fotos, muchas.
La gente siempre seguía los mismos patrones: la foto en parejita, la foto de grupo, la foto panorámica, la foto monumental y la más ridícula de todas: la supuesta foto artística, algo así como el primer plano de una rosa en un mercado de una mega ciudad. Y luego estaban los selfies, que era como sacar fotos de los espejos cóncavos y convexos de las ferias.
Otro comportamiento muy extendido era el de evitar a toda costa que se te colara en tu posado algún forastero; y si ello suponía esperar una eternidad a que no pasara nadie por debajo de la torre Eiffel, se hacía. Estaba claro, todo era puro pavor a que alguien más guapo que tú arruinara tu foto. Aunque el mayor sin sentido venía a la hora de hacer lo contrario, es decir, al querer sacar fotos de paisajes, monumentos o cualquier otra cosa supuestamente relevante, pero solo de eso, sin querer salir uno mismo, o tus acompañantes, en la foto.
Entonces, el único modo socialmente aceptado de inmortalizar el momento era aislándolo de todo lo que lo rodeaba. Era de mal gusto, a veces parecía hasta ilegal, sacar a alguien que pasara por allí, o incluso algo de alrededor. Había gente que le molestaba solo la simple presencia de un autobús. Dantesco eran los cientos de turistas que perdían horas y horas para sacar el patio de los leones de la Alhambra de Granada sin gente dentro. Madrugando o yendo a última hora solo para que ningún desconocido arruinara la foto. Con lo fácil que era comprar una postal o descargarla de internet.
A mí me había criado la mujer inclinada de Pizza y la educación que me dio fue precisamente la contraria: nunca saques fotos muertas, al menos que tengan una persona dentro, y por supuesto dispara sin avisar a nadie. Otra estúpida ley no escrita propugnaba la obligación de pedir siempre permiso antes de sacar una foto a un desconocido. Nunca la respeté, eso era hacer una fotocopia de un ser humano, no una fotografía.
El casco antiguo requería demasiada atención: fechas y más fechas, muchos reyes, cientos de batallas y pocos esclavistas. Con la zona moderna solo hacían falta unas gafas de sol. Estaba molido. Busqué un sitio turístico, donde reírme un rato, de los turistas claro, y tomar algo. Me puse en la terraza, sentado en una mesa de atrás que cojeaba. Rodeado de una plaga de langostas gigantes, de idiotas colorados luciendo con orgullo su piel abrasada. Abrí el menú que estaba sobre la mesa, para volver a cerrarla sin leer nada. El camarero se pegó a mí desde que me había sentado. Si me hubiera dado unos minutos, o solamente unos centímetros más, se hubiera ganado el dinero de vuelta de pedirme un whisky, pero pedí un café, que además parecía un pecado pedir otra cosa distinta en aquel sitio. Descolgué la cámara de mi cuello, pulsé el botón de encendido, y ladeada sobre la mesa, empecé a revisar las fotos que había hecho por la mañana. Iba avanzando lentamente, venían en tandas de 6 ó 7 que parecían toda la misma foto. La norma habitual era borrarlas casi todas, solo los cobardes guardaban fotos iguales.
El grupo de niños jugando al fútbol junto a la catedral, la chica sonándose la nariz cruzando la calle mayor, el abuelo sentado en el banco frente al rio. Con paciencia conseguí quedarme con poco más de una veintena, de más del triple que había sacado en total. Apagué la cámara con torpeza y mientras la guardaba en su funda, levanté la vista y tomé el último sorbo que quedaba de café frio. Justo estaba delante de mí el camarero de antes, se traía pegado a la chica de la calle mayor, que seguía escondiendo su nariz con un pañuelo de papel arrugado. Volví a sacar la cámara, ahora sí que el camarero se había ganado los cambios del whisky. Había que jugársela, alguna otra vez había funcionado. Me acerqué a ella y enseñándole la foto en la pantalla de la cámara le dije: mañana tengo mi vuelo de regreso, tú no lo sabías, pero vas a viajar gratis a la otra punta del mundo. Y con una sonrisa fotogénica, respondió Maca, y luego se vino conmigo.
