LOS SONIDOS DE LA NOCHE María Victoria Cristancho

  

-¡Ah, ah! ¡Otra vez no…! Esa noche me persigue.

 

El gemido retumbó en las paredes, alterando la placidez de la noche en el pequeño salón.

 

Afuera se oía la algarabía de los vecinos que compartían los primeros llamados de la celebración decembrina, en la que los cielos se iluminaban en una fiesta de luces estrelladas y el retumbar de la olorosa pólvora.  

 

Los coordinados estruendos de los explosivos que iluminaban el jardincito se colaban como flechazos amenazantes por la ventana.  

 

A Leticia la tomó por sorpresa el ruido.  En el sobresalto, dejó derramar la taza del humeante café recién colado, dejando un charco aromático en la alfombra. 

 

-       ¿Mamá, qué te pasa? -dijo el niño, dando un respingo de enojo. - Estás regando el café. ¡Mírate!. Te tiemblan las manos. 

 

El pequeño, con un gesto de incredulidad, se acercó a su madre. Tenía una mirada escrutadora, la de un niño precoz que a veces parecía más un adulto que un chicuelo de 10 años.  


-       No te entiendo -insistió entre desconcertado y enojado, mientras se apuraba a buscar algo con qué secar el pequeño poso marrón en la lanuda superficie. Apeló a una servilleta de papel de un paquete medio abierto del mesón, el mismo que a veces servía de escritorio de tareas o de comedor dependiendo de la ocasión. 

 

Con una mueca involuntaria, Leticia rehuyó la mirada inquisidora de su hijo. Las rodillas, que parecían haber adquirido una consistencia gelatinosa, no lograban sostenerse en pie. 

Se dejó caer en el suelo, su cuerpo se iba enrollando como una madeja, abandonado justo al lado del pesebre, que había armado esa misma mañana con la ayuda de su hijo.  

 

-       No te enojes mijo, no te enojes  -balbuceaba Leticia entre sollozos, el cabello revuelto y las manos temblorosas, sin tomar mayor consciencia de sus erráticos movimientos.

 

De pie, justo en el medio de la sala, el chico la miraba con ansiedad, sin saber qué hacer ante los suplicantes pedidos de su madre. Se quedó quieto, escuchando la temblorosa voz que salía de esa mujer que hasta esa noche había visto como su guardiana, la que siempre estaba dispuesta a espantar sus dudas y fantasmas de pesadillas infantiles. 

 

-       Ya tienes suficientes años para que sepas la verdad de esa noche que me atormenta - atinó a decir Leticia, mientras intentaba recomponer su postura.  

 

Ya con voz menos chillona, aunque sin lograr restablecerse del todo, trató de secarse las manos sudorosas con la alfombra. Trataba de rasguñar las palabras precisas, que justificaran ese torturador momento.

 

-       Pues mijito, esa noche era negra, muy negra, sin estrellas ni luna. El generador eléctrico ya estaba apagado. Para esa hora, ya todos debíamos estar en cama.  El Taita había dado la orden de que nos recogiéramos. Las jornadas del campo eran largas y duras. Y había que ganarle al alba. Yo disfrutaba del susurro nocturno. 


Jacinto, el ‘Taita’, que era como llamaban a su papá, era un hombre regordete, manos agrietadas y unas mejillas tostadas por el frío que traía la montaña. No era muy alto, pero imponía su parecer con gestos firmes y voz ronca. 

 

Esa noche era como las demás, en las que antes de irse a dormir nunca faltaba un humeante aguapanela y un trozo de arepa’e queso.  


El rancho tenía paredes delgadas y porosas de bahareque, reforzado con estacas de caña seca. Hasta el ruido más sutil se filtraba.  El padre había construido la casucha de dos cuartos, con barro montañero y bosta de vaca añeja. Jacinto había llegado allí con su mujer, Regina Fuentes, dos vacas lecheras y muchas ganas de cultivar papas  y otros vegetales en el empinado terreno, que el gobierno liberal estaba entregando en una de esas amañadas reformas agrarias prometidas en campaña electoral.  Allí se había quedado sembrando esperanzas y haciéndole tres críos a la Regina de sus amores.  No había electricidad ni agua corriente. Se las ingeniaban con un vetusto generador eléctrico de gasoil y Jacinto había construido un rudimentario pozo de agua natural. Las noches allí eran tibias y plácidas.

