BICHITOS DE LUZ Laura Kauer
No era el jardín
de un vecino. Tampoco era el terreno empinado de la casa de vacaciones en
Carlos Paz. La memoria se oscurecía o iluminaba de a ratos, pero ella podía aún
sentir el pasto húmedo recién cortado debajo de la mesa y el sudor frío de los
vasos mientras los adultos dejaban pasar las horas hablando. Era un domingo de
verano cualquiera. Lo sabía por el olor a asado y el ruido de las palomas
revoloteando por los tanques de agua. Lo sabía porque lo único que le había
permanecido realmente nítido era su hermana resoplando igual de aburrida que
ella.
Del otro lado de
la mesa, entre botellas de vino, Terma y los tenedores cansados, se asomaban
apenas el flequillo y los ojos de su hermana. Los domingos aún no tenían el
sabor amargo del día antes de un lunes de trabajo. En vez de eso, avanzaban
lentamente mientras su hermana y ella buscaban todas las formas de escaparse de
sus sillas de plástico blanco. Lo único que les preocupaba era si las dejarían
ver televisión y si alguien las vería poner una segunda cucharada de dulce de
leche en el postre. El tiempo aún era algo desechable, una página blanca para
llenar de garabatos, hojitas, palitos encontrados por ahí y olvidados
rápidamente con el próximo juego.
Las
conversaciones de las palomas eran tan constantes como el ruido de los adultos
por encima de sus cabezas. Que con estos políticos estamos en el horno, que el
precio de la leche, que el vecino Pichón que ni se puede quedar parado y aun
así quiere subirse a la bici para ir a comprar más cerveza. De a ratos le
parecía que las palabras se transformaban en el ruido de chicharras, pero esas
eran otras memorias que se superponían. Memorias de las siestas acaloradas que
las obligaban a tomar todos los días menos los domingos...
Hacer agujeros
entre el pasto con los pies, intercambiar los vasos de vino por los de Terma,
las entretenía hasta cierto punto. Apenas pudieron, patearon las ojotas debajo
de la mesa y se dieron un guiño cómplice. De los dos lados del mantel blanco,
dos pequeñas frentes desaparecieron. Nadie notó algo extraño hasta que fue
demasiado tarde: agarradas de la mano salieron corriendo hacia el fondo del
jardín con los mismos vestidos y las mismas rodillas sucias.
El jardín parecía enorme y lleno de sombras mientras exploraban sus
límites. Las atrajeron los enormes
helechos que rodeaban el jardín y las plantas de jazmines que se adherían a las
paredes. Una a la vez, ojearon del otro lado de las paredes, y se escondieron
rápidamente al ver otras mesas, en otros jardines, con más adultos en sus infinitos
rituales de domingo. Sin que lo
notaran, las palomas se habían callado y apenas se veían las siluetas de los
adultos gracias a la luz ocasional de un cigarrillo que se movía, una brasa que
daba un chispido. El ruido no las sorprendió, ella y su hermana jugaban como
leyéndose las intenciones, con un lenguaje de gestos paralelos. Su hermana
Camila no se alejaba mucho de ella y de a ratos sentía sus dedos pegajosos
buscando el codo como para asegurarse de que seguía ahí. La oscuridad fue
borrando esa danza sincronizada y justo cuando se preguntaba adónde, entre qué
helecho se había escondido su hermana en la oscuridad, algo le había llamado la
atención:
- ¡Camila ¿viste
eso?!
Enfrente de ella apareció su hermana. Apenas distinguía la piel bien
blanca, los ojos oscuros brillosos y las rodillas rosadas. Su hermana estaba
cruzada de brazos como si tuviera frío.
- Camila ¡atrás tuyo! - le susurró
conspiracional, casi como un siseo.
Camila se esforzaba por no sacarle los ojos de encima como con miedo
de que ella la engañara. El mentón, apuntando con acusación, dibujó una sombra
aún más oscura en el bordado de su vestido claro.
- Cami, Cami. Mirá o te lo vas a perder.
Por encima del hombro derecho de su hermana Camila, vio una lucecita
guiñar. Su hermana se había quedado completamente inmóvil como si tuviese miedo
de hasta respirar. Parecía que ella también había empezado a notar las pequeñas
órbitas de luz que parecían flotar en la oscuridad alrededor de ellas. Otra luz
guiñó a la izquierda y dio un par de vueltas cerca del flequillo oscuro de
Camila. Pareciendo adivinar qué había detrás de ella, Camila cautelosamente miró
hacia atrás y volvió la mirada rápidamente a su hermana como esperando verla
correr a todo trapo, dejándola sola en la oscuridad.
