EL ACANTILADO Javier García Durán
Antes había veces que me hubiera gustado poder echar
a volar y dejarlo todo. Huir, quitarme de en medio y escapar de mis propios
traumas y miedos, a los que no sabía cómo combatir, ni cómo superarlos, acabar
con mis frustraciones. Pero no podía, me sentía incapaz. Estaba como enjaulado.
Algo dentro de mí controlaba esos miedos y tenía mis sueños a mal recaudo. Me
sujetaba las alas. Podía ser depresión, temor a lo desconocido, falta de coraje
y convicción… Pero yo estaba convencido que era vértigo. Tenía todos los
síntomas: temblores, mareos, náuseas, sensación de que todo a mi alrededor se
tambaleaba y una irremediable sensación de que me iba a caer al vacío en
cualquier momento.
A pesar de ese vértigo que os cuento, no podía
evitar acercarme a los acantilados. Era una atracción contradictoria, pues el
miedo a caerme estaba ahí, pero también el placer de disfrutar de las vistas desde
lo alto, los atardeceres, el mar, la luz, la brisa marina que te acaricia, la
fusión de colores de los atardeceres... A pesar del miedo que me producía, la
atracción existía. Era como un irremediable deseo hacia lo prohibido. La
manzana de Eva; o la tentación del adolescente de observar por la mirilla un
cuerpo desnudo; o el hipnotizante vaivén de las llamas del fuego al que no
puedes dejar de acercarte e incluso jugar con él.
Una de las ventajas que tiene subirte a lo alto de
los acantilados, es la panorámica que se tiene, una perspectiva de casi 360o
que te permite ser testigo invisible de todo lo que acontece en la playa.
Mis miedos se fueron una mañana veraniega. El sol
todavía no se había despertado por completo pero la noche ya se preparaba para picar
al final de su turno, cuando una embarcación, una lancha motora, vino a dar con
su quilla a orillas de la playa. Yo estaba en lo alto del acantilado que hay sobre
ella, en una posición privilegiada, viéndolo todo desde arriba. Un espectador
de lujo.
La media nocturnidad del momento, a primeras horas de la mañana, todavía
arrojaba ciertas penumbras entre las rocas al pie del acantilado, pero la media
claridad que el sol tímidamente arrojaba, era para mí como un hilo de esperanza
para no perderme detalle de aquel acontecimiento.
Yo ya había visto antes ese tipo de embarcación,
bastante a menudo de hecho, rondando por las distintas playas del litoral.
Normalmente suelen aparecer más durante el verano, aunque durante el invierno
también se pueda ver alguna que otra. Sus tripulantes se bajan a toda prisa,
unos dejan la lancha encallada en la arena y salen corriendo como desesperados
para perderse en la frondosidad del pinar que hay junto a la playa, y otros,
aunque también corren, no van más allá del pie del acantilado, desaparecen por
unos minutos entre los huecos de las rocas y luego vuelven a aparecer como de
la nada para montarse en la lancha nuevamente, arrancar y zarpar rumbo al
horizonte hasta perderse de vista.
En esta ocasión, los vi venir desde lejos, con su
lancha a toda prisa a favor de las olas rumbo a la cala del Tío Juan, que así
se llamaba la pequeña playa. Cuando todavía eran diminutos en el horizonte no
adivinaba yo a saber cuántos eran, a pesar de esta magnífica vista que tengo,
pero una vez que encallaron vi que eran tres los tipos que venían en la
embarcación.
Uno de ellos, el que la manejaba, era el más grande de todos. El gorro de lana
que llevaba no ocultaba su inmensa cabeza. Era peludo, barbudo y los pelos del
pecho le sobresalían por el cuello del chubasquero que llevaba.
El segundo, el más bajo, era el que parecía estar al mando y el cerebro de la
operación. Comenzó inmediatamente a dar órdenes a los otros dos nada más encallar.
Que si moved esto allí, que si daos prisa, que si no tenemos toda la mañana,
que si cuidado que es mucho dinero lo que está en juego… Procuraba una mirada desafiante
e incuestionable. Tenía bigote imponente, barbilla prominente y la nariz
bulbosa y sonrojada.
El último no habló en ningún momento. Era efectivo, rápido y eficiente como un
pequeño ratón robando queso en la cocina de un restaurante o un gorrión que le
roba el almuerzo a un palomo. Astuto como un zorro y rápido como una liebre.
La lancha venía cargada con unos paquetes que se
asimilaban a un ladrillo en su forma, pero un poco más grandes, forrados con un
envoltorio negro que parecía plástico, con el objetivo supongo, de proteger del
agua lo que había en su interior. El más grande de los tipos los descargaba de la
lancha de cuatro en cuatro, dos en cada mano, mientras que el otro, más astuto,
se ayudaba de una bolsa para transportarlos de diez en diez. De la embarcación
se apresuraban hacia la parte baja del acantilado, entre las rocas, donde había
una pequeña cueva en la que iban poco a poco escondiendo el botín.
Otra cosa que me llama la atención de estar en lo
alto de los acantilados, es la magnífica acústica que se tiene. Se oye con
nitidez el eco del manotazo de las olas en las rocas, los graznidos de las
gaviotas que andan por la playa, el agua retrocediendo desde la orilla mar
adentro… No pasó mucho tiempo hasta que la embarcación estuvo completamente
descargada. No había nada más que transportar ni esconder. De manera repentina
y sin aviso previo, el grandullón echó mano a su propio bolsillo y sacó algo que
hizo sobresaltar a los otros dos. Estos, asustados pero atentos, interpretaron
el movimiento como un ataque y reaccionaron defensivamente, y sobresaltados
sacaron también algo de sus bolsillos, lo que parecían ser dos armas, temerosos
de un ataque sorpresa. Sin titubeo alguno, ambos apuntaron con sus pistolas a
la cabeza del grande, mientras que al jefe se le pudo oír decirle algo a modo de
advertencia.
-
Mejor no
hagas lo que estás pensando colega, esto te puede salir muy mal y no sabes con
quién estas tratando –le advirtió mientras le señalaba con el dedo y apuntaba
con la pistola-.
El otro no decía nada. Se limitaba a mirar a ambos desconfiado, con ojos de
serpiente venenosa. Casi con media sonrisa en la cara, el grande levantó su
mano izquierda en señal de rendición, y muy poco a poco fue sacando la mano
derecha del bolsillo.
-
No es nada,
¿veis?, no es más que un bocadillo, tengo hambre.
-
¿Cómo eres
capaz de ponerte a comer en este momento? - le dijo el jefe -. Eres imbécil, no
mereces siquiera estar aquí por la gilipollez que acabas de hacer.
Desde arriba, se podía percibir la tensión del
ambiente a pesar de que hubo varios segundos de silencio, de miradas
amenazantes de unos a otros, momentos de desafío y de desconfianza. Parecían no
fiarse los unos de los otros.
Poco a poco, el Sol se iba asomando a mis
espaldas, arrojando un poco más de luz y de calor, pero ahí debajo, a los pies
del acantilado, todavía permanecían ensombrecidos. La tensión parecía
acumularse por momentos. Yo los miraba con una sensación de incredulidad y
sorpresa, pues no conseguía llegar a entender el origen de la disputa. ¿Se
estarían peleando por comida? No lo creo, si no, alguien ya habría intentado
quitarle el bocadillo al grandullón. Debía ser por liderazgo, eso es, los tres
querrían mandar, ser el líder de la manada, y los otros dos le querrán quitar
ese privilegio al jefe quien por supuesto no querrá ceder.
Pero no parecían pelearse, sólo había miradas, cortantes eso sí, pero sólo
miradas. Seguramente en sus cabezas los pensamientos viajarían a toda
velocidad, intentando saber cada uno qué estaba rondando por la cabeza del
otro. Y en mi cabeza, exactamente eso, y la incógnita de qué pasaría a
continuación.
Amanecía ya casi por completo, aunque antes de que
el Sol volviera a moverse otro poco en dirección al cénit, la situación se
resolvió de manera fulminante. En un abrir y cerrar de ojos, en cuestión de
nada, el astuto disparó al jefe, el jefe al grandullón y el grandullón ya con
la rodilla hincada en la arena sacó su arma y disparó al astuto. El ruido
inicial fue ensordecedor, por el eco del acantilado, pero luego se hizo el
silencio. Sólo el viento se atrevió a hablar. Yo pensé en huir, pero estaba
paralizado.
Los tres se derrumbaron muertos en la playa. Las olas empezaron a golpear los
cuerpos con leves empujones, y el retroceso del agua en la orilla parecía
querer llevárselos. De cada uno salía un hilo de sangre que intentaba desembocar
en el mar, pero la densa arena le entorpecía el camino. Y la embarcación andaba
ahora a la deriva. Fue entonces, cuando lo vi claro. Ahora o nunca, me dije: es
mi oportunidad.
A veces nos topamos con situaciones en nuestras
vidas en las que tenemos que saltar al vacío, sin saber a ciencia cierta cuáles
serán las consecuencias. Y debemos hacerlo, simplemente, hacerlo. Yo sabía que
ese momento era uno de esos. Debía ir a por ello, lanzarme, saltar y superar mi
vértigo. Respiré hondo intentando convencerme de que lo conseguiría. Zarandeé
mi cabeza de un lado a otro, miré al cielo y tras titubear y comprobar que
efectivamente estaba temblando, salté sin más, salté. El viento de poniente,
como leyéndome el pensamiento, quiso ponerse de mi lado y me dio un leve
empujoncito para ayudarme. Fue un aterrizaje perfecto; los cadáveres todavía
estaban en la orilla, sometidos al zarandeo juguetón de las olas. El grandullón
todavía tenía el bocadillo a medio sacar del bolsillo. Me acerqué sigilosamente
dejando mis huellas en la arena. Acerqué el pico y agarré la comida con todas
mis fuerzas. Abatí mis alas, con brío y libertad, y despegué.
Subí de nuevo al acantilado donde el sol ya pegaba de pleno y me dije:
vamos a desayunar.
Preciosa reflexión, sin duda estás pero que muy preparado
ResponderEliminarGracias!
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