EL INTRUSO Franco Pachas



Cuando lo vi por primera vez, tuve la misma reacción que siempre he tenido: no lo quería, pero luego lo llegué a querer. Era, también, una forma de recordarla. De inútilmente recordarla, de ganar el perdón del tiempo y quizá de despertar con la conciencia tranquila.

El jardín de la casa donde vivía era grande. Tenía 140 metros cuadrados y estaba dividido en dos partes: una terraza mediana y un área larga de césped que tenía por la mitad un camino de grava que iba recto hasta el final y terminaba en unas rocas muy grandes. 

Por detrás de esas rocas apareció un día y se sentó en una de ellas en uno de esos días del verano pasado en plena pandemia. 

Era bastante feo. Tenía los pómulos muy anchos, los ojos llenos de legañas, la cara bastante tosca y los bigotes muy desiguales.

Yo era amigable y, aunque al principio no quería que se acercara más porque su presencia me traía malos recuerdos, luego cambié de opinión y quería que pasara a la cocina para que comiera, pero cuando me acercaba el intruso retrocedía lentamente y se iba corriendo. Tenía quizá un presentimiento agudo. 

Sin embargo, cada vez que regresaba avanzaba un paso más. Olía el tronco del árbol. Olfateaba los arbustos crecidos y mascaba el gras del jardín. Llegó hasta la puerta de la cocina. 

Me seguía teniendo desconfianza, pero eso no le impidió ahuyentar a todos los otros de su especie que visitaban y compartían el jardín en paz. No descansó hasta que se fueron todos.  

No era culpa mía. Yo quería que regresaran y albergarlos a todos, pero el intruso se los impedía.

Ahora era él quien meaba por donde antes ellos meaban. Ahora era él quien se comía los ratones que ellos antes se comían. 

Los partía en dos como quien parte un caramelo. Kraj. Los masticaba con los dientes de la derecha y luego de la izquierda. Kraj-kraj. Pero antes de comérselos, se ponía a jugar con ellos largas horas.

Primero, los acorralaba con sus garras. Los dejaba huir y luego los esperaba al lado del agujero donde se escondían. Cuando los roedores salían pensando que su verdugo no era más que una terrible pesadilla, de pronto una sombra negra, gigante y amorfa se extendía alrededor de ellos y nuevamente los asediaba. 

Entonces les daba un manotazo, pero tampoco los mataba. Los arrastraba y los hacía rodar como una pelota de trapo. Los aplastaba como a una hoja seca y cuando se aburría de ellos se los llevaba a la boca: kraj-kraj-kraj, caía primero la cabeza, kraj-kraj-kraj, luego la cola, las patitas, kraj-kraj-kraj, kraj-kraj-kraj. 

Los antiguos huéspedes miraban todo esto desde arriba como ángeles castigados y no tuvieron más opción que capitular. Desaparecieron. No los volví a ver más. 

Hasta que un día apareció otro como ellos, uno variopinto que tenía la mitad de la cara color pelirrojo y que nunca antes nadie había visto. Uno recontra macho que no le tenía miedo a nada y se le enfrentó. 

La victoria podría haber sido para ambos y la pelea, que empezó en la puerta de la cocina y se extendió al fondo del jardín, hubiese continuado por mucho tiempo más si no fuera por mi vecina, una vieja muy nerviosa, que los separó a puro escobazos.

El intruso quedó cojo, pero aun así creo que ganó la pelea porque el pelirrojo ahora también lo espiaba con envidia desde los techos victorianos. 

Por primera vez se me acercó, pasó su cuerpito entre mis piernas y fue también la primera vez que lo sentí ronronear.  Era obvio que ya no me tenía miedo y que me había ganado su confianza. 

Era un compañerito inteligente. 

Desde el primer momento le enseñé que no debía defecar en mi jardín porque si no lo botaba a patadas. Así que como él sabía lo que estaba en juego, cada mañana cuando aún era muy temprano tras abrirle la puerta de la cocina salía corriendo, se iba hasta el fondo del jardín y luego brincaba al jardín de otro vecino que lo permitía todo y regresaba unas horas después.