Recuerdo como nos gustaba revisar tirados en el suelo las fotos que yo hacía, y crear juntos cientos de historias ficticias. El tío gordo daba siempre mucho juego. El calvo también. Las parejas babosas, esas que posaban siempre con ella delante, apoyada sobre el pecho de él, pasando los brazos por su cintura, esos fantoches del ¡Hola! se llevaban la peor parte; y con los adolescentes el trato ya se iba de madre. La verdad es que éramos despiadadamente cabrones, pero lo pasábamos tan bien que hasta parecíamos buenas personas. Sin embargo, con nuestro querido “hombre desenfocado” el trato era benévolo, ese personaje de la peli de Woody Allen nos encantaba. Aparecía en las fotos de los más sorpresivos lugares, siempre mirando de frente a la cámara, y completamente desnudo. Al pobre nadie le hacía caso, porque no se le distinguía bien. Determinados grupos de racistas sí mostraron cierto interés, pero pronto disintieron atormentados buscando un insulto adecuado, su apariencia física era indescifrable. Los médicos le recetaban vitamina A y tarta de zanahoria. De todos era sabido lo bueno que era para la vista, pero el hombre desenfocado enloquecía, y les decía que ese no era el problema, que él veía perfectamente, y que las vitaminas se las tomaran mejor ellos, a ver si podían enfocarle de algún modo. En una de las últimas fotos el hombre desenfocado aparecía tumbado en una playa, había decidido suicidarse desecándose al sol como un paquete de pasas. Tuvo que acabar verano para que alguien por fin se diera cuenta, pero la policía nunca pudo reconocer el cadáver. Al hacerle la autopsia sus órganos vitales estaban en excelentes condiciones. Nítidos y sin saturación, sin ruido gaussiano. El interior de su cuerpo relucía como el barniz, estaba sin estrenar, como si nadie nunca le hubiera mirado.
Aunque el mayor juego lo daban las fotos de turistas. El turismo era una fiesta de disfraces, a cuál de ellos más hortera. El disfraz de alpinista urbano, muy común en todas las fiestas: pantalones con múltiples bolsillos, botas de trekking, camiseta térmica, riñonera, cantimplora y mochila gigante. Qué menos que semejante atrezo para afrontar con un mínimo de seguridad un paseo por la Quinta Avenida. Luego estaba el disfraz de pasar desapercibido, que era el que más se percibía de todos: sombrero y botas de cowboy en Chicago, sandalias con calcetines en Torremolinos, perro y flauta en la India. Y los backpackers, todos con la misma guía de viajes en la mano, y un tumor en la espalda con forma de mochila enferma de gigantismo, para estar solo 15 días de vacaciones. En su obsesiva búsqueda de lo “autentico” acababan todos hacinados en el mismo hostel, hablando de lo fácil que era recorrer el cuerno de África con 10 dólares.
Las fotos en las que salíamos juntos Maca y yo tenían otras normas. Quedaba totalmente prohibidos los selfies o el uso de trípodes. Al “fotógrafo” había que pararlo en la calle. Tenía que ser una mano anónima e inocente que no rompiera con el decoro en el arte de sacar una fotografía, sufriendo lo indecible para sacarnos a nosotros solos, sin nadie más. Y por favor, que no nos cortara las piernas.
La vida era así de fácil y divertida con Maca, pero todo cambió cuando la ciudad entera se convirtió en un caos por culpa del temporal de nieve. Varias líneas de tren y metro quedaron cortadas, y yo me quedé atrapado en un vagón demasiado tiempo. Tenía que coger un avión esa misma tarde por trabajo. Cuando por fin conseguí salir a la calle, pedí un taxi. La puerta de embarque cerraba en poco más de 20 minutos y me encontraba bastante lejos del aeropuerto. Recuerdo que le dije al taxista que fuera lo más rápido posible, que yo pagaría la multa en caso de que la policía nos parase. Antes de que dudara le di a fondo perdido un billete grande de propina. Sin tiempo que perder comenzó a devorar kilómetros, haciendo un eslalon diabólico entre los carriles de la autopista. No soy muy bueno para calcular la velocidad, pero los arboles pasaban muy rápido por la ventanilla, tanto que parecían formar un enorme seto como los de las carreras de caballos. En uno de los cambios de carril, la rueda trasera patinó con una placa de hielo y el coche derrapó hasta rozar con el guarda rail del arcén. Con la respiración cortada, miré involuntariamente por la ventanilla con el coche embalado, y vi como pasaban delante de mi vista varias banderitas lejanas de los hoyos de un campo golf, un par de señales de tráfico de límite de velocidad y una valla publicitaria muy grande con un paisaje en el anuncio que me resultaba familiar. Nada más tocar el guarda raíl, la carrocería se llenó de chispas y el coche descontrolado salió disparado hacia un camión que estaba en el otro carril. El conductor sin inmutarse, y como si ya lo hubiera hecho un millón de veces, enderezó la trayectoria en cuestión de segundos. “Perdone por el volantazo, no vi el hielo” –dijo mientras me vibraba el móvil en mi pantalón- “y no se preocupe, llega al aeropuerto de sobra”. Miré el teléfono y era un mensaje de Maca: Que hijo de puta eres, así que un viaje espiritual al Nepal. No quiero volver a verte
Nepal. Eso era lo que salía en la valla publicitaria.
