LA CARTA Karmel Almenara
Estimada Doña Juana,
Sentimos comunicarle que hoy, 7 de julio del presente
año, su hijo D. Manuel Aguado Segado, fallecía a consecuencia de las heridas de
mortero en el frente.
Mi nombre es
Valentina Quiroga, enfermera del Hospital Militar de Lanjarón y esta misiva
debería terminar aquí, con la frialdad e impersonalidad oficial de tantas
otras, pero llevo horas frente a este papel sintiéndome incapaz de escribirle.
Necesitaba expresarle, lo menos torpemente posible, mi sentimiento de pésame y
mi más sincero lamento ante el sufrimiento que estas noticias le traen.
Doña Juana, Manuel
llegó al hospital herido hace una semana. Ocurrió mientras recogía agua en el
arroyo. Al ser de los jóvenes, tenía que hacer tareas nimias, y
desgraciadamente los del bando contrario lo vieron y le tocó a él, como le
podría haber tocado a cualquier otro infeliz.
Al cabo de unas
horas, desconcertado y dolorido, despertó del sueño clínico y tomó de la mano a
la enfermera que lo cuidaba, yo. Estaba tan débil y desvalido que no pude hacer
otra cosa que sostener su agarre y no dejarlo ir.
Me encargo de la
sala de recuperación tras las operaciones y su hijo me contaba, en sus momentos
de lucidez, de su trabajo en el campo, del orgullo que sentía al ser hijo de
viuda, - pero no una viuda cualquiera, una mujer hecha y derecha, de las que te
sueltan un sopapo antes de pensar malamente. -
Me habló de su
hermano Sebastián, también en el frente. De que a ellos no les correspondía ir
a la guerra, pero que él era campesino, su hermano trabajaba en una fábrica y
les ofrecieron un trato que no podían rechazar. O se presentaban “voluntarios”
al frente, o se arriesgaban a que pasase la camioneta de la Guardia Civil
haciendo ronda y... - Ya se sabe, estas cosas pasan. -
Me refirió con
desprecio que un señorito de clase media alta les dio a él y a su hermano un
dinero por ir en lugar de sus dos hijos porque - ellos no estaban en el mundo
para pasar esas penas. - Y que ese dinero le iba a venir muy bien a usted para
pasar las penurias de la guerra mientras ellos estaban fuera. Que así no le
darían más trabajo.
Le puedo decir, Doña
Juana, que Manuel con sus historias me recordaba a mi hermano pequeño y me
devolvió brevemente una sonrisa desvanecida hace ya tiempo. Yo lo perdí todo en
el primer año de la guerra. A mis padres por los “supuestos” republicanos que
deseaban sus tierras, a mis hermanos a manos de los franquistas cuando luchaban
por sus derechos en la mina, y mi libertad cuando sola, sin recursos y en una
ciudad que se arrodilló ante la iglesia y Franco en el primer mes del
levantamiento, no me quedó otra que hacerme novicia y presentarme “voluntaria”
para trabajar en este hospital.
Hospital que más se
asemeja a una morgue. Donde, sin pena ni gloria, vemos cómo a los pobres se los
trae a morir, mientras los ricos se pasean en traje militar con galones de
hojalata, plantando medallas insignificantes en camas de hijos que se han
marchado antes de tiempo, de maridos que no volverán a abrazar, de padres que
no verán crecer a sus hijos. Nos llueven las bombas, Doña Juana, y los muertos
se nos acumulan en fosas comunes sin nombres ni apellidos.
Siento muchísimo que
Manuel se haya ido, que no vuelva a cantarle coplas zalameras, que no le vuelva
a besar en la mejilla antes de marcharse, que no lo vea usted crecer y hacerse
un hombre; porque ha muerto niño, ha muerto sin conocer la vida, sin
disfrutarla y sin vivirla. Porque sufrirla la ha sufrido bastante.
Esta mañana temprano
cerró los ojos. La fiebre subió a la estratosfera y nunca más volvió a bajar.
Yo sostuve su mano, como ya le dije. Creo que es importante que sepa usted que
nunca estuvo solo, que siempre estuvo en buena compañía. Incluso cuando el
párroco vino a darle la extremaunción, aunque él ya de eso no se enteró. Ya me
dijo que nunca había sido muy partícipe de los curas, pero me lo dijo en bajito,
para que nadie lo oyera.
Los médicos dicen
que tuvo una infección de la sangre, pero aquí todos tenemos la sangre
infectada, y los que deberían morirse siguen paseando sus enormes traseros por
las salas carcomidas, mirando con desprecio a los caídos.
Le envío mi más
sentido pésame y le pido, por favor, que se cuide, que cuide de su otro hijo,
que se cuiden los dos y que vivan, que vivan muchos años, y que vivan lo mejor
que puedan.
Si es que le queda a
usted fe, piense que ahora está en los brazos de dios y que la Santa Madre lo
cuida por usted. Si ya no le queda, como a mí, como a muchos y muchas de
nosotras, piense que ya no sufre más, que se acabó, que ahora es libre.
Usted se merece
conocer la verdad, y no recibir un inhumano mensaje prefabricado y, en honor a
la memoria de su hijo, me haré cargo de enviarla personalmente.
Le envío mi más
sentido pésame,
Hermana Valentina
Terminada la misiva,
Valentina salió apresurada del hospital de camino a la oficina postal para
certificar su carta por correo. No quería que nadie descubriese que había
quebrado las normas del hospital, o que interceptasen su carta y Doña Juana no
consiguiera leerla. Manuel así lo hubiera querido.
Aquella mañana, un
avión descargaba sus proyectiles en la ciudad acabando con la vida de la monja
que aferraba con fuerza una carta hecha cenizas.
Una semana más
tarde, Doña Juana abría temblorosa la siguiente epístola.
Viernes, 8 de julio
de 1938
Muy señora mía,
Sentimos comunicarle que con fecha de ayer, 7 de julio
del presente año, su hijo D. Manuel Aguado Segado, fallecía a consecuencia de
las heridas de mortero en el frente.
Ha sido acogido por Dios en su santo seno habiendo
recibido el santísimo sacramento de la extremaunción en el Hospital Militar de
Lanjarón.
Le acompañamos en el sentimiento,
Hermana María.
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