JINGLE BELL Patricia Terraza

 

Hace tres días, creo, que estamos aislados. Desde algún lugar, desde arriba, entra apenas un rayo de claridad, por eso sospecho que el techo no se desmoronó. Marita dice que me corra porque se le acalambran las piernas. No tenemos mucho espacio para movernos y hace frio.
Trato de  no escuchar los ruidos de mi panza, que ya son indisimulables. Por eso, cuando Marita  dijo quizá  si empiezo por el meñique, me sentí aterrorizado.

 
Marita y yo somos supersticiosos. Y por supuesto, no creemos en las casualidades. Porque como dice ella, lo que tiene que ser será a costa de lo que fuera.
Nuestra primera coincidencia fue que ella se llama Marita y yo Mario, pero desde siempre me dicen Marito.
Nos conocimos el día en que el Banco para el que trabajamos hizo un ágape para todas las sucursales. Cuando me  dijo su nombre y yo el mío ambos sonreímos con complicidad.
Después, como a la semana de habernos conocido, nos  contamos el uno al otro lo que habíamos pensado esa tarde, en el ágape:
Yo: si toma el mismo  vino, es ella.
 Ella: si agarra el mismo canapé. es él.
Y exactamente eso hicimos. Los dos tendimos nuestras manos a la copa de vino blanco Montpellier y al mismo canapé de roquefort.
Eso  fue suficiente para ambos. Más allá de saber que teníamos la misma edad, que ambos éramos de Aries  y que trabajábamos para el mismo banco aunque en distintas sucursales y los dos como cajeros, sentíamos que el destino estaba hablando por nosotros.
Y le pedí que sea mi novia.
Ese día conocí el exquisito humor de Marita cuando me dijo:- Menos mal que me llamo Marita. Si mi nombre fuera Ana el de mi novio tendría que ser ¡Ano! -grité yo-, muerto de risa. Si, ella es  capaz de hacer reír hasta a un poste de luz. Tan fino y delicado es su humor…
Con el correr de los días íbamos descubriendo cada vez más coincidencias. Éramos huérfanos. No pasábamos por debajo de una escalera, hacíamos una cruz con los dedos si  veíamos un gato negro, solo los tres últimos números de nuestros documentos de identidad eran distintos, odiábamos el perfume de la ruda y los gatos, no nos gustaba ir de campamento. Amábamos el color azul y le poníamos mayonesa a la sopa. Preferíamos la Pepsi a la Coca, pero con hielo y sin sorbete, el sabor del champagne  nos parecía amargo, y teníamos como manía mirar los zapatos de la gente. Los zapatos rojos nos parecían horribles. Usábamos el mismo jabón y las bañeras nos causaban repulsión. Podíamos armar un escándalo si alguien dejaba  destapada la pasta dental. Frío antes que calor. Pelado antes que peludo. Césped antes que arena. Algodón antes que nylon. Medias tres cuartos en vez de zoquetes. Taza grande y no mediana. Pastas si ensaladas no. Sandía mejor que melón. Caricia antes que beso. Boleros en vez de rock.  
Infinidad de concordancias.
Había diferencias, claro, pero durante los primeros meses de noviazgo estábamos abocados a descubrir nuestras coincidencias.
Algo diferente podía ser que Marita había comprado un pequeño departamento y yo alquilaba. Pero yo tenía un auto y ella no.  O que ella tenía un jefe macanudo y el mío era un déspota. Pero eso  eran tonterías.
Lo importante era lo otro. Lo que nos hacía almas gemelas.
Tuvimos que atravesar una situación difícil y complicada.  A mí me gustaba muchísimo el pescado y ella no podía tolerarlo ni siquiera en lata. A su vez yo detestaba el olor a lavandina y ella se preocupaba seriamente  porque no sabía qué otro producto utilizar para desinfectar pisos, baño, manos, ropa, paredes, patio. Fueron momentos muy espinosos, donde creímos que nuestra pareja no iba a ser posible y estuvimos a punto de renunciar, hasta que  Marita aceptó que podía reemplazar la lavandina con alcohol y yo que podía pasar la vida sin comer pescado. Así nuestra pareja se sobrepuso al terrible problema de los pescados y la lavandina.
No me fue difícil pedirle que nos casáramos. Estábamos en la pizzería La Reina. Otra coincidencia: era la única pizzería  que nos gustaba y desde antes de conocernos.
Muy seria me dijo:- acepto, pero antes tenemos que hablar de algo muy importante-.
Luego de tomar  un sorbo de la Pepsi con hielo y sin sorbete, me dijo:
-Estaba segura que ibas a proponérmelo. Por eso estuve pensando mucho. Y te lo digo para que  no queden  dudas y veas si aceptás o no.
Revolvió el hielo de su vaso y dijo  muy grave:- yo no me caso para divorciarme. Me caso para toda la vida. Pero  como la vida es  caprichosa, y uno jamás sabe que puede pasar, diseñé un plan para que nunca nos divorciemos.
La miré intrigado. ¡Qué mujer asombrosa! Siempre pensando en todo, con tanto detalle. Esperé que siguiera:
-Te propongo  empezar juntos una colección. Y que sea tan importante para nosotros que jamás deseemos dividirla. De ese modo, para no dejarle la mitad de la colección al otro, jamás nos separaríamos. Esa será  la manera de estar juntos para siempre.
Me pareció una propuesta genial. Marita tiene unas ideas increíbles.
Acepto- dije entusiasmado- Y yo también -dijo ella con algarabía-
Y la besé. Yo sentía sonar campanas a mi alrededor.
-Bueno,- dijo ella-ahora tenemos que ponernos de acuerdo sobre qué vamos a coleccionar.

