EL CUCHILLO DE MANGO AZUL María Victoria Cristancho


Había ejecutado el mismo procedimiento desde hacía más de diez años. Se aseguraba de que él no estuviese cerca y el resto era casi automático. Sacar el pequeño frasco del fondo de la alacena, abrir el envase, tomar una de las diminutas pepitas, ponerla en la tabla de cortar las verduras. Luego sacaba el mismo cuchillo de mango azul marino del cajón de los cubiertos . Clack, clack, clack, y la pastilla cedía a la presión del metálico instrumento hasta hacerse polvo.
Pero un día Pablo había entrado a la cocina sin que Manuela se diera cuenta de su presencia. Ella tenía el cuchillo en la mano y la pastilla lista en la tabla.
El instante se repetía en la mente de Manuela como una escena fílmica.
Ahora era lunes, afuera estaba lloviendo con esa forma pertinaz del verano tardío. Había pasado un tenso y lento fin de semana. Había intentado refugiarse en el televisor, con el control iba pasando canales de manera automática. Veía el teléfono cada minuto. Pero nada, no había nada. Ella sabía que ese silencio era un mal augurio.
Pablo era muy temperamental, siempre lo había sido. Pero más irritable, sobre todo desde que descubrió lo de las pastillas.   
No lo veía desde el viernes y ya era lunes. ¿A dónde había ido? ¿con quién estaba…?
Era su hijo, había salido de sus entrañas hacía dieciocho años, pero no lo sentía suyo. Manuela había sentido un estremecimiento inexplicable cuando la enfermera, que le atendió el parto en aquel vetusto y maloliente cuarto que hacía las veces de quirófano improvisado, lo puso en sus brazos. Eran esos ojos profundos, abiertos, verdes, muy intensos. No tenía dudas de que era su hijo, pero siempre lo sintió ajeno. Y esa extraña sensación se había mantenido en su epidermis desde entonces. Los berrinches, los mordiscos en los brazos y los arañazos en la cara se repetían con más frecuencia que la que ella podía soportar.
Manuela había aprendido a limitar su contacto con el pequeño. Lo alimentaba, lo vestía, pero trataba de no imponerse ni regañarlo, porque sabía que los efectos podrían ser impredecibles.
El vecino, Jacinto, un sicólogo discreto que tenía su consulta en la sala de su propia casa, había presenciado uno de esos perturbadores momentos de furia infantil. En aquella ocasión no dijo nada, solo los observó sin mostrarse desagradado ni pretendiendo juzgarla. Pero otro día en que se repitió la escena, le hizo un gesto casi imperceptible con la ceja derecha. Ella supo que podía confiar.  Aprovechó un día en que Pablo estaba en la escuela y cruzó la empedrada caminería que separaba las dos viviendas. Decidida tocó la puerta. Jacinto la recibió como si la hubiese estado esperando. Hablaron un largo rato, ella lloró amargamente en su hombro y él tomó el caso de Pablo como suyo.  Desde entonces, él le suministraba las diminutas y ovaladas pastillas que con el tiempo se habían convertido en el mágico antídoto que ponían al pequeño en estado de trance. Mientras duraba el efecto, Manuela se sentía renovada, todo era más simple.
Se las daba camufladas en la mermelada de naranja casera que preparaba a finales de cada otoño, cuando la fruta estaba lista, con el color intenso y perfecto, la textura firme. Jacinto siempre le advertía que no abusara de las pastillas, que solo se las suministrara cuando viera que el niño se estuviese comenzando a alterar.
Ella había seguido al pie de la letra las instrucciones sin que Pablo se diera por enterado de su estrategia para tenerlo controlado. Pero en el instante en que Pablo la descubrió, había cambiado todo. Él la increpó y Manuela no tuvo más opción que admitir que usaba ese método para calmar su temperamento. La furia de Pablo se manifestó en un golpe a la mesa de la cocina donde ella estaba triturando la pastilla.