La llamé varias veces, pero no cogía. Todos los mensajes rebotaban, supuse que me debía de haber bloqueado. Por fin llegamos al aeropuerto y salí disparado del coche hacia salidas, quedaban poco más de 10 minutos para el vuelo. Saltándome toda la fila del control policial, corrí por un laberinto de pasillos hasta llegar a una desierta puerta de embarque. Pude entrar, aunque de haber sabido las turbulencias que tuve hubiera preferido perder el vuelo. Nada más aterrizar quité el modo avión del móvil y entraron de golpe muchos mensajes y llamadas perdidas, pero ninguna era de Maca. Casi todos mis contactos me mandaban un anuncio de una agencia de viajes con una foto paradisiaca de Katmandú. Se veía gente al fondo, pero en primer plano y mirando de perfil salía yo junto a la rusa trastornada aquella que conocí en ese viaje: Lena. La abrazaba y besaba como si me pagaran por ello. Por si había dudas, yo llevaba puesta la bufanda que me había tejido Maca y la mochila que me regaló por nuestro aniversario; y mi brazo, digitalmente musculado, destacaba en el anuncio, con el tatuaje de mi nombre en código binario que tanto le gustaba a ella.
Fue inútil contactar con Maca, llamé a su trabajo varias veces, pero me dijeron que no había ido. Con los amigos comunes ni lo intenté, me habían bloqueado también todos. No entendía esa actitud de ni siquiera querer hablar más conmigo. Lo lógico sería pedirme alguna explicación. Tenía que hablar con ella como fuera y explicarle que lo de Nepal fue una bobada, una tía pesada que se me pegó en una de las excursiones y poco más.
Con quien sí puede contactar fue con la empresa turística del anuncio, tras mucho insistir me pasaron con el jefe de publicidad. Según él, la foto les había llegado, junto a unas cuantas más, por los cauces habituales, es decir, a través de una agencia de publicidad e imagen. Sin ningún motivo especial se había elegido en concreto esa foto inocente, recalcó lo de inocente, para encabezar una nueva campaña internacional. Que por supuesto sentían si me habían causado algún inconveniente, pero que no la iban a retirar porque las pérdidas económicas serian sustanciosas.
Hice lo que puede el resto del día, fui a la reunión de trabajo programada descargando toda mi ira contra uno de los becarios. Intenté adelantar el vuelo para volver en cuanto antes, pero estaban todos cancelados por la ola de frio que azotaba el continente: “la bestia del Este” la llamaba la prensa británica. No quise estar ni un minuto en el hotel dándole vueltas a la cabeza, por aquella foto absurda iba a perder a Maca. Salí a la calle a intentar distraerme un rato. Paseando sin rumbo fijo me topé con unas cuantas marquesinas de autobús, todas ellas con el anuncio de Katmandú. La inercia me arrastró a varios bares y a beber convulsivamente perdiendo la conciencia. Confundido y con un agudo dolor de cabeza, desperté al día siguiente en el hotel, estaba desnudo solo de cintura para abajo. Sabía que había hablado con varios borrachos y un par de mujeres, pero no recordaba nada más con claridad. Me duché lo más rápido que puede, quería irme de allí de inmediato. Antes de marchar vi unas bragas tiradas sobre la moqueta, un poco más lejos había una revista abierta. A toda plana y ocupando las dos páginas estaba el anuncio de Katmandú, alguien había escrito con rotulador negro sobre mis piernas: parece que somos famosos. Hasta pronto.