 
Como no teníamos parientes, la preparación de la boda no nos llevó ni medio día. Pero la decisión del objeto a coleccionar demoró dos años.
Revisábamos cada objeto  analizando sus pros y sus contras.
-Mariposas no, me dan pena -dijo  Marita-.
- Estampillas tampoco- dije yo-. Anda a saber quién  las llenó de saliva.
-Llaves o candados no me gustan. Me dan idea de encierro.
-Peluches tampoco, se llenan de ácaros.
-Cuadros no. No sabemos nada de arte.
Íbamos a las ferias de artesanos y nos entusiasmábamos con cucharas, frascos de perfumes, alhajeros, máscaras, relojes antiguos.
Y después desechábamos la idea, porque  eran demasiado caros, o difíciles de conseguir, o  traían pegadas las almas de sus antiguos dueños.
Hasta pensamos en coleccionar Papá Noeles. De todos los tipos que los hubiera. La idea nos gustaba, pero también fue rechazada porque nosotros ni siquiera festejábamos la navidad.
Ya sé, ya sé!- gritaba Marita por teléfono- ¡Encontré lo que buscábamos!
-Acordate -me dijo con voz temblorosa-… ¿Dónde fue tu primera comisión en el Banco?
-En Campana,- contesté.
-Y mi profesora de Contabilidad  de segundo año se apellidaba Bel ¡Campanas!- me gritó-. ¡Campanas! ¡Es lo que tenemos que coleccionar!
Me pareció extraordinario. Era una idea sorprendente (como todas las ideas de Marita). Y cómo ella había logrado reunir las coincidencias. Sumado a que ese día, además, había recibido la invitación al  casamiento de su compañera, y en la portada de la tarjeta, estaban estampadas campanas de boda.
También pesó el hecho de que ya quería casarme con Marita. Los dos años de buscar el objeto se me habían hecho eternos.
En la pizzería La Reina analizamos que las campanas tenían muchas posibilidades a favor y asombrosamente, ninguna en contra.
Un mes después nos pusimos el anillo de compromiso, que tenía, por supuesto, unas campanas dobles, pequeñas, adheridas al aro. Esa fue mi sugerencia y a Marita le encantó porque es una mujer muy inteligente, con  la mente abierta, siempre dispuesta a ver otros horizontes.
A mi mucho no me importa  lo que los demás opinen, pero  díganme si no fue una idea prodigiosa que Marita, el día de la boda, se presentara en la iglesia ¡vestida de Campanita! Me pareció tan adorable, con sus alitas, el pelo teñido de rubio y con un rodete alto. En vez de pétalos o arroz, Marita   esparcía purpurina y en vez de ramo de novia, llevaba una varita.
Preciosa… Y ahí entendí por qué me había pedido encarecidamente que mi traje  fuera verde  con botas marrones de gamuza. Verde como el de Peter Pan. Recién ahí lo entendí. ¡Marita  me supera con su  imaginación!
Quizá los demás crean que nosotros somos raros, como oímos decir por ahí. Pero que  la música de la iglesia fuera Jingle Bells en vez de la marcha nupcial y que la novia apareciera descalza y agitando sus alitas, desparramando por el aire purpurina, sorprendió realmente a todos los presentes. Y al cura también. Pero nos dio su sermón, dijimos que sí, nos dimos el correspondiente beso y salimos de la iglesia, raudos y felices, rumbo a comprar nuestra primera campana de colección.
Aún queda en la alfombra roja de la iglesia, después de tantos años, algún que otro brillo de la purpurina que Marita  esparció en nuestra boda.