“Le debí haber dicho que estaba enfermo, que necesitaba esa pastilla, que lo quería ayudar”, se decía a sí misma mientras apretaba sin mirar los botones del control del televisor. “¿A qué le temía? Era solo una criatura. Yo debí poder más que él…”, se increpaba.
Y como si de repente todo estuviese claro, ahora le parecía que era obvio.  El secreto estaba en los ojos de Pablo, esos ojos verdes. Tenían un brillo intenso, pero no era un brillo de esperanza sino de rabia pura. Parecían tener vida propia. Esos dos círculos esmeraldados tenían el poder de paralizar a Manuela. Pero más que esos ojos, era el contrate con su dulce rostro, su piel suave y la palidez de sus labios. Esas líneas delgadas que apenas se movían cuando murmuraba palabras ininteligibles para ella. Trató una y mil veces de repasar cada minuto, cada segundo, antes y después de que esos ojos se transformaran en lo que la tenía aterrorizada.
Todo había ocurrido el viernes, y fue el último día en que ella lo había visto. Él había regresado de la calle muy nervioso, al entrar había tirado al piso esa vieja chaqueta negra de cuero curtido que usaba todo el tiempo, fuese gélido invierno o abrazador verano. Lo vio caminar como un zombi, como hipnotizado. Lo vio entrar al estudio. Allí estuvo encerrado por largo rato.
Manuela pensó entonces que debía darle una dosis del medicamento. Corrió a la cocina y comenzó la rutina de buscar el frasquito, que guardaba en el fondo de la alacena. Lo destapó y sacó una pastillita. Buscó el cuchillo de mango azul y cuando se disponía a triturarlo, se sobresaltó con la voz rotunda de un Pablo iracundo… “¿Qué estás haciendo? ¿qué es eso?” La escena se repetía una y otra vez en su cabeza. Las palabras se le habían quedado estancadas como un sofocante nudo en la garganta. Había corrido a encerrarse en su habitación.
De afuera apenas llegaban sonidos de pasos y del celular de Pablo. Solo volvió en sí cuando escuchó el portazo que dio su hijo al salir de la casa sin decir nada.
Y desde entonces habían pasado tres días. Esperaba a que Pablo regresara, que llamara o que al menos enviara un mensaje. Pero nada de eso había pasado.
El lunes se atrevió a salir de su cuarto. Temblorosa se asomó al salón principal donde todo había quedado intacto, un vaso de agua medio vacío en la mesa, los platos sucios en el lavaplatos. Esa mañana decidió que escribiría todo lo que estaba pasando. Tal vez si lo leía podría entender ella misma cómo había llegado a esa situación. Tenía papel, pero no lápiz, tampoco un boli cerca. Sabía que tenía uno en su cartera. Pero no quería regresar a la habitación, donde el televisor seguía encendido.  
El estudio estaba más cerca y no se lo pensó dos veces. Se acercó decidida y abrió la puerta. Todo parecía normal. Fue directo al antiguo escritorio, ese viejo y pesado mueble de madera oscura y desgastado en las esquinas que había heredado de su abuelo, quien fungió de escribano y a quien recordaba de solapa, saco y sombrero.
Sin titubear tomó la perilla y haló el cajón superior de modo descuidado. Por un momento dudó de lo que estaba viendo. Se quedó petrificada, inmóvil, con la vista fija en un objeto plateado, filoso. Era el mismo cuchillo de mango azul que Manuela había usado para triturar las pastillas.  Y en él vio restos ya secos de un fluido rojizo: ¡era sangre!  
No se atrevió a tocarlo. Estaba paralizada.
No sintió su presencia, pero sí la pesada respiración en la nuca. Se dio la vuelta como en cámara lenta. Allí estaban esos ojos verduzcos, incriminadores, agresivos. Trató de esquivarlo, pero él fue más rápido. Ella no tuvo tiempo de nada. Cuando regresó la mirada al cajón, el cuchillo ya no estaba. Lo tenía Pablo.
Fue lo último que vio.

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