LA PASIÓN ENMUDECIDA Carmen Almenara
Lleva días sola en esa habitación en penumbra, esa ridícula habitación con una única y minúscula ventana que da al patio de luz del edificio y un visillo de crochet con marcas de polillas hambrientas, tan hambrientas como ella, completamente abandonada a su suerte. En esta nueva y tediosa mañana, la luz del amanecer primaveral la envuelve y le recuerda que otro día ha pasado, que las flores del jarrón se secaron hace ya mucho, que el polvo se sigue acumulando en todos los rincones, que sus dedos, los de él, ya no la recorren, que sus palabras no la llenan, que él ya no está. Está sola, en silencio, completamente vacía, en blanco. En el aire fresco de la mañana ya no se percibe el murmullo de sus manos de dedos finos y ligeros, pero al tiempo fuertes y decididos, acariciándola lentamente. Ya no se reconoce el aroma de su perfume mezclado con la tinta y el tabaco rubio... En esta mañana tan aburrida como otra cualquiera de los últimos meses, ya casi no se recuerda el impetuoso frenes