 
Nos deshicimos de la mesa y las sillas, armarios, heladeras y lavarropas. También  dejamos de leer con Marita porque las bibliotecas y cualquier otro espacio se necesitan para poner  las campanas. Las hay de cristal, de  porcelana, de maderas de todas las regiones del país, de bronce, de plata, de cerámica, talladas, de yeso, de latón, de piedra. Las hay por docenas, por cientos. De todos los tamaños. Las hay colgantes, solas o en hileras, adosadas a la pared, en los dinteles de las puertas.
En su momento decidimos vender mi auto y el departamento de Marita para comprar uno más grande donde pudiera caber nuestra colección.
Cuando los estantes estuvieron repletos resolvimos quedarnos solo con dos platos, un juego de cubiertos y una taza (grande)  además de una olla pequeña, para poder ocupar las alacenas.
Antes venían los pocos conocidos que teníamos a visitarnos. Y nunca llegaba la hora de la cena, tan entretenidos como estábamos de mostrarles nuestra colección, dónde y cómo y a qué precio habíamos conseguido las maravillas adquiridas. Con el paso del tiempo fueron dejando de venir. Marita estaba convencida que era por envidia. Así que, supersticiosos como somos, salíamos disparados a conseguir campanas rojas para protegernos.
Los fines de semana  estábamos rigurosamente ocupados quitando el polvo a nuestras niñas (así las llamaba Marita). Se nos complicaba un poco la situación con las que colgaban del techo, porque teníamos que caminar encogidos para no golpearlas con nuestras cabezas.
Entonces ella, brillante como siempre, dijo: necesitamos una casa más grande, una de techos muy altos.
Y porque tenemos fe y el motivo era válido, la casa apareció. Al año de estar buscando y ya bastante doloridos de la cintura por estar siempre agachados. No en el mejor barrio, pero era enorme, muy antigua y muy arruinada pero tenía un patio y  desde la puerta de entrada comenzaba una gran  galería que unía a las habitaciones. Los techos eran tan altos  que  permitían construir  entrepisos. De hecho como eran  cinco las habitaciones, en tres de ellas los hicimos para tener más espacio para nuestra colección. Así y todo entrábamos parados tanto en el piso de abajo como en el entrepiso.
La casa estaba en el corazón de la manzana. Era un antiguo conventillo. Nosotros ya estábamos tan acostumbrados a vivir  con menos de lo  mínimo, que  no nos preocupó que faltaran muebles o las paredes estuvieran  descascaradas. Con las campanas teníamos más que suficiente para taparlas y decorar nuestra casa.
Durante los tres años que nos costó pagar la nueva vivienda, compramos pocas campanas. No nos alcanzaba el dinero para viajar y recorrer y encontrar  nuevas maravillas para la colección.
Pero Marita, siempre tan creativa, aprendió a hacerlas con papel maché y  el badajo eran cascabeles. Pasamos mucho tiempo moliendo papel de diario, pintando campanas y enhebrando cascabeles.
Y llegó Internet. La posibilidad de conectarse con el mundo. Y por supuesto, la de comprar campanas en todo el universo sin necesidad de viajar.
Porque lamentábamos cuando  nos íbamos de  viaje y  rebuscábamos en los negocios locales si es que tenían campanas. Pensábamos – siempre al unísono- que el dinero que habíamos invertido en trasladarnos nos hubiera servido para comprar más de ellas.
Con internet enloquecimos. Íbamos a trabajar ojerosos, destartalados, mal dormidos, los ojos enrojecidos por estar la mayor cantidad de tiempo posible frente a la pantalla buscando oportunidades.
La colección se cuatricentuplicó. Se sumaron campanas de  Indonesia, Polonia, Alemania, Holanda, Portugal. Conocimos a un vendedor de Florencia, a anticuarios de prácticamente todo el mundo. Nuestra colección ya no tenía límites posibles.
Solo teníamos dos problemas con nuestra colección: primero, que nos llevaba mucho tiempo limpiar las campanas. Cuando empezábamos por la habitación de las de cerámica, al llegar a la de los metales las primeras estaban otra vez cubiertas de polvo.
Y el otro inconveniente era que habíamos decidido poner todas las campanas colgantes en la galería. Justo por donde se cruzaban las corrientes de aire de la entrada principal y el patio. Cada vez que abríamos la puerta un jolgorio de campanadas nos recibía. Y sumadas a las que estaban en el  patio, colgando de los árboles, producían un  sonido que a nosotros nos encantaba pero a los vecinos les parecía un ruido insoportable y ensordecedor.
Vinieron a reclamar a nuestra puerta. De las cuatro cuadras alrededor de nuestra casa vinieron.  No los dejamos entrar. Porque Marita les gritaba: es el sonido de nuestro amor, de nuestro  poderoso vínculo o algo así. Entre las campanadas y los gritos de ellos no se escuchaba bien.
Y como no  teníamos  ganas ni necesidad de andar explicándoles a desconocidos  cual era nuestra relación y nuestra historia, decidimos tapiar las ventanas de la galería y la puerta del patio. Eso nos quitó toda la luz que entraba en la casa, que a partir de allí siempre estuvo a oscuras y en las sombras.
También pusimos  una gruesa pared hecha con estuches de huevos de cartón que  les pedimos a  todos lo que conocíamos, a los vecinos y almaceneros, que nos juntaran.  Así quedó perfectamente insonorizada nuestra casa. Primer problema resuelto.
Marita recorrió con su mirada la habitación de las campanas de cerámica. Se sentó en el suelo y muy seriamente  me dijo: voy a renunciar al banco. Pido el retiro voluntario. Y me dedico a limpiarlas  porque no nos alcanza el tiempo.
Y yo agradecí su brillantez, porque así fue como resolvimos el otro problema.
 