En vez de eso, ella le susurró ¿Viste, Cami? mientras levantaba una
mano como sosteniendo agua, la palma hacia el cielo, con el gesto de una de
esas santas sufriendo en sus estampitas que vendían en el colectivo, por un
pesito doña. La palma se iluminó por un segundo y las puntas de los dedos se
traslucieron antes de derretirse en la oscuridad. Las dos se quedaron paradas,
los ojos y las bocas brillantes de asombro. Lentamente ella levantó las manos
como escala de una pesa que baja y sube buscando su balance. El único peso
sobre ella era el aire húmedo y la luz de decenas de bichitos de luz. Sentía
que el piso se había esfumado y que pronto se pondría a volar también. Su
hermana en cambio parecía inmovilizada, cerrando los ojos involuntariamente si
se acercaba alguna luciérnaga.
El jardín había
oscurecido a un color tinta verdoso y la voz de los adultos, el tintineo de los
vasos, el susurro de la sodera, apenas parecían haberse extinguido al mismo
paso que la luz. La memoria o la noche oscurecieron por completo, hasta que
solo alcanzaba ver destellos de su hermana cuando una luciérnaga se le
acercaba. Una luz iluminaba el pelo oscuro y la vincha roja que lo sostenía.
Otra luz, una mano intentando aferrarse a ella casi tan blanca como el vestido.
Otra luz y por un momento veía un hombro lleno de pecas. Otro destello y podía
ver unos ojos oscuros, pero luminosos. Su frente decidida y una última luz.
- Ade, Ade...
¿me estás escuchando?
- Si - dice
distraída mientras toca la pantalla del celular - Pará, desapareciste.
- ¿Me ves? - le
pregunta ahora Camila y la pantalla se prende de nuevo. Su hermana le habla de
cerca, demasiado cerca, le habla mientras ella le ve la frente decidida, los mismos ojos oscuros con un
brillo alarmante contra un fondo de sombras negras. Es ese brillo del miedo que
le recuerda a la noche de los bichitos de luz.
Es un domingo,
un domingo cualquiera. Detrás de cada una hay un departamento oscuro,
silencioso. Las dos recostadas en sofás en distintas ciudades, comen comida
recalentada mientras las une la luz azul de los celulares.
- Te veo, si, de
a ratos...
Es difícil tener
el celular y al mismo tiempo comer sin tirar todo por todos lados. Ade intenta
no distraerse, pero mientras su hermana le cuenta sobre su semana, ella mira
rápidamente los emails del trabajo. Ni se da cuenta del silencio que crece
hasta que de vuelta escucha:
- Ade... ¿me
estás escuchando? ¿Escuchaste algo de
lo que acabo de decir?
Ella la mira,
más bien mira esos píxeles iluminados que son su hermana, pero cubiertos de
huellas digitales sucias. Cuanto más tiempo le toma responder sabe que son más
grandes las posibilidades de que Camila le corte. Últimamente su hermana le
corta más que la llama, piensa, pero tampoco la culpa. Hace más de un año que
ella se mudó al otro lado del país, y aunque se llamaban todos los días al
principio, ahora apenas se hablan.
Cuando se hablan a ella le cuesta concentrarse, apenas aparece un
mensajito, una notificación en la computadora, su hermana se oscurece en su
mente. Por otra parte, se dice, Camila siempre fue más corta de paciencia, pero
estando juntas ella siempre podía ponerle la mano en la muñeca para calmarla.
Si estaban hablando en el piso de su cuarto, porque ella estudiaba con una
aureola de libros y papeles alrededor de ella, con solo poner la cabeza sobre
su hombro era como pedirle perdón. Perdón Cami, perdón. Hoy tengo la cabeza en
tantas cosas que solo veo listas en vez de tus manos, tu cara, tu frustración.
En todo caso eso
era lo que funcionaba antes. A la distancia, esta otra Camila, esta otra
hermana responde de manera muy diferente y generalmente es la primera en tocar
la pantalla y así terminar la conversación.
- Ade... no me
estás escuchando, ni cuando te digo algo importante. No sé qué me tengo que
poner, un cartel lleno de luces para que me des bola. Es como esa vez que
estaba muerta de miedo en el jardín de Meri y vos solo me querías mostrar las
luciérnagas. Obsesionada con las luciérnagas que se mueren dos días más tarde,
mientras a tu hermana le agarra fobia a la oscuridad.
Y con eso los píxeles
enmudecen, la pantalla se vuelve oscura. Ade posa su celular sobre la pierna
mientras termina la comida notando el calor que pulsa. No, definitivamente no
era como antes, cuando podían hablar por horas aunque ya conocían cada detalle
y segundo de la existencia de la otra, pero es mejor que nada.
El silencio en
el apartamento resuena a tal punto que siente que se está quedando sorda. Se
mira en el reflejo del vidrio que da al balcón y parece pequeña, ahogada en la
penumbra.
Solo que vuelva
a encenderse la luz del celular, piensa, la puede salvar.
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