Aunque quizá cueste creerlo, confieso que al principio no sabía si era gato o gata, pero resolví esa duda un día que lo encontré escondido entre los arbustos encima de una de las gatas que tenía mi vecina. 

Yo estaba dispuesto a compartir la camada o quedarme con todos los gatos que iban a venir a este mundo como resultado de ese apareamiento, pero para mí sorpresa, el intruso estaba esterilizado. 

Me lo contó la veterinaria cuando lo llevé unos días después de la pelea para que le curaran la pata herida. Me dijo, además, que el gato tenía dueño y que por esa razón no me lo iba a poder llevar de regreso a casa.

—¿Y cómo sabe usted que tiene dueño? — le pregunté asombrado—. Ha estado semanas en mi casa y nadie lo ha reclamado.

—Es que tiene un microchip subcutáneo debajo del cuello. 

—¿Un microchip? 

—Mire, toque aquí. ¿Lo siente?

—Sí, sí, pero ni idea que ahora le ponían eso a las mascotas. 

—Pues sí. Es para que no se pierdan. 

—¿Y ese microchip no tendrá información de su nombre y datos de contacto del dueño?

—No, no funciona así. El microchip solamente le permite a su dueño rastrear al animal. 

—Pero no lo ha hecho. El gato vive ahora conmigo en casa. Su dueño ahora soy yo. Quien lo cuida soy yo. ¿Cómo es eso de que no me lo puedo llevar?

—Mire, le propongo algo. Si en una semana no lo reclama su dueño original, entonces se le considerará un gato desamparado. Y ahí usted sí se lo podrá llevar con un nuevo microchip. Entonces el gato será suyo. ¿Qué le parece?

—De acuerdo. Esperaré entonces—, le dije, pero no estaba del todo de acuerdo.

Como no tenía más alternativa, volví a casa con la canasta vacía y durante esos días eché de menos al intruso. 

Sin darme cuenta ya me había encariñado con él y como soy pesimista por antonomasia me resultó imposible no pensar en lo siguiente: que no iba a tener mucha suerte; que su dueño iba a reclamarlo y que el intruso ya no iba a regresar; que la veterinaria me había mentido para que no le insistiera tanto que ese gato era mío; y que seguro en ese lugar lo iban a dormir solo por ser un gato negro. 

Esa última idea no me parecía exagerada o descabellada porque en todo el mundo es bien sabido que hay personas que detestan a los gatos negros. Pero no podía hacer nada más que esperar. Si llamaba a la veterinaria, no me iban a contestar. A nadie le contestaban el teléfono con el pretexto de que la pandemia tenía todos los servicios saturados. 

Así que como no podía hacer nada y tampoco me podía ir a ningún lado porque todo estaba cerrado,  por esos días pensé en ese gato, en todos los gatos y en muchas cosas más. Mis reflexiones, aunque obvias, simples y nada intelectuales, me parecieron interesantes: los gatos son muy independientes. No son bobos como los perros. No son tontos como nosotros. Son incluso más inteligentes que nosotros. No necesitan creer en Dios para encontrarle sentido a la vida. No saben que se van a morir. No viven con el miedo de la inexistencia, no les aterra padecer una enfermedad terminal o silenciosa ni pudrirse bajo tierra. No son hipocondríacos, paranoicos, ni supersticiosos. No están obsesionados con eso de vivir para siempre ni les interesa ser inmortales. Viven solitariamente, pero en realidad nunca están solos. Tampoco saben qué cosa es extrañar, ni qué es la pena, ni tener una conciencia que te acusa como la que tengo yo muchas veces cuando recuerdo a Giovanna.

A Giovanna, la última mujer con la que había vivido por cinco años en un departamento alquilado que no tenía jardín, le gustaban mucho las mascotas, sobre todo los gatos. Uno como ese intruso la hubiese hecho feliz. 