El aeropuerto era un caos, había cientos de personas tiradas en el suelo, otras tantas protestando en los stands de cada compañía aérea. Mi vuelo estaba retrasado, pero parecía que al final iba a salir. En el control de pasaportes empezaron los problemas. El policía me miraba mal. Llamó a otro compañero, y luego a un superior. Mi documento de identidad no les gustaba. No me quedaba claro si pensaban que era falso, o que no figuraba en su base de datos. La gente en la cola detrás de mí empezaba a impacientarse, algunas voces protestaban diciendo que iban a perder el vuelo. Me giré para disculparme de algún modo. Justo detrás de mí esperaban un par de familias con niños, luego un grupo grande de adolescentes, sería una excursión de fin de curso, y un poco más atrás, había una mujer que parecía intentar captar mi atención, movía los brazos sonriendo. Un escalofrío me partió el cuerpo, se parecía horrores a Lena. Sin tiempo para poder comprobarlo, sentí que me agarraban fuertemente por debajo de los brazos, “tiene que acompañarnos”, me dijeron. Atravesando con rapidez varios pasillos, me metieron en un cuartucho para freírme a preguntas incoherentes. Cuando pensé que todo ya había acabado, uno de los policías acercó un sobre a mis manos pidiéndome que lo abriera. Dentro había dos fotografías con mucha gente cruzando un puente sobre el río. “Toda esta información es pública, está en la red” –me dijeron. “Apareces en multitud de ocasiones en este puente, donde se han producido varios atentados terroristas”. Miré con atención las fotos. Una era del día que hice mi primera entrevista de trabajo, llevaba el traje gris de chaqueta cruzada que ahora no me entra, y los zapatos de terciopelo que se llevaban cuando entonces. Que nervioso estaba. La otra era algo más reciente, se me veía al fondo, con el gesto serio hablando por el móvil. Vi la fecha impresa en la esquina y la reconocí de inmediato. Era el día que me llamó mi primo para decirme que mi madre se había muerto. Perdí demasiado tiempo explicándoles que trabaja al otro lado del puente hace años y que por eso lo cruzaba a diario. Les mostré varios documentos, antiguos contratos y demás que tenía guardado en el teléfono. Hicieron varias llamadas para corroborar los datos, supongo que a mi empresa, y al final, sin estar del todo convencidos, me dejaron ir.
Estuve retenido casi cuatro horas. Cuando conseguí escaparme, mi vuelo ya no aparecía en las pantallas de salida, de hecho, no salía ninguno, el aeropuerto había cerrado por el mal tiempo. Pasé la noche tirado en el suelo, dando vueltas sin poder pegar ojo. El día siguiente algunos vuelos se reanudaron y con suerte pude meterme en uno de ellos.
Me moría por llegar a mi casa. Cuando aterricé fui directamente allí con la esperanza de que Maca estuviera. Tardé una eternidad en llegar, casi todas las carreteras y los medios de transporte público seguían suspendidos por el temporal. En el apartamento no quedaba apenas nada, muchas de las cosas que habíamos comprado a medias ya no estaban. Sus armarios vacíos de ropa, incluso en los de la cocina quedaba poca vajilla. Se había llevado hasta la luz, por los ventanales solo entraba la negrura del asfalto. Una nota estaba pegada con un imán de Pizza en la nevera, escrita con letra intermitente y con varios bolígrafos. Estaba llena de números y cuentas, cálculos y porcentajes que no entendía, justificando y pidiendo la mitad del dinero de las cosas comunes que Maca no se había llevado: el sofá, la cama, el espejo del baño… Abajo de todo había una especie de despedida: no pierdas el tiempo buscándome, pero despierta, esto me está matando.
Cuando por fin llegué al trabajo, mi tarjeta de acceso no funcionaba y no podía cruzar el torno. En recepción parecían tener los mismos problemas que la policía en el aeropuerto. Por fin bajó un tipo de recursos humanos a hablar conmigo en el hall de entrada. Frio, pero con una cálida sonrisa, me dio un sobre. “Aquí tiene sus papeles y el finiquito, que se lo ingresaremos en menos de 8 días en su cuenta bancaria”. “¿Estoy despedido?”, pregunté. “Me temo que sí. Usted ha violado el código ético de la empresa”. No tenía ni idea de lo que me estaba hablando. “El acoso sexual se penaliza con el despido inmediato. Una trabajadora le ha denunciado presentando diferentes pruebas fotográficas·"
