CUANDO EL CIELO DESPEJADO MOLESTA Andrés Tacsir
Entró en la estación de Parsons Green convencido de lo
que diría a Edu y a Vale.
A pesar de que había subido la temperatura
considerablemente, Gabriel llevaba su abrigo de invierno. Ese gris, pesado, bastante
abrigado. En parte era la inercia: el invierno había sido largo y duro. Además
el clima londinense era impredecible y muy cambiante. No sabía si esta
nochecita, al volver de lo que él pensaba como el último interrogatorio, estaría más fresco, lloviendo o, incluso, nevando.
Nunca se sabía allí. El abrigo gris era ciertamente más pesado que el saco azul
pero, al menos, los bolsillos eran amplios y le permitían
llevar un libro para el viaje en tren. Tenía más de una hora hasta Guilford,
hasta la confortable vida de las afueras de Londres. Había elegido, medio
apurado ya al salir, uno de los libros que se leería en el taller en los próximos
meses. No importaba que él ya no estuviera; de todas formas lo leería.
Pasó las máquinas con su tarjeta de crédito y subió la escalera para ir al andén. La
estación era de esas abiertas. No son infrecuentes fuera de la zona 1. El tren
a Wimbledon (allí tomaría el otro tren hasta su destino final) estaba anunciado
para dentro de tres minutos. No había muchas personas en ninguno de los dos
andenes. Era lo que se podia esperar de un domingo a la manana.
Estaba soleado. Había un sol extrañamente
nítido y potente.
Las visitas a lo de Edu y Vale acobardaban. Lo
hacían dudar. Se sentía incómodo allí. No sabía, incluso, por qué seguía yendo.
Sería, pensaba, que
en algún momento, como pasa en la inmigración, sus destinos se habían simplemente
cruzado. Tal vez le había dado miedo perder esa relación. Repasó, por lo tanto, una vez más lo que les diría.
Quería estar bien seguro. Empezaría, tal cual había decidido, diciendo que
después de tanto tiempo necesitaba un cambio. Y que ciertamente prefería irse
ahora que podía elegir, cuando estaba bien,
que en un futuro que lo podría tener arrinconado y sin tantas
opciones.
Miró a la gente con atención en el andén de
enfrente. Pensó que los separaba de la gente de enfrente cerca de siete u ocho
metros. Se paró lo más erguido posible sobre la línea amarilla, aquella que no
se debía traspasar por seguridad. El reloj marcaba las 10.57 cuando llegó el tren que iba hacia el este. Era
de los nuevos. Parecía de juguete. El azul, rojo y blanco estaban impecables.
Estuvo detenido menos de un minuto. Cerró las puertas y se puso en marcha. Al
irse, el andén quedó vacío. Una chica con pelo largo llegó unos pocos segundos después. Había
subido la escalera de a dos escalones pero incluso así no llegó a tiempo.
El sol le daba de lleno en la cara. Eso hizo la
espera muy agradable.
Poco más de minuto después llegó su tren. También era de los nuevos.
Se acordó que la District Line ya había reemplazado todos sus trenes. Los
trenes eran de esos en los cuales todos los vagones estaban unidos. Aunque la
zona del vagon a la que subio estaba casi vacío quiso caminar un poco por
dentro del tren. Buscaba ese colorido que daban los trenes londinenses. Buscó
al canario Twitty sentado con el gato Silvestre. Trató de encontrar a la
pareja, él de elegante smoking y ella de vestido largo, que iban a la opera.
Intentó ver si encontraba al jugador de golf con todo su equipo. Intentó encontrar
a las mujeres vestidas con ropas tipicas de Nigeria, o al escoces en pollera o
a los afganos con sus tunicasy barbas tipicas. Ninguno de ellos estaba alli.
Tampoco estaba el polaco con su carrito para cargar las cajas de herramientas.