 

Afuera, entre los arbustos, los grillos cantaban sus amores, o eso creía Leticia, que entonces  ya estaba en edad de enamoramientos. 

 

Todas las noches eran iguales, la oscuridad era infinita si la caprichosa luna decidía quedarse dormida. 

 

Esa noche, el arrullo nocturno había sido interrumpido por un sonido profundo y un eco perturbador, seguido de gritos que presagiaban que algo definitivo estaba por pasar. 

 

El sobresalto inicial fue seguido del barullo armado entre los dos camastros en el que dormía la familia.  En uno estaban los papás y en el otro, Juanita, Lucho y Leticia. 

 

-       Las luces repentinas se colaban por las grietas y me hicieron pensar que había llegado navidad -dijo Leticia, al contarle a su pequeño cómo las celebraciones decembrinas eran sus favoritas…  -Me emocioné. Pero era agosto y ese pensamiento fue reemplazado por un miedo infinito que aún llevo en el alma. 

     

Todo había transcurrido muy rápido, pero en la mente de Leticia se reproducía en cámara lenta…  

 

-       No sé cuánto tiempo pasó. El Taita me sacó del letargo con un sacudón. Me cogió de la mano, esa la recuerdo fuerte, gruesa, ruda, pero a la vez dulce y amorosa… La tomé, me sentí segura, gigante, fuerte. --recordaba Leticia, que había logrado que su hijo bajara la guardia y se sentara a su lado, aunque todavía receloso de los gestos de su mamá. 

  

El Taita hablaba o gritaba, pero ese esfuerzo se ahogaba en los sonidos de las explosiones, seguidas de la irrupción, entre una lluvia de disparos que iban atravesando el bahareque de la casucha, de una manada de uniformados.

 

Cuando Leticia cayó en cuenta ya estaban afuera.  El Taita había cerrado la puerta de un tirón sin soltarle la mano. 

 

Con el taz del portazo sintió la escalofriante sensación de abandono y pérdida.  Salieron corriendo rumbo al monte, que se iluminaba en forma intermitente. 

 

-       Los estruendos me retumbaban, me ensordecían… Esa fue la última vez que vi la casa. 

 

A sus espaldas quedaban los sonidos de relámpago. Apenas alcanzó a divisar esas luces que semejaban los reflejos de los fuegos artificiales, que en otra época le hubieran traído alegría. Pero esas luces eran distintas, eran peligrosas, traían muerte y dolor.  Estaban huyendo… Corrieron por mucho tiempo. 

 

El Taita se había estado enfrentando a fuertes estragos para mantener su terruño. Ya le habían llegado mensajes de esos sin un remitente, pero que todo el mundo sabía de dónde venían. Ya su compadre Manuel, el que a veces le echaba la mano con el cultivo, había recibido los suyos y sin más había recogido sus pocas pertenencias y se había marchado una mañana lluviosa.    Esos papelitos anónimos también habían llegado a las manos del Taita. “Se va o se muere”, rezaban en hojas de cuaderno cuadriculado y con letras apuradas.  Los había desdeñado, creyéndose seguro de los derechos que le daba la Ley de Tierras. Pero eso no parecía suficiente en tiempos en los que las botas militares tenían la palabra y el poder.  Leticia no entendió eso hasta mucho después de que ella misma hubiese tratado de reconstruir su vida en una ciudad ajena y casi anónima.


En la tormenta de explosiones y balas, habían quedado los cuerpos inertes de Regina, Lucho y Juanita, en charcos de sangre y barro. No hubo tiempo para lágrimas. 


-    Ya solo éramos el Taita y yo… Ese es el dolor que me carga el alma -terminó Leticia buscando la aprobación de su pequeño. - Mijito, aunque estemos en este salón de paredes blancas y fuertes, en medio de esta gran ciudad de hablar extraño, mi corazón sigue viendo esa noche negra, muy negra…

 

Por unos segundos la sala se inundó de un silencio en el que Leticia dejó escapar un quejido de dolor, que su pequeño hijo trató de aliviar posando su mano sobre el hombro de ella.

 

El niño se levantó. Por primera vez sintió que su corazón también se unía al dolor de su madre. El retumbar de los dos corazones sonaba en la salita como un estallido infinito.

 

 Afuera la noche se iluminaba de luces y algarabía.

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