Abrí el sobre, y junto al papeleo había dos fotografías. En ambas salía una chica de la segunda planta, que creo se llamaba Sally. Era famosilla en la cafetería entre los hombres, sobre todo por los vestidos que llevaba, pero nunca había siquiera hablado con ella. En una de las fotos salía con dos amigas más, y en la otra sola. En segundo plano, se me distinguía claramente en las dos. Una era en Times Square, de hace tiempo. Tenía barba y estaba mucho más delgado. Nunca me convenció lo de un viaje de novios en Estados Unidos, pero al final fue divertidísimo. Maca y yo nos trajimos un montón de fotos de militantes de la Asociación nacional del rifle y de frikis barbudos con camisetas XXXL. La otra foto también me trajo muy buenos recuerdos. Era cuando la selección de futbol ganó el mundial. En la calle, con mucha gente y banderas. La fiesta era descomunal. Parecíamos hasta un país unido. “¿Acoso sexual?, son solo dos fotos en las que ni siquiera la estoy mirando", dije protestando. "Sally piensa que la está siguiendo y está muy asustada", argumentaba la empresa, “Igual es ella la que me está siguiendo a mi ¿no?”, dije defendiéndome de pésima manera. "Bueno, ella parece muy segura de lo que está ocurriendo. También afirma que no le quita ojo a diario en la cafetería, que su mirada es muy sucia, y sus compañeras la apoyan en eso”. Comencé a perder los nervios, “Todo el mundo la mira, por dios”, les dije. Insistí en el hecho de que jamás había hablado con ella y que esas fotos no eran una prueba suficiente para despedirme, estando encima separadas mucho en el tiempo. “Precisamente ese es uno de los puntos que está más en su contra, lo de separadas en el tiempo”, dijo mirándome con comprensión. “Mire amigo, quizás tenga usted razón, pero mi consejo es que no revuelva más las cosas. Con estos temas ahora mismo los jueces no hacen preguntas y tiene usted todas las de perder. La empresa no quiere escándalos. Si se larga sin hacer ruido, la demandante no pondrá ninguna denuncia a la policía, y usted se llevará el finiquito en la mano”, fue su última respuesta.
Salí de allí noqueado, sin ninguna idea de qué demonios estaba pasando. Llamé a Maca muchas veces seguidas, luego a varios amigos, pero todos seguían devolviéndome la llamada. Me estaba desmoronando, tenía que encontrarla como fuera. Cogí el metro y me fui a su trabajo, habían abierto un par de líneas unas horas. Sentía que la gente me miraba, que todo el mundo me reconocía por culpa de esos anuncios de Nepal con los que la ciudad estaba empapelada. Así que me escondí detrás de un periódico gratuito que estaba tirado en el asiento de al lado. Empecé a pasar páginas sin ningún interés y de pronto apareció un artículo sobre la especulación inmobiliaria. Ilustrándolo había una foto antigua de la ciudad, de una zona en la que hace unos años no existía apenas nada, un sitio conflictivo y de delincuencia, y en el que ahora había tiendas caras y edificios altos. En ambas fotos salía yo. En una estaba encarado a un chaval que no tendría 15 años, recuerdo ese día perfectamente, fue cuando me atracaron a punta de cuchillo. Fueron muchos días críticos en el hospital después de eso. En la otra foto, la zona ya estaba gentrificada. Se me veía de la mano de Maca, bueno a ella no se la veía, yo la tapaba. Solo se distinguía su ramo de flores, y sus piernas, tapadas por su vestido largo de boda.
¿Pero por qué todo el mundo tenía fotos mías? ¿Quién las hizo? ¿Quién me pidió permiso para hacerlas? Hice una bola con el periódico y la dejé caer al suelo.
Al llegar al trabajo de Maca me dijeron que ya no estaba, que había presentado su renuncia el día anterior a primera hora. Conseguí hablar con Kasia, que era su mejor amiga en el trabajo. “Me estoy volviendo loco, ¿tú sabes dónde se ha ido? Dime por favor si está viviendo contigo, Kasia. Tengo que hablar con ella sea como sea” –le pregunté-, guardó silencio unos segundos, “lo siento, de verdad que no tengo ni idea donde está. Ayer se fue sin dar muchas explicaciones”, hizo una pequeña pausa. Me agarro el brazo y volvió a hablar. “Búscala por todas partes antes de que sea demasiado tarde y se marche de la ciudad. No sé, vete al café del club de remo, ese que le gustaba tanto, o al mercado de libros de los martes”
Anduve poco más de 500 metros, allí, en aquel bar quedábamos muchas veces para beber algo después de su trabajo. No estaba Carla atendiendo, ni el camarero rumano tampoco. Pregunté por Maca al nuevo tipo siniestro que atendía detrás de la barra, no le sonaba de nada. Pedí cerveza y empecé a revisar el móvil esperanzado por si Maca o alguien me había llamado. Tras un rato ensimismado por el teléfono, esa voz con acento sensual del Este que me hizo perder la cabeza, me dijo desde el otro lado de la barra: déjalo ya. Se ha ido y no va a volver.
Alcé la vista, era Lena:
-          ¿Tú qué haces aquí? –dije asustado
-          Te dije que tarde o temprano nos volveríamos a ver –soltó con desdén
-          ¿Me estás siguiendo o qué?