 
La hecatombe vino cuando el gerente me envió a  9 de Julio, porque no sé qué faltantes de caja tenían en esa sucursal. Quise negarme, pero de ello dependía mi ascenso a Tesorero. Y ahora que Marita había renunciado, el dinero  nos hacía falta. Maldita la hora en que fui.
9 de Julio es un pueblo miserable perdido en medio de la llanura. Chato, silencioso, pero con un gran movimiento bancario porque es zona cerealera.
Alrededor de la plaza estaba el Banco y  justo enfrente, la iglesia. Ahí sucedió: mirando por la ventana, vi una gran grúa  tratando de llegar al campanario.
-¿Qué hacen?- le pregunté al empleado con el que estábamos cotejando los balances.
-Tratan de bajar la campana. Van a poner un sistema moderno, con grabaciones  y colocar  un reloj que donó la Cereal &Inc.
Casi me desmayo. Salí corriendo de la oficina a hablar con el cura.
Agitado, apenas podía hablar cuando lo encontré.
-Padre, disculpe ¿qué piensan hacer con la campana?
-Por ahora va a quedar en el patio de la iglesia. Es de hierro fundido, muy vieja, pesa como 2000 kilos. Tiene un bonito labrado en el pie, fíjese. Si fuera de bronce podríamos venderla, pero  así no la quiere nadie.
-¡Yo la quiero! grité desaforado, casi ahogándome de la emoción.
Sé que cuando me pongo nervioso, la cara se me pone muy roja y sudo profusamente.
-¿Está bien?- me dijo el cura, tratando de calmarme. ¿Quiere un vaso de agua?
-No, gracias, estoy bien.
- Déjeme hacer una llamada  por teléfono para consultar y le aviso. Usted es el revisor del banco ¿no es cierto?
-Si.
-Lo veo más tarde. Vaya tranquilo, no se preocupe.
Quería llamar a Marita, pero ya no teníamos teléfono porque  nunca lo escuchábamos o, peor, confundíamos su sonido con el de nuestras niñas.
Cuando el cura me dijo el precio acepté sin pestañear. Le di a cambio el auto que  había comprado cuando a Marita le pagaron el retiro voluntario.
Organicé el traslado con los camiones de la Cereal & Inc. Montaron con la grúa la campana  en una especie de entablado con ruedas para poder  moverla una vez que llegáramos a mi casa.
Cuando Marita abrió la puerta y vio la campana quedó petrificada. Y luego frenéticamente gritaba, hacía carreritas cortas, como los deportistas cuando precalientan, bailaba alrededor, aplaudía y la besaba, para regocijo de los choferes de la cerealera, gente buena y trabajadora que sabe disfrutar de la alegría de los demás y no sienten envidia.
No pasaba por la puerta. El diámetro del borde medía  1,80 y era de 2 metros de altura. Un pequeño detalle que no tuve en cuenta.
Y esa noche quedó afuera, ocupando gran parte de la vereda, mientras Marita y yo la custodiábamos celosamente, aunque  parecía poco probable que alguien pudiera llevársela.
Nunca se sabe -decía Marita-. Gente envidiosa y amiga de lo ajeno hay por todos lados.
Tuvimos que romper la fachada de la casa y contratar a una empresa constructora para que la colgara del techo de la habitación de las de metal.
Quedamos enormemente endeudados, pero felices. Nos gustaba sentarnos con las rodillas recogidas debajo de ella, sintiéndonos bajo su protección. Así de enorme como ella era nuestro vínculo. Así de firme y estable. Irrompible.