Trabajaba en un café. Adoraba tanto a los gatos negros que su sueño era ahorrar, comprar una casa y tener un jardín grande y largo con muchos gatos, pero sobre todo su sueño por excelencia era irse a estudiar actuación a Nueva York y convertirse en actriz allí, aunque yo desde un comienzo siempre supe que lo de Nueva York era una meta irrealizable porque a pesar de sus esfuerzos ella no dominaba la lengua de los americanos como yo y nada indicaba que eso fuera a cambiar. 

A mí no me importaba que ella chapurreara en inglés; en realidad su acento italiano y estatura baja la hacían una mujer irresistible para mí y aunque vivía acomplejada por tener los pechos pequeños, la verdad es que eso tampoco me molestaba; al contrario me parecían hermosos. 

Pero sin duda lo que más me gustaba de ella era el parecido que yo le encontraba, no sé si todo el mundo al verla veía lo que yo veía, ella obvio que no, no se lo creía, jamás lo había pensado, me creía loco, al principio mentiroso, y luego simplemente un loco, y después otra vez mentiroso, pero muchas veces al verla con ropa o desnuda confieso que yo veía a Talia Shire en sus años mozos.

Tenía la excentricidad —algo que en realidad no era tan uncommon según leí después, pero que yo nunca había visto en ninguna de las mujeres con las que había estado antes de estar con ella y por lo tanto me tenía muy intrigado y preocupado sobre todo al comienzo cuando recién nos conocimos— de llorar cada vez que llegaba al orgasmo. 

La primera vez me asusté, de verdad que me preocupé, pensé que, por estar demasiado excitado con su cuerpo, con sus pechos pequeños y su rostro de actriz, yo había sido muy brusco y le había causado daño; o que el clímax le causaba sentimientos de culpabilidad debido a su formación judeocristiana, pero no, no era nada de eso. No era ni pena ni dolor, ni culpa ni nada.

—Siempre lloro cuando me corro. Así que no te preocupes ni te asustes —me lo repitió muchas veces con mucha naturalidad hasta que me acostumbré.    

Primero se tapaba la boca con la mano para apagar su llanto y entonces el llanto solo yo lo escuchaba, no cruzaba las paredes y si estaba echada boca arriba las lágrimas se le derramaban por ambas sienes.  

Era una chica feliz, pero un poco atormentada. Venía de una familia muy religiosa. Sus padres pertenecían a un movimiento ultraconservador católico y, aunque ellos le dieron mucha libertad cuando la criaron, siempre le aconsejaron a nunca dejarse llevar por el sentimentalismo ni las emociones, pero eso es algo que ella nunca llegó a comprender muy bien y por eso cuando cumplió 24 años les dijo a sus padres que ya no quería ser misionera como siempre había pensado y que se iba a ir de casa. Desde entonces vivió fuera de su país. 

Me encantaba su forma de vestir, su sentido del humor burlón y sarcástico y su forma de hablar con las manos y los dedos cuando le faltaban las palabras anglosajonas. Todo estaba bien entre nosotros, pero fueron mi predilección por la vida ermitaña y mis indecisiones las que terminaron por cansarla y amargarle la vida. 

Ella siempre me decía:

—Por favor, tengamos un gato. Tengo muchas ganas de tener un gato. Tú me prometiste un gato. Aunque sea uno. Tengamos uno. Este departamento necesita un poco de alegría. 

Estuve dispuesto muchas veces a decirle que sí. Cuando se lo prometí nunca le había querido mentir, pero tener un gato en un departamento sin jardín me parecía en realidad un acto cruel y egoísta. Por eso cambié de opinión y le dije:

—No, mejor no. Además no me gustan los gatos, sobre todo los negros. Me dan miedo —, y de verdad me daban miedo, pero no porque fuera supersticioso, sino porque de niño me había pasado una cosa horrible justo con un gato negro que tuve y que a veces regresaba a mí en forma de pesadilla. 

—¡Vaya! Agnóstico y supersticioso. Qué raro eres —, pero claro, nunca le llegué a contar eso porque prefería olvidarlo.

Al año de estar juntos me sugirió tener un hijo y cada vez que me lo sugería le decía que sí, que tendríamos un bambino que sería actor y que llevaría la actuación en la sangre gracias a ella. A veces le decía eso porque en realidad me convencía y me veía formando una familia con ella, pero más eran las veces que solo se lo decía por temor a que se fuera.  