-          Pero tan importante te crees que eres imbécil. Me sobran los tíos, y mucho mejores que tú. Vivo aquí hace tiempo, ya te dije en Nepal que me quería mudar
-          No entiendo nada, ¿cómo me has encontrado?
-          Trabajo aquí, y vivo en un apartamento un poco más arriba, al final de la calle
-          ¿Qué trabajas aquí? ¿Desde cuándo? Nunca te he visto, siempre estaba de camarera Carla –le dije sorprendido
-          Hace mucho que no vienes por aquí, ¿no? La italiana se fue hace más de tres meses. Le gustaba mucho hablar con tu Macarena
-          ¿La conoces?
-          Claro, venía casi todas las tardes a tomar algo después de trabajar. O sola o con sus compañeras. Fue fácil intimar con ella.
-          Y le contaste lo nuestro
-          No. No fue necesario. Tú hiciste todo el trabajo
-          ¿Cómo?
-          Cada día estaba más triste. Decía que no le hacías caso, que todo era rutinario, y que hacía tiempo que ya no sentía apenas nada por ti.
-          Tú que sabrás lo que sentía ella
-          Tu mujercita estaba hasta los cojones de ti – dijo Lena con ganas
-          ¡Cállate! ¡Cállate puta!
-          No recuerdo que me dijeras lo mismo en Nepal, allí no te podía sacar de mis bragas.
-          Vete a la mierda. Tú tienes la culpa de todo lo que está pasando
-          ¿Culpa de que? Yo no saqué esa foto, ¿pero tú te enteraste de que alguien nos la estaban sacando o qué? Una foto contigo… ¿estás loco?, por más que insistí te negaste mil veces a sacarte una foto juntos de recuerdo
-          Eres una trastornada, me dabas miedo en Nepal, y ahora me lo sigues dando
-          ¿Miedo? –río a carcajadas- pues yo no te vi muy asustado en la cama.
-          Solo sirves para eso Lena, para que te follen y te peguen en la cama.
-          “Ooooh Lena, no quiero volver a mi casa, me tienes looooco” –dijo Lena imitándome con sorna.
-          ¡Cállate!
-          Yo no fui la que dijo que te quería, ni prometí dejar a mi novia, ni que me iría a vivir contigo
-          Seguro que tú tienes algo que ver, dime donde se ha ido Maca –dije ignorando sus palabras
-          Tampoco fui yo la que no cogía el teléfono, ni respondía los mensajes, ni daba direcciones falsas, ni desaparecía como las ratas
-          ¡Dime que le has hecho a Maca!
-          No tengo ni idea dónde está esa mosquita muerta. Ayer vino para decirme adiós. Me dio un besito y todo de despedida. Es tan tonta que ni me ha reconocido en el anuncio de Katmandú. Me dijo que se iba de la ciudad, que no quería volver a verte más
-          ¡Mientes zorra! –dije tirando la pinta al suelo

De inmediato llegó el guardia de seguridad que taponaba la puerta y sin preguntas me dio un puñetazo en la parte derecha de la mandíbula. Luego, retorciéndome el brazo, me sacó a la calle. Giró dos veces la calle y en un oscuro callejón, me tiró al suelo contra la nieve. Antes de marcharse dejó dos patadas en mi espalda gruñendo algo en un idioma inteligible. Estuve postrado en el suelo sin poder moverme un buen rato hasta que alguien por detrás me ayudó a levantarme. Era Lena otra vez, que había salido del pub. “Es inútil, en cuanto antes lo reconozcas, más corta será la agonía”, me dijo limpiándome la sangre de la cara, “no soy tu puta de lujo, ni el polvo de unas vacaciones”, cogió aire y volvió a hablar con ese acento cargado de sexo, “deja de mirar atrás. Yo no soy la otra. La otra es Maca”. Quise escupirla, pero no tenía fuerzas, “no sé cómo pude acostarme contigo alguna vez. Me das asco”, le contesté. Lena se quedó callada mientras me atravesaba con los ojos. Un azote húmedo empapó mi cuerpo, estaba aterrado. Luego me soltó al suelo y volviendo de vuelta al pub me dijo, “Si no estoy aquí, estaré en mi casa. Sigue andando por este callejón, luego sube las escaleras esas que se ven a la izquierda. Verás un camino largo y estrecho, sigue sin pararte. Hay una farola vieja al fondo que deslumbra bastante. No tengas miedo. Ve hacia luz. Allí está mi casa”.

