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EL CAMISÓN BLANCO Daniela Trapé

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  Después de tres años donde el mundo parecía haberse congelado, retomé mi proyecto de volver a Roma, cancelado en su momento por la pandemia. Roma, ciudad que me atrapó desde su historia y que cuando conocí terminó de enamorarme. La recordaba en ese primer viaje que hice. Había llegado a la hora del ocaso, las luces color ámbar empezaban a realzar las ruinas de la ciudad antigua de una manera que te transportaban en el tiempo, no podía creer lo que veía, la emoción me corría por el cuerpo. Caminando abrumada de tanta belleza di vuelta una calle y de pronto, sobre el final de una diagonal, apareció el Coliseo Romano colgado de una luna cuarto menguante y un cielo estrellado. Mi cuerpo no pudo contener la emoción y mis ojos se nublaron de lágrimas que humedecieron mis mejillas hasta llegar a mi boca. Ese sí que fue un maravilloso julio del 2008. La pandemia lo había interrumpido todo, pero una vez que volvió la normalidad, finalmente pude concretar ese proyecto trunco. Bajé del avió

LA REGLA DE ORO Jorge Chartier

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  Nadie tenía permiso para salir de la ciudad amurallada. Aquella Regla de Oro había sido impuesta desde el inicio de los tiempos, y dentro del reino nada hacía falta y todo era posible , siempre y cuando nadie saliera . La historia completa se remonta al año cero, cuando las mentes más brillantes del planeta se dieron cuenta de que el ser humano generaba grandes cantidades de energía en forma de memorias, y que de no ser conservadas, esas memorias eran descartadas casi inmediatamente después de que se pensaban. Con gran ingenio, estas mentes brillantes diseñaron a partir de ese descubrimiento, un mecanismo de producción energética capaz de reemplazar a las ya escasas fuentes tradicionales. El mecanismo consistía de dos elementos: una muralla y una gran hoguera. La hoguera, de proporciones gigantescas, incineraba las memorias descartadas y desde el corazón del reino abastecía de energía a todo reducto ubicado dentro de la muralla. La muralla, de forma esférica producto de que tam

1888 Carmen Almenara

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  Eran las 6 de la tarde en el 1888 [1] y Matt llevaba trabajando desde las diez de la mañana sirviendo cervezas a lo más variopinto de Londres. Pensar que había venido a Londres a estudiar cine, y llevaba vaya saber cuánto tiempo trabajando de camarero. La carrera le había costado unas veinte mil libras que no sabía cómo iba a pagar. Le había ido bien, había hecho un par de contactos, unas prácticas en una productora… todo muy prometedor, pero a la hora de la verdad, aquí estaba, de camarero. Lo único que había sacado de provecho era su capacidad para entender que la realidad y la fantasía no siempre están tan distantes como parece. No veía la hora de tocar la campana de la última ronda. Miró el gran reloj de la pared y vio que eran las cinco. ¿Las cinco? ¡Qué fastidio! No podía ser que el tiempo hubiera pasado tan lentamente. El reloj debía haberse roto, pensó. Al ser sábado de Halloween ya habían pasado por allí vampiros, momias, un par de Freedies, cinco piratas y tres cient

LOS SONIDOS DE LA NOCHE María Victoria Cristancho

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    -¡Ah, ah! ¡Otra vez no…! Esa noche me persigue.   El gemido retumbó en las paredes, alterando la placidez de la noche en el pequeño salón.   Afuera se oía la algarabía de los vecinos que compartían los primeros llamados de la celebración decembrina, en la que los cielos se iluminaban en una fiesta de luces estrelladas y el retumbar de la olorosa pólvora.     Los coordinados estruendos de los explosivos que iluminaban el jardincito se colaban como flechazos amenazantes por la ventana.     A Leticia la tomó por sorpresa el ruido.  En el sobresalto, dejó derramar la taza del humeante café recién colado, dejando un charco aromático en la alfombra.    -       ¿Mamá, qué te pasa? -dijo el niño, dando un respingo de enojo. - Estás regando el café. ¡Mírate!. Te tiemblan las manos.    El pequeño, con un gesto de incredulidad, se acercó a su madre. Tenía una mirada escrutadora, la de un niño precoz que a veces parecía más un adulto que un chicuelo de 10 años.   -       No te entiendo -insist

BABEL EN BABILONIA Patricia Terraza

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La única señal de vida en el bar era el brillo del estaño de la barra. El humo de cigarrillos, el vapor de la cafetera y la humedad del aliento de los parroquianos, acumulados por años, opacaba el aire. El viejo sentado junto al pasillo, parecía formar parte del mobiliario. El ruido del tranvía apenas aceleraba el derrotero de las gotas del vidrio empañado. “Gdjybra swueyöön   frañoÄ   stienkfa”, pensó arrugando el entrecejo. - Gdjybra swueyöön   frañoÄ   stienkfa   - dijo, y nadie respondió. El mozo simplemente le cambió el vaso por otro lleno, limpiando inútilmente con la servilleta la aureola impresa en la mesa de madera. En ese momento, otro hombre entró rápidamente al bar casi patinando en el piso de cerámicas enlozadas y detrás de él una intensa ola de frio recorrió el salón. Sacudió el gamulán y se sacó la gorra dejando al descubierto un ancho surco sin cabello. Pero lo que le faltaba adelante lo ganaba con el largo por detrás en una rala coleta de pelo rubio entrecano.