La idea me gustaba, la idea de que un hijo mío pudiera heredar esa lengua hermosa que ella hablaba me parecía atractiva, pero lo que más me asustaba, lo que más temía era no poder protegerlo del sufrimiento humano, de los golpes adversos que da la vida y de que se convirtiera en esa persona en que me había convertido yo. Así que cuando le dije que mejor no, que ya no quería ser padre, que lo veía muy pesado, que lo había pensado hasta el cansancio, ella rompió en llanto y me dijo:

—Eres un cobarde. ¡Vaffanculo! ¿Me oyes? ¡Vaffanculo! 

—Lo siento. De verdad que lo siento. 

—Me has hecho perder el tiempo. Ya soy una mujer vieja. Sin hijos por tu cobardía ¡Vaffanculo! 

Y se fue.

Pero no solo era cobarde. Tampoco me gustaba la gente ni tener amigos. Sentía que en realidad la amistad era una pérdida de tiempo, una debilidad humana, un mal necesario que no tenían que padecer los animales. 

Para mí la cuarentena no era una tortura como lo era para el resto. Cuando empezó el primer confinamiento y de pronto todo se convirtió en una ciudad fantasma, yo estaba feliz como un pez en el agua. Yo, en realidad, vivía en confinamiento desde hacía mucho tiempo. 

Mientras el resto del mundo sentía que estar confinado era el peor castigo impuesto en sus vidas, para mí era un alivio no tener que viajar en tren ni subirme a un avión. Y cuando salía a comprar o a correr al parque, me resultaba muy placentero ver las calles pacíficamente deshabitadas.

Prefería trabajar remotamente y ver a mis colegas desde el ordenador que estar en la oficina. Conversar con ellos o verlos en persona me parecía una actividad funesta.

Siete días después regresé a la veterinaria y me dijo:

—Tiene mucha suerte. Su dueño original no apareció finalmente. Así que el gato es suyo. 

—Qué bueno—le dije—lo he echado mucho de menos. Entonces, no se sabe nada de su dueño ni de cómo se llamaba este gato antes, ¿no? 

—Si su dueño original no lo rastrea, no hay forma de saber a quién pertenece esta mascota. Bueno, ahora es suyo, aquí lo tiene. Cuídelo. Es un gato muy lindo. 

Pasaron los meses, el verano terminó y el intruso ya había dejado de ser un intruso para mí: ahora entraba y salía de mi casa con total libertad y, mientras se sentaba encima de la ventana de la sala a disfrutar del aire fresco, se distraía viendo a todos esos tapabocas paranoicos andantes que pasaban por mi calle. 

Aunque hacía mucho tiempo desde que había dejado de ver a Giovanna, todavía tenía su voz grabada en mi memoria y sin darme cuenta a veces terminaba teniendo conversaciones imaginarias con ella. Eran pensamientos ridículos sobre los que no tenía control absoluto, pero tampoco me importaba controlarlos porque lo cierto es que esos diálogos imaginarios, y sobre todo recordar el timbre de su voz, la forma en que movía sus dedos al hablar, me alegraban el día por más decepcionante que fuera luego reaccionar y ver que lo único que escuchaba eran voces del pasado. 

Por eso mimaba al intruso en todo, le compré un nuevo plato de comida y una casita para que durmiera, pero la usaba muy poco porque él prefería estar donde yo estaba. Le compré también ratones de juguete: los de verdad le tenían tanto miedo que se habían esfumado. 

Me seguía a todos lados. Si yo entraba al baño, él rascaba la puerta hasta que yo la abría. Si estaba entreabierta, la empujaba y entraba. Saltaba a mi cama y ahí se acicalaba. Dormía horas y horas mientras yo leía mañanas y tardes enteras. Había logrado que por fin confiara en mí, y aunque resulte extraño decirlo, su confianza ganada significaba muchísimo para mí. Ese intruso era una forma de recordar a la italiana, aunque aquello resultara absurdo.