Ni el que desayunaba noodles. Ni siquiera estaba el que iba escribiedno codigos
en su Mac. Le pareció un tren poco londinense. Ni siquiera se escuchaban dialogos
en diferentes idiomas. Era, en definitiva, un tren normal. Aburrido, sin
personalidad. Estaba casi por erro puesto alli en ese trayecto londinense. Se
puedo, entonces, relajar; no estaba obligado a prestara atencion a todo, todo
el tiempo. No habia necesidad de la situacion de alerta permanente. Bajar la
guardia en Londres. Alli estaba la ocasión: domingo a las 11 de la manana
saliendo de la ciudad.
Caminó lo que sería el equivalente a tres
vagones. Se sentó frente a una mujer joven. La calefacción estaba encendida y
empezó a tener calor. Se quitó el gorrito azul y rojo que tenía y la bufanda
que le hacía juego. Conectó los auriculares
a su teléfono y buscó No me importa el
dinero, la versión que Los auténticos
decadentes cantan con Julieta Venegas en algún concierto en México. Se
relajeo. Se sintio comodo, en calma. En relativo control de la situacion, al
menos de este viaje. Seguía escuchando lo que escuchaba antes de irse. Sabía
que, en parte, eso era una marca propia, personal. Sobre todo frente a los
ingleses.
A medida que escuchaba la canción iba refinando
la forma en cómo iría uniendo las ideas que les diría a Edu y a Vale. Sabía que los
anuncios de las partidas nunca eran fáciles. Él mismo había experimentado
muchas de estos. Pero, siempre, del otro lado del mostrador. Sabía que allí se
presentaban las personas en su máxima humanidad. Es decir, no podían ocultar lo
que sentían. Las reacciones siempre eran una combinación de felicidad y celos.
Las dos fuerza luchaban y los resultados eran disimiles e inesperados. Había
pensado durante meses sobre esa oferta que tenía para volverse a Buenos Aires. Había
visto la situación desde todas las perspectivas posibles. Le había puesto todo el
cerebro que había podido. Y se había decidido, después de veinte años, a
volver. Se había decidido, después de quince años, a irse de Londres. Londres
era un monstruo de dos caras: era una maravilla y una desgracia. Estaba cansado
de la cara de la desgracia. Les contaría, en caso de que lo creyera necesario,
en caso de que la conversación no fuera por el camino amigable, llano, que él
deseaba:
-Muchas veces en esta ciudad me ha pasado estar
frente a un amigo y en un instante te dice: me voy. Es una ciudad experta en
esto: en darte toda la gama de despedidas existentes. Y uno está feliz, feliz
por el otro.-Tomaría aire para darle más importancia a lo que sigue-. Pero uno se
siente preso. Siente que todavía uno no ha podido encontrar la salida a esta
prisión que de afuera luce tan hermosa. Y tentadora. Ciudad llena de trucos de
magia. Y claro –continuaría en su relato- uno parece desinteresado y lo
disimula diciendo: “Qué triste me pone la noticia. Y qué contento al mismo
tiempo”. -Les contaría, en caso de que no sonaran convencidos, ese pequeño blog
sobre la magía que había escrito hacía pocas semanas.
Repasaba mentalmente las ideas del blog cuando
sin esperarlo, la joven frente a él le sonrió. Con un acto reflejo él le
devolvió la sonrisa. Entonces ella le preguntó si hablaba castellano señalando
el libro que asomaba por el bolsillo del abrigo. Se sorprendió con la pregunta.
No eran frecuentes esas interacciones en el tube. La gente va muy concentrada
en sus teléfonos. A lo sumo la gente mira a las publicidades. Todos eran
servicios en que hacen las cosas por uno: te cocinan por vos, te hacen las
compras por vos, te buscan pareja por vos, eligen donde debes vivir por vos.
Era agotador que todos usaran las mismas apps. Hacía al mundo gigantesco pero
al mismo tiempo predecible. Le contestó que sí. En castellano pero con un
fuerte acento del norte de Europa (no pudo distinguir si danés, sueco,
holandés) ella le dijo que había vivido en Bogotá unos meses y allí había
justamente leído a Santiago Gamboa.
