EL OTRO LADO DEL ESPEJO Diana Huarte



Habían pasado muchos años pero lo reconoció entre la gente.
La cara angulosa mostraba dos pómulos que se hundían ahogándose en el hermetismo de unos labios que dibujaban una mueca siniestra.
Lo vio moverse, caminar desde la mesa en que estaba e ir hacia el servicio de hombres. Seguía conservando el mismo porte delgado, elegante y ágil.
Sólo los cabellos se habían vuelto totalmente blancos y las arrugas se habían hecho más profundas, como las marcas en el tronco de un árbol.
Él no la vio. Ella estaba en la parte reservada del restaurante al que acudía siempre cuando no quería ser molestada por fotógrafos o admiradores, pero desde la cual podía ver ciertas partes del lugar sin ser vista, y aquél jueves de mayo, cuando giró su cuerpo hacia la derecha para buscar el celular en la cartera lo vio, y no dudó por un instante en que era él, el hombre que había destrozado su vida.
Pagó la cuenta y se dirigió a la puerta trasera del restaurante por donde salió sin ser vista. Caminó lentamente hacia la casa que había comprado con Wilbur, su novio, seis meses atrás. La propiedad estaba ubicada en Islington, una casa de estilo Victoriano, confortable pero no lujosa. Abrió la puerta con dificultad, sacó el teléfono celular de su cartera y salió al jardín, era un día nublado en el mes de mayo pero al menos no hacía frío. Buscó entre sus contactos el teléfono de Xavier, que cogió su llamado rápidamente. Una conversación directa, sin tapujos.
Xavier era su amigo más íntimo, nacido en Francia como ella pero criado en Inglaterra, se habían conocido en la escuela primaria y conocía como nadie todos los aspectos de su vida.
Sí, estaba decidida, necesitaría los servicios de esa gente que él conocía, los que podían hacer el trabajo. Les pagaría al contado, lo que quisieran. Ellos se encargarían de encontrar la dirección del cliente, ella podría estar presente, claro. Todo sería seguro, rápido, discreto.
Al finalizar la conversación buscó en el bolsillo de su chaqueta un porro que tenía armado y lo encendió, su novio había ido a terminar unos asuntos a la oficina y volvería en unas pocas horas. Aspiró una bocanada y se sintió mejor.