Hasta que un domingo por la noche creí de verdad que un ladrón intentó asaltar mi casa. Fue una situación muy extraña. Yo estaba leyendo muy tranquilamente un artículo de The Spectator muy cerca de mi ventana cuando de repente sentí la sombra de un intruso, un intruso de verdad esta vez, acercarse por el jardín delantero que era oscuro y entonces lo primero que hice fue reaccionar con instinto de supervivencia y cerrarla con fuerza. Con todas mis fuerzas.  

El grito fue tan lacerante que me puso los pelos de punta. Fue aterrador. Me bloqueé. Me aturdí. Por un momento, no entendía de dónde venía ese grito, si venía de afuera, del segundo piso, de la cocina o si venía de la chimenea. Estaba completamente atolondrado, era como si ese grito de pronto me hubiese perforado los oídos y me hubiese dejado congelado, desorientado. Todo pasó tan rápido, pero fueron las críticas enérgicas y duras de mi vecina las que me regresaron bruscamente a la realidad de ese instante: ¡Dios mío! ¿Qué pasa aquí? ¿Cómo se atreve hacer eso? ¡Es usted un demente! ¡Un sádico! ¿Cómo se atreve? Mire lo que ha hecho, mire lo que ha hecho. ¡Abra esa ventana de inmediato! 

Entonces sin entender completamente lo que ocurría abrí la ventana y su caída me retumbó los oídos: cayó como un costal lleno y recién ahí me di cuenta de mi torpeza.

—Está muerto, lo he matado, otra vez no, otra vez no— pensé, pero no lo estaba: logré ver cómo huía por su vida escurriéndose como una serpiente herida por debajo de los autos estacionados. 

Aquella noche me acosté muy triste y avergonzado: todo lo que tocaba terminaba mal. De verdad que pensé que había visto un ladrón, pero las hijas de esa vecina, que justo en ese momento estaban entrando a su casa, me dijeron que ellas no vieron a nadie y que seguramente yo me había confundido. 

—Tranquilo. Solo fue un accidente. Vivirá. Ya sabes, los gatos tienen nueve vidas— me dijeron mientras se llevaban a su madre energúmena.

—No te preocupes, fue sin querer, aparecerá. Tómalo con calma. 

Yo no sabía cómo explicarles que no solo me sentía avergonzado, sino que también muy culpable, pero era obvio que a ellas el asunto no les iba a interesar ni tampoco lo iban a entender, ni tampoco yo quería contarles nada, pero a mí la cabeza me quería explotar con miles de recuerdos y tormentos: escuchaba el gemido de ese gato negro que papá me regaló una vez y el grito del intruso. Me pregunté si lo volvería a ver y de verdad pensé que no. 

Como no podía dormir salí en plena madrugada a buscar rastros de sangre por las calles oscuras de mi barrio usando la linterna de mi celular y solo me encontré con otros gatos de varios colores que merodeaban por ahí o descansaban en las capotas de los autos de sus dueños. Vi también a dos zorros hambrientos que comían de unas bolsas negras al lado de unos árboles. Al oír mis pasos, escondieron el rabo y huyeron hacia el otro lado de la calle. Tenían mucha hambre: uno de ellos mientras cruzaba la pista llevaba una rata moribunda en el hocico y el otro prefirió regresar a la basura desparramada cuando se dio cuenta que no estaba en peligro. 

Pensé en llamar o mandar un mensaje a algún amigo, pero me di cuenta que, aunque tenía una lista larga de contactos, ninguno de ellos era amigo mío en realidad. Todos los amigos que alguna vez había tenido habían sido amigos de Giovanna y cuando ella se fue yo preferí alejarme de todos ellos hasta el punto que se volvieron a convertir en extraños para mí. 

Caminé un rato más y di muchas vueltas mientras pensaba aleatoriamente en lo tonto que había sido por perderla; en su inglés imperfecto con acento italiano; en sus sueños frustrados de realizarse en Nueva York; en mi cobardía; en ese hijo imaginario que ya nunca hablaría italiano; en su carita de actriz; en sus pechos pequeñitos que la hacían tan infeliz, pero que a mí me habían hecho sentir todo lo contrario; y en sus llantos orgásmicos que extrañaba con una enorme nostalgia, pero también pensaba en quién habría sido el dueño de este gato; en dónde podría estar ahora y en aquella vez que maté al gato que papá me había regalado. 