 
 
Fue un jueves de Semana Santa. Teníamos por delante 4 días feriados. Y Marita tuvo otra idea sobresaliente: consideró que el mejor lugar para celebrar esa fecha sería sentados debajo de nuestra campana de iglesia.
El badajo pendía de una soga, una pieza tan original como la misma campana. No habíamos querido hacerla sonar por los vecinos, pero esa noche Marita estaba tremenda, con todas las luces de su picardía encendidas. Y es tanto mi amor por ella, que sentados bajo la campana, con la soga del badajo entre nosotros, permití que la jalara. El sonido nos aturdió. Vibrábamos como si  estuviéramos en medio de un temblor.
Marita se reía y jalaba más fuerte. Insaciable. Toda la casa se sacudía. Y la maldita empresa constructora que no había hecho su trabajo como corresponde.
Las vigas del techo comenzaron a zarandease. El yugo que habían colocado para sostenerla resistía los cimbronazos como podía. Claro que nosotros no oíamos nada.
Y la campana cayó sobre nosotros.
Ni un rasguño. Nada. Ni siquiera nos rozó. Simplemente nos encapsuló.
La oscuridad es absoluta. No veo a Marita, pero sé que me mira.  Hace varios días que estamos aquí, y el hambre empieza a hacerse sentir. Cuando Marita dijo quizá si empiezo por el meñique, comencé a sentir miedo porque me di cuenta que no bromeaba.
Igualmente intento mantener la calma, esperando que a ella se le ocurra una de sus extraordinarias ideas. Lo que podría suceder en cualquier momento.
-Tendríamos que haber coleccionado latas de té, -me dice.
Latas de té o campanas, no lo sé. De lo que sí estoy seguro, es que cumplimos el objetivo que nos prometimos: juntos hasta que la muerte nos separe.

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