Empecé a andar torpemente entre la nieve todo lo rápido que puede, sin mirar atrás por miedo a que algo me hiciera quedarme. Tuve que volver andando a mi casa, otra vez, taxis no había y el transporte público seguía cortado. Tardé horas en llegar, el frio había cuarteado por completo mis manos. La casa estaba incluso más helada que la calle, encendí todas las estufas, pero era insuficiente, un aire gélido emanaba de las paredes. Maca también se había llevado las fotos que teníamos impresas: los álbumes, las fotos enmarcadas… no quedaban ni las chinchetas, pero todavía yo tenía mis discos duros y copias de seguridad en servidores, el ordenador portátil, y una torre de DVDs en el suelo. Eso no se lo había llevado. Abrí una botella de vino, sabía que ver de nuevo con calma esas fotos me iba a tranquilizar al menos un poco. Revisé una y otra vez el material. No me lo podía creer, ni en la red, ni en mis discos, no había nada. Las fotos se habían borrado, y con ellas las historias que me habían acompañado durante toda mi vida. 
Al día siguiente hice cientos de fotocopias en la tienda de abajo, llene la ciudad de hojas en las que dibuje con un lápiz su cara, diciendo que Maca estaba perdida. Fui a la policía, a los bomberos, a los hospitales. No sabía ni dónde ir. Volví a su trabajo y Kasia tampoco trabajaba ya allí. La busqué por todas y ninguna parte, yendo a todos los sitios que le gustaban: al cine de los divanes, al parque de los cerezos, al mercado de flores, al café donde iban los taxistas a comer sándwiches. Pasé varios días recorriendo la ciudad. No quería reconocerlo, pero estaba seguro de que Maca ya estaba lejos, o lo que era peor, igual se había mudado al piso de enfrente, y no lo sabía. Quizás tendía la ropa desnuda todas las mañanas en el balcón delante mío, pero yo no la veía. Estaba desenfocada.
Rendido y tiritando me senté en un banco del parque. Pasado un tiempo en el que conseguí no pensar en nada, se me acercó un anciano con una barba canosa, pero poca poblada. Supuse que venía a pedirme dinero. “Perdone que le moleste, le llevo viendo un rato desde el banco aquel de allá y necesito preguntarle algo”. Sacó su cartera, y de ella una foto con los bordes un poco roídos. “Mire la carita de travieso que tiene este niño. A lo mejor me confundo, pero es la misma cara de pillo que tiene todavía usted ahora”. Cogí la foto con torpeza, ya casi no tenía sensibilidad en los dedos. “¿Cómo es que tiene usted esta foto?”, le pregunté emocionado. “Estos de aquí en primer plano somos mi hijo y yo, en unas vacaciones por el Mediterráneo”, me explicaba el anciano con detalle, “la foto la sacó mi mujer hace muchísimo tiempo, siempre la llevo en la cartera, y cada vez que la veo, no puedo evitar observar al niño que sale riéndose detrás de mi hijo, ¡así que el niño es usted!”. Asentí con la cabeza varias veces. “Y este señor de al lado en bañador supongo que sea su padre. No vea la ilusión que me hace conocerle”. Miré con detenimiento los ojos vidriosos y la nariz chata del hombre que tenía enfrente, y por unos segundos vi en aquel viejo el rostro de mi padre. “A mí también. Mucha”, dije mientas confundido le daba unas monedas y me iba.
Volvía a nevar otra vez con fuerza, el viento era como una ortiga restregándome la cara. No iba volver a mi casa solo otra noche más. Se había convertido en un ataúd helado, o en un nicho, completamente vacío. Ya no podía más, estaba rendido de tanto luchar para nada. No tenía sentido seguir con esto. Solo quería cerrar los ojos y descansar. Dormir en un lugar caliente y despertar cuando la nieve se hubiera fundido.
Salí de la avenida principal, y me metí entre calles estrechas que solo usan los kitchen porters para fumar. Enseguida llegué al pub donde trabajaba Lena, pero ya estaba cerrado. Entré al callejo, y el viento cesó de golpe. Subí las escaleras y con la extraña paz que puede dar una farola vieja, anduve hacia su luz sin mirar atrás.
Y así empezaron los días más felices de mi vida, allí, metido en la casa con Lena, haciendo el amor, tumbado en su regazo, refugiado del frio y la nieve.