Era un evento que prefería haber olvidado, pero lo único que había logrado era llegar a creer lo que siempre me habían dicho mis padres: 

—Tú no mataste a nadie adrede. Solo fue un accidente. 

—Pero yo lancé el ladrillo que le aplastó la cabeza. 

—Sí, pero no sabías que iba a caerle a él. 

—Era un gatito.

—Fue un accidente. Eras un niño y no sabías lo que hacías. 

—¡Era un gatito!

—¡¡Era solo un animal!! Deja de torturarte y punto. 

Una pesadilla que siempre regresaba a mí era una que empezaba como un sueño inofensivo: papá me hacía caminar por un sendero rodeado de árboles. Al final del camino había un paquete del tamaño de un peluche con una cinta de regalo.

—Ve, camina hacia él.

—¿Qué es, papá?

—Es para ti. Tu regalo de cumpleaños.

—¿En serio? 

—Sí, ve, ve. 

Entonces papá me dejaba caminar solo, y yo caminaba unos treinta o cuarenta pasos y cuando descubría ese regalo veía que el rostro de ese gato era carcomido por unas larvas grises que luego aparecían en mis manos. Muchas veces me despertaba gritando o gimiendo de temor. 

Seguí caminando hasta que llegué a un bosque, pero no me atreví a buscar al intruso ahí dentro porque era demasiado grande, había mucha neblina y no tenía sentido ingresar; así que regresé a casa e intenté dormir. 

Al despertarme al día siguiente fui a la cocina por un vaso de agua y para mí sorpresa ahí estaba, sentado donde había aparecido por primera vez sobre esas rocas con esa postura atenta con la que se sientan todos los gatos. Era como si me hubiese estado esperando. 

Abrí la puerta y entonces saltó, dio brincos como un resorte por el gras y se apresuró a entrar. Se paseó entre mis piernas, se dejó abrazar sin problemas y ronroneó. Creo que me había perdonado. 

Le busqué alguna herida, le revisé cuidadosamente la cola y las patas, pero no encontré nada. Estaba intacto y a diferencia de cuando lo vi por primera vez, su pelaje ahora era suave y brillaba.

Unas semanas después mientras me encontraba podando el árbol de mi jardín, limpiando la terraza y el gato comía un poco de gras, mi vecina, un poco agitada, me pasó la voz desde su jardín y me dijo:

—Oiga, oiga, mire, esto le va a interesar. Mire, léalo aquí. 

Y me alcanzó un diario local de hojas amarillentas maltratadas por el sol. No era un diario reciente. 

La noticia escueta de apenas 300 palabras había sido publicada justo unos días después de que el intruso apareciese por primera vez en mi jardín. No era una noticia, digamos, importante para el diario. No estaba en las primeras páginas sino por la mitad. Habían ocurrido tragedias más duras que venían acompañadas con fotos más grandes e impactantes, pero mi vecina insistió en que leyera esa y sobre todo que mirase bien la foto. 

—No lo va a creer—, me dijo y tenía razón. 

Un anciano de 70 años que había vivido cerca del bosque se había muerto en su casa de esa peste maldita. Solo cuando el olor a cadáver llegó a las casas colindantes una semana después de su deceso, los vecinos llamaron a la policía. 

El titular decía: Childless old man dies and leaves cat alone. La noticia contaba que a ese anciano nunca se le había conocido mujer, ni hijos, solo una novia que lo había dejado hacía muchísimos años porque era demasiado ermitaño y que nadie sabía qué iba a pasar ahora con su gato.

El gato ahora estaba aquí conmigo. Y mientras yo seguía podando el árbol, me quedé pensando en la miserable muerte de ese viejo solitario: morirse de viejo solo, me dije apenado por él. Sin que nadie te busque y que sea la putrefacción la que se encargue de esparcir la noticia.

Pobre hombre. 


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