-No leí ese libro pero sí uno anterior de él. Me
gustó mucho. ¡Pero que difícil ser colombiano y escapar de la sombra de García Márquez!-
le dijo. Para que no parezca que uno escribe realidad magica hubiera que estar
exagedo más de lo necesario. ¿No te parece?
No supo que responderle. Lo tomó de sorpresa
semejante comentario. Y el castellano casi perfecto. Se imagino a el haciendo
esa pregunta en sueco. La gramatica marginalmente incorrecta seria el menor de
sus problemas. Vio que sobre la cabeza de ella la publicidad explicaba que te
llevan exactamente la cantidad de cada uno de los ingredientes que necesitas
para cocinar lo que te sugieren. -No me gusta mucho García Márquez. La verdad
que nunca llegué a terminar Cien años de
soledad- en algún otro momento hubiera dicho esto con vergüenza-. Mirá que lo intenté. Pero aunque suene
contradictorio: que escritor espectacular ¿No? Esa escena de El otoño del patriarca en que se tienen
que comer al general que está encabezando la revolución es apoteótica-. Dudó si
ella entendería esta última palabra.
Ella dijo que tampoco le gustaba mucho pero su
conexión con América Latina había empezado gracias a Gabo. Ella dijo Gabo. Él
le explico que dirigía un grupo de lectura latinoamericana. Ya habían leído
cuarenta libros. Era gratis y todo el mundo era bienvenido. Le sugirió que
fuera a la próxima reunión. Se mostró interesada y se pasaron los emails y
teléfonos.
-Ahora es fácil saber cuándo una chica te da el
número de verdad- dijo. ¿Te acordes cuando antes te daban un número y hasta que
llegabas a casa no sabías si era el verdadero?- Ella se rio. Él no sabía si había
entendido o no. El chiste no tenía gracia si eso no se estilaba cuando era
chica. Además ella era probablemente veinte años más joven que él. Seguramente
nunca había salido de su casa sin un móvil.
- Mette. Ni nombre es Mette: con doble t.
Al llegar a Wimbledon Park se puso de pie.
-Me bajo aquí- dijo-. Nos vemos pronto. Adiós.
El tren arrancó. Se puso nuevamente sus
auriculares. Buscó Flaca de Calamaro. Volvió a
pensar en lo que les diría en un rato a sus amigos. Al enterarse que se irían
lo habían invitado a almorzar. Habían comprado tapas de empanadas y habían
preparado más de dos docenas. Vale era muy buena cocinando. A la mañana le había
enviado un mensaje diciéndole que había otra sorpresa para el almuerzo. Él
pensaba que eran los buñuelos de acelga. Le encantaban y ella los preparaba muy
bien.
Se metió, entonces, en el blog sobre su infancia.
Pensó que solo podría escribirlo desde aquí, desde Londres. Necesitaba esa
distancia. Se dio cuenta, asi de repente, que en este caso la ciudad era su
gran aliada. Fue bajando con el dedo las diferentes entradas que aparecían. Había
de todo: la tía Libe y sus silencio sobre sus conocidos de Auschwitz, el primer
día en el colegio, el escape de la tortuga, la cortadura en la perilla.
Volvió a repasar lo que les diría a Edu y Vale.
Haría hincapié en un par de aspectos. Lo cuesta arriba que se le hiciera formar
una familia aquí. En lo complicado que era lograr construir afectos duraderos.
Y, como no podría faltar en ninguna de las cargas contra Londres, en el clima. Concluiría
diciendo, para ya no dejar ninguna duda y no dar lugar a contraataques, que ya había
renunciado a su trabajo.
Cuando el tren estaba por llegar a Wimbledon se
detuvo. Por los altoparlantes se anunció algo que no llegó a entender por la
música. El tren estuvo detenido frente al estacionamiento de Waitrose. En los
cerca de diez minutos que allí estuvo vi como una familia con tres hijos
cargaban el coche con las bolsas de la compra. Los chicos deben tener doce,
ocho y seis. Tenían cerca de veinte bolsas. El más pequeño tenía una pelota de
fútbol en las manos y no colaboraba mucho. Parecia una de esas familias que el
pensana como normales. Mientras esta familia acomodaba la compra en su coche,
una pareja se subió al Mini que estaba a unos pocos metros. Ella tenía como
mochila un instrumento musical, probablemente era un contrabajo. Era un estuche
de plástico duro de color rojo. Se alcanzaban a ver varias etiquetas en el
estuche, aunque no logró distinguir que decían. Al darselo al novio para que lo
guardara en el baul, sonrió. Pasó un chico de cinco o seis años en su
monopatín. Detrás pasó su madre con dos bolsas, de esas arpilleras ecológicas. Pensó
que hoy era el primer día que prestaba atención a estas cosas. Era la primera
vez que veia escenas de calma. De placidez. De algo que, incluso, podia ser
deseable.
El sol ahora era intenso. Incluso pensó que se
estaba quemando un poco la frente.
Volvió a su teléfono y llegó hasta Abracadabra. Tenía presente ese
recuerdo: todo había transcurrido en ese viaje en coche a la playa. Se acordó
de los campos a lo largo de la ruta que iba de la ciudad al balneario. Y esas
largas horas para poder hablar de lo que fuera. Efectivamente de lo que fuera,
de aquello que él quisiera.
-¿Los magos hacen los trucos porque dicen abracadabra, pá? – le preguntó a su
padre cuando estaban cerca del kilometro 200 de la ruta 2. La madre le pregunto
de donde se le ocurrio esa pregunta. El contesto que desde el cumpleaños de
Mariano que lo queria preguntar.
El padre le explicó que no lo sabía. -Pero eso
es lo bueno, Toby. – Lo miró por el espejo retrovisor. Él miraba atentamente
por la ventana.- Lo bueno de los trucos de magia es no saber cómo se hacen. Si
se supiera como los magos transforman las cosas o las hacen desaprecer no
tendría gracia. Sería aburrido. ¿Y quien quiere ver a un mago para aburrirse?
Los trucos son eso: trucos.
-¿Pero esas palabras son mágicas?
-Tampoco lo sé. Pero por las dudas habra que
decirlas ¿no?
Entonces la madre le dijo que cerrara los ojos
y pensara en que comeria ahora. Y mientras los tenia cerrados le dijo que
dijera las palabras magicas. El las dijo y la madre puso sobre sus piernas un
alfajor de dulce de leche.
Apagó el teléfono. Lo pensó mejor y se dijo que
no les contaría esta historia a Edu y Vale. Ni en caso que lo necesitara. Era
un detalle al cual no valeia la pena recurrir.
El tren nuevamente se puso en marcha. Fue
lentamente hasta Wimbledon. Todavía no se había detenido cuando recibió un
mensaje de Mette.
El cielo seguía despejado. Era perfecto. Un
celeste hermoso. Daba ganas de quedarse ahí sentado para siempre. Con el sol
dándole en la cara.
Repasó esa oración nuevamente que tanto le había
gustado
- Ciudad llena de trucos de magia.
Y pensó que debería decirles algo más a Vale y
Edu. Algo más contundente. Si no lo hacía se sentiría débil, culpable.
- Ciudad llena de trucos de magia-.
Repitió. Y agregó en voz baja, casi con vergüenza, asegurándose que nadie lo
oyera-: Nada por aquí, nada por allá…un soplidito por acá…y…abracadabra. Ahí
aparecía algo.- Hizo un silencio. Y ya en voz más fuerte-: Siempre aparecía
algo. Algo salido de la galera.- hizo otro silencio-: Como eso conejos que los
magos sacaban en los cumpleaños cuando éramos chicos.
Al bajar del tren deseo, como nunca había
deseado nada en su vida, que se nublara. Pensó en transformarlo como en esos
trucos de magia. Se acercó la mano derecha a la boca y la cerró como si sostuviera un pañuelo. Vio
el cartel anunciando el tren a Guilford en seis minutos. Sopló en el pañuelo que imaginó rojo y dijo en voz casi inaudible
-Pata de cabra.
El cielo seguía impoluto. Ni una manchita
blanca. Ni la más mínima marca había aparecido en ese fondo celeste.
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