Pasó mucho tiempo, o puede que no fuera tanto. Lena ya no era la loca posesiva de Nepal, y estar junto a ella hacía que me sintiera de nuevo como un niño, sin un concepto real de lo que era el tiempo. A veces miraba por la ventana, y una vez juraría que vi a Maca. Iba como perdida, andando despacio por el paseo del rio entre la nieve. La saludé varias veces, pegando golpes en el cristal, pero no se enteraba. Maca estaba fea y demacrada, ya no parecía la misma.
Una mañana me levanté muy pronto, no podía parar más en la cama. Fui a la cocina y puse el café en el fuego. Me asomé por el ventanuco de al lado de la campana de humos y apenas quedaba rastro de la nieve, por la noche se había fundido toda. El cielo estaba azul, y los coches fluían por la avenida. Me daba pereza, hasta un poco de miedo salir solo a la calle. Quizás lo mejor era esperar a que se despertara Lena y salir los dos juntos. Realmente no me apetecía nada salir, pero quien sabe, luego podría llover, o a nevar de nuevo. No quise pensarlo mucho más, cogí el abrigo y me lo puse encima del pijama. Quería andar un poco, aunque fuera solo un paseo corto. Y si al final me animaba, hoy podría ser un buen día para pasar un momento por mi casa y recoger algunas cosas. Por primera vez echaba de menos unas novelas y la maquinilla de afeitar eléctrica.
Anduve bastante, pero muy desorientado. No tenía claro si había tomado el camino bueno para ir a mi casa. Ni me acordaba por donde quedaba. Casi ya había cruzado el puente, cuando noté que alguien me tocaba la espalda. Me di la vuelta y era una chica muy joven que hablaba con acento extranjero:
-          Perdona, ¿nos puedes sacar una foto? –me dijo
-          ¿Cómo?
-          Si nos sacas una foto a mi novio y a mi
-          ¿Qué quieres que os saque una foto? –pregunté sorprendido
-          Sí, una foto. Si puedes, vamos
-          Sí por supuesto, gracias –dije aturdido
-          ¿Gracias por qué?
-          Bueno, no sé, ahora con lo de los selfies… pensé que ya ni se hacía, que incluso era maleducado lo de parar a desconocidos por la calle para pedirle una foto.
-          Perdona, no quería molestarte –dijo ella avergonzada
-          No, no, todo lo contrario. ¿Pero dónde está tu novio?
-          Allá, al fondo del puente
-          ¿Y has venido desde allí a buscarme?
-          Pero si te estuve gritando y no te enterabas, -dijo con salero- te dabas la vuelta, nos mirabas y nada, yo movía los brazos, pero ni caso. Al final he tenido que correr para que no te me escaparas
-          ¿Has corrido detrás de mí solo para que os sacara una foto?
-          Sí, bueno, un poco. Es que tienes pinta de espabilado, ¿sabes?, de esos que no cortan las piernas en las fotos.

Fuimos al final del puente y les hice más del doble de fotos que me pidieron. Antes de despedirme le dije a la chica que no sabía porque pero que estaba seguro de que jamás iba a olvidar su cara.
Nada más empezar a andar, volví a escuchar su voz. “¡Oye qué vas mal!, ¡qué es para el otro lado! Bueno, eso creo. Es que estas yendo por donde venias antes”-dijo con cara expresiva. Reí como hacía tiempo que no lo hacía, “no me has sacado una foto, pero con tus gritos me has cortado las piernas”, le dije.
Me sentía feliz y más vivo que nunca, lleno de ideas y planes. Mientras andaba por la nieve fundida me imaginaba algún estado inhóspito americano de esos que salen en las películas. Idaho. Por ejemplo, ese. Una empresa aburrida tecnológica en Idaho con cientos de mesas. En el edificio 2, planta 3, despacho 4. Junto al ordenador, una foto en el Gran Cañón del físico Mr. Tabss con su perfecta esposa Cindy Tabss. De fondo, y posando de perfil, allí estaba yo con mi sombrero de cowboy. También me imaginé como inquilino del Instagram de Sophie Delpy, una pizpireta estudiante francesa con cientos de fotos colgadas de fiestas y festivales de verano. En una de tantas, salía yo al fondo en una esquina, inclinado hacia un lado y fumando marihuana. A la derecha, en los comentarios de la gente, alguien insistía en que recortaran de foto al tío del porro.
Así se me paso rápido el camino hasta casa, imaginando las casas en las que había vivido en mi vida. Todavía tenía tiempo, alguna disculpa se me ocurriría de lo de Nepal para decirle a Maca. Qué más daba eso, lo importante es que desde el portal ya se veía entrar la luz por los ventanales.

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