Wilbur Montgomery llenó por segunda vez la copa de ella. Isabelle tomó un sorbo de vino blanco una y otra vez hasta terminar la copa.
-¿Estás pensando en emborracharte en tu día libre hermosa?-le preguntó a su novia acariciándole la melena pelirroja que le caía sobre un costado de la cara.
-No, sólo espero que la crítica sea mejor esta vez que en la anterior película-Respondió ella besando el dorso de la mano de él e intentando sonreir.
-La anterior película tuvo muy buena crítica. ¿Cuándo vas a empezar a disfrutar de tus logros y dejar de ser tan dura con vos misma querida? ¡Por favor!
Ella corrió la silla para estar más cerca de él y lo abrazó.
-Tenés razón Wilbur ¿Por qué no puedo ser un poco más optimista como vos eh?- Y mirándolo fijamente agregó-¿Sabés? Últimamente tengo una pesadilla recurrente. Sueño que estoy en un pozo que tiene exactamente el diámetro de mí misma con los brazos extendidos hacia los costados, así que me sostengo penosamente con las palmas de mis manos y aguanto la respiración, pero cada vez que exhalo para volver a tomar aire, caigo unos pocos centímetros hacia abajo, y la caída es pausada, constante, y con horror me doy cuenta que para no seguir cayendo tengo que dejar de respirar, pero que si dejo de hacerlo voy a morir de todos modos, pero si mi caída continúa algo terrible me espera en el fondo del pozo y la sensación de ese “algo terrible” me asfixia al mismo tiempo también.
Wilbur parpadeó por unos instantes. Amaba a Isabelle y quería ayudarla pero a veces las confesiones de su novia lo asustaban .
-No tenés que tener miedo porque en el fondo de ese pozo estoy yo para sujetarte mi amor- dijo besándola tiernamente en la boca.
Ella lo miró y suspiró, le hubiera gustado poder contarle a él todo sobre su pasado, ese paquete invisible que cargaba cada minuto de su vida, dormida o despierta, pero si lo contaba, si desenvolvía el paquete temía que el dolor se multiplicase, que él no pudiera entender el significado de sus palabras, el miedo, la rabia….
Su novio era un hombre simple, práctico, excelente para los negocios, optimista, un tipo inteligente pero al que la vida no había apaleado como a ella.
Wilbur se levantó del sofá, fue hasta la cocina, abrió una botella de agua mineral y sirvió dos vasos. Le ofreció uno a Isabelle acomodándose nuevamente a su lado y como si hubiera leído sus pensamientos dijo: -No creas que mi vida fue siempre tan perfecta como es ahora, sobre todo porque tengo a mi lado al amor de mi vida- y la tomó entre sus brazos- Nunca hablamos de esto, pero cuando tenía cuatro años mi padre desapareció de un día para otro. Infinidad de veces le pregunté a mi madre, ella dijo que mi padre se había ido en un largo viaje de negocios, pero nunca volvió.
Isabelle descruzó sus piernas perfectas y adoptó una posición rígida. Se sintió terriblemente egoísta: Wilbur era el que siempre la apoyaba, espantaba sus miedos, la calmaba en el medio de la noche cuando no podía dormir. Nunca pedía nada a cambio, era como una página en blanco para ella, pero sin embargo había historias bajo la superficie, sólo que él nunca hablaba sobre ellas.
-¿Pensás que tal vez haya muerto y tu madre no supo cómo explicártelo?
-Tal vez, no lo sé querida- dijo el sirviendo más vino y tomando un largo trago- pero a partir de ese momento mi madre abandonó poco a poco su vida social, dejó de arreglarse y se abocó a trabajar en la universidad. Luego cuando se retiró a edad temprana se convirtió en el ente fantasmal que conociste meses atrás, una persona amable en la superficie pero que pareciera estar siempre en otro sitio al que nunca tuve acceso.
Isabelle pensó en Margaret Montgomery como una luz apagada que se desliza de un lugar a otro dejando en el aire una sensación fría como la pared que divide los muros de una prisión.
Pero nada de esto dijo a Wilbur. Hundió sus dedos en los cabellos de él y los revolvió, eran rubios, muy suaves y siempre estaban en orden. Lo atrajo para sí, y lo besó diciendo
-No lo sabía Wilbur, yo… gracias por contarme esto.
-Te lo cuento porque quiero que no haya secretos entre nosotros. ¿Si me gustaría saber si mi padre murió o no? Sí, claro que me gustaría- y sonriendo como para sí agregó- Tengo algunos recuerdos de él jugando conmigo, era afectuoso; mis padres no estaban casados, como sabés llevo el apellido de mi madre que muy a pesar de su aristocrática familia era extremadamente liberal, así que ni siquiera puedo buscarlo y no puedo forzar a mi madre, ya me contará la historia en su momento, estoy seguro- y parándose de golpe dijo en voz baja con el gesto de un chico que tiene una sorpresa- Mirá, te voy a mostrar algo.
Subió a la planta alta donde estaban situados los cuartos y volvió cinco minutos después con un viejo sobre color azul claro. Lo abrió.
- Estas son algunas fotos que saqué de la buhardilla de la casa de mi madre hace un tiempo.
Eran unas siete u ocho fotos, casi todas de diferentes períodos de la infancia de Wilbur, y sólo un par de la señora Montgomery totalmente diferente de la persona que su novio le había presentado hacía pocos meses como su madre.
Ella se quedó mirando las fotos y preguntó:
-¿Te ofrecieron trabajo como modelo alguna vez?
-Pues si voy a serte sincero amor mío, sí, me lo ofrecieron. Cuando tenía quince años un agente de modas, mientras almorzaba en un restaurante con mi madre. Lógicamente ella se opuso y todo quedó ahí. Pero no lo lamento: nunca hubiera hecho tanto dinero como hiciste vos como modelo y la verdad es que como bien sabemos mi capacidad para hacer negocios no está nada mal  ¿no?
-Mmmmm…. Es verdad pero en lo que estoy segura es que el mundo de la moda perdió un gran talento con una cara y un cuerpo como éste- dijo ella mordiendo los labios carnosos de él que tanto le gustaban.
Wilbur tomó una de las fotos y la colocó en la palma de la mano de su novia.
-Esta es para vos entonces, así podés llevar a tu modelo favorito en la billetera ¿Qué te parece?
Ella abrió la billetera y guardó la foto emocionada, el amor de Wilbur resucitaba a una pequeña Isabelle Belanger que corría por las calles libre, sin miedo, olvidando por momentos la infelicidad que la ahogaba a diario.





Recibió la llamada a la hora prevista.
Repasó mentalmente todas las indicaciones que Xavier le había dado: Mantener la calma, manejar con cuidado, usar guantes para no dejar huellas, vestir de un modo neