MUJERES CON SOMBRERO Ana Vidal
La palangana de loza debe pesar como un pecado sobre la cabeza de Emily. Créanme que peor sería si estuviera llena, de agua, de piedras, de salmones, o si estuviera quebrada y filtrara parte del contenido sobre sus bucles castaños. Quizá nadie lo entendería y, en el apuro por juzgar, pensarían que la fisura es culpa de quien lleva el sombrero. Sin embargo, esmaltada, blanca y flamante como está, con su base apoyada en la cabeza de Emily, la palangana conserva la gracia de una obra de Duchamp. A mi juicio el hecho de que esté vacía le agrega misterio. Superada largamente la discusión de si una palangana puede o no ser una obra de arte, algún crítico podría preguntarse qué habría allí donde ahora hay nada, si es que habrá habido algo alguna vez, o si habrá que agradecer que ese gran montón de nada haga la vida de Emily más llevadera. Realmente hoy se la ve más relajada, camina liviana, con los omóplatos extendidos hacia atrás. Además, luce sensacional en tiempos donde la originalidad es cada vez más difícil de alcanzar. Entonces ¡aplausos para una palangana vacía como sombrero!
Emily y yo vestimos con ropa de época. No me pregunten de qué época, llamémosle
Otra. No soy buena en Historia y además, no tuve tiempo de leer todo el guión. Cuando éramos protagonistas me
llamaban aparte para consultarme, a veces yo misma reescribía escenas cambiando
diálogos a último momento, mientras otros me miraban con envidia o cansancio.
Pero simple y funcional como me he vuelto al trabajar como extra, me concentro
en las entradas que tienen mi nombre subrayado y -sin necesidad de peroratas- procuro
hacer lo que se espera de mí en cada escena. Como extras no tenemos nada para
decir, por lo que guardamos silencio y dejamos que la mente divague en paz.
Caminamos hacia las sillas de plástico blanco que se encuentran cerca del
buffet a esperar que nos llamen. Un muchacho vestido con espejos reconoce a
Emily y le pide para abrevar en su sombrero. Ella lo mira inclemente: ¡Ciertamente
no!, y sigue de largo.
En mi ceñido
vestido de Otra, hay piedras y mostacillas incrustadas en el peto de terciopelo.
A la distancia y dado su color, que fácilmente se confunde con el mobiliario,
parece un mero vestido marrón. Pero al pasar la
mano se advierte la cuidadosa distribución y armonía en la distancia y
grosor de las piezas. Un artesano debe haber pasado muchas horas pinchándose el
dedo y esforzando la vista para crear este
bordado y quizá solo yo le dedicaré un par de minutos, la mayoría ni
siquiera pasará la prueba de los siete segundos. Gracias a una concienzuda exploración,
me parece distinguir la forma de una dentadura, sí, sí, allí están los
incisivos, caninos y molares. Qué pena, tanto esmero para crear un diseño audaz
para que nadie lo celebre a viva voz. Dudo que se puedan apreciar las diminutas
piezas si no es al tacto pero lamentablemente no pienso invitar a nadie a palpar
mi peto. Espíritus volátiles olvidarían en segundos el goce y admiración, mientras que el aspaviento
de un puñado de curiosos nada aportaría. Nuevamente recae sobre mí darle su
reconocimiento y un aplauso ¡al peto de este vestido!
Nos han encorsetado apenas llegar al estudio. Luchamos durante diez minutos, cada una por separado y junto a Mrs. Goodhart, tratando de constreñir nuestra carne, piel, huesos y nuestros órganos internos para que las cintas varias veces cruzadas sobre la espalda logren reunirse en una moña como punto final de la tortura inquisitoria. Todo para crear la ilusión de una cintura que solo podría existir en el sueño de un vestuarista. Previendo esta inconveniencia anoche no cené, ni desayuné hoy nada sólido, he pasado a líquidos más de veinticuatro horas. ¿Para qué? Nadie va a notar la medida de nuestra cintura en la confusión que habrá en esta escena, difícilmente notarían nuestra existencia. La cámara nunca llegaría a tomar nuestro ángulo, le reprocho a Mrs. Goodhart, quien cincha más fuerte y dice que las mujeres en Otra vestían así sin protestar contra el corset y, de todas formas, es lo que se ha indicado para nosotras. Suspira cansada y dice que deberíamos agradecerle, la cintura de Otra es todavía hoy la zona erótica preferida por el público. Nos mira por encima de los lentes y reitera: nada de comer las porquerías que ponen en la mesa del buffet. Pero yo creo que el canon de Mrs. Goodhart está atrasado y no pienso dedicarle un aplauso al corset. Le susurro a Emily que no me importaría ser gorda -y ella por supuesto me interrumpe “pero si no eres gorda”-, que lo único que quiero es ser feliz. Entonces Emily me mira con algo de pena mientras la palangana blanca se tambalea peligrosamente hacia su oreja izquierda.
Un señor vestido de submarino asoma un flaco antebrazo por la escotilla y nos saluda. A pesar de que estamos en la sombra, adivino a Dick dentro del casco de acero inoxidable con forma de ballena. Hacia delante a la altura del pecho y en la espalda lleva adosados los depósitos de proa y popa que se inundarán para permitirle la inmersión cuando lo marque el guión. Terminada la escena, apagadas las cámaras, podrá soltar el lastre para volver a la superficie. Él afirma que tiene líneas, si así puede llamarse a la reproducción del sonido metálico del aparato al hundirse. Un papel un poco ingrato y carente de desafío para mi gusto. Pero Dick, o no se dado cuenta o piensa que ha nacido para esto y que sus sonidos mecánicos lo elevarán muy alto, ya que cada vez que lo convocan desempeña el papel con renovada novelería. A Dick casi todos extras y protagonistas lo estiman porque nos ha invitado repetidas veces a visitar el submarino para dar una recorrida o sencillamente experimentar el pasaje de flotación positiva a negativa. Siempre ha resultado un excelente anfitrión. Despliega una alentadora expectativa hacia el futuro de sus huéspedes, sirve tisanas de exóticas hierbas y hasta ha permitido a cierta gente fumar allí abajo. Emily, Agatha y yo lo hemos visitado varias veces, aunque trato de no ir sola o de ser breve, porque permanecer bajo el agua con todas las interrogantes que esto conlleva me agota como si me drenaran un absceso. Quizá igual debería dar un aplauso al submarino de acero. Vamos, ¡hazlo por Dick! Lo haré en otro momento.
El vestido blanco con dispersas rayas negras de Agatha no está ceñido a la cintura -no ha luchado mucho esta vez, Mrs. Goodhart-, lleva su nombre bordado en el pecho y una cola de luces titilantes que se extiende por más de tres metros. ¿Te fijaste?, rozo a Emily mientras ella olfatea una galletita del buffet sin morderla. Aunque esté de espaldas es imposible no advertir que Agatha lleva sobre la cabeza dos antenas de metal de unos veinte centímetros con un triángulo isósceles apoyado de lado en cada punta. En los ángulos resplandecen unas luces rojas como rubíes que se encienden y apagan de forma aleatoria cuando Agatha abre la boca, desatando la locura en quienes la rodean. Tanto los extras como algunos que han tenido protagónicos y sueñan con volver a tenerlos, saltan a su alrededor al menor chisporroteo. Compiten entre sí como radios sintonizadas a mínimo volumen en diferentes estaciones, la cacofonía baja y continua monta una torre de incomprensión en torno a Agatha que me recuerda la Babel de Cildo Meireles. No niego que el atuendo encandila y va bien con su cabellera dorada, pero jamás alcanzará la autenticidad del sombrero de Emily. Debería decirle que cada vez lleva la palangana con mayor elegancia, pero no quiero atraer la atención hacia nosotras.
Agatha comienza a mover la cabeza de lado a lado cada vez más rápido hasta que los guiños de su sombrero atontan a la pléyade y logra zafar de su torre. Nos enlaza con la mirada y se dirige hacia acá mostrando treinta dientes amenazantes. Las trompetas callan, los ojos la siguen y una cámara que asoma sobre su hombro me incluye en el plano. Quedamos en un círculo incandescente rodeadas por sordas pisadas y resuellos. Dick y algunos otros que ni me conocen me sonríen con ansiedad. De prisa, ¡di algo! Quisiera recibir a Agatha con una ocurrencia pero la mortaja de Mrs. Goodhart me ha obstruido la aorta abdominal y si abro la boca vomitaré. Emily se gira para ofrecerle un plato de galletas y la palangana golpea uno de los isósceles haciendo zozobrar las antenas de Agatha. Ella apenas parpadea sin intentar sujetarlas y se lanza sobre mí. Estruja mi peto contra el suyo y ahora mi dentadura bordada podría clavarse en su nombre como al descuido, pero ella se aparta sin soltarme y ruge con ímpetu de relámpago:
−¡Cassandra
querida, tu sombrero es ab-so-luta-mente fascinante!
Me encanto, super divertido, redactado con tantos detalles que te hace vivir el relato como propio.
ResponderEliminarSuper ingenioso y real,
Me encanto, super divertido, redactado con tantos detalles que te hace vivir el relato como propio.
ResponderEliminarSuper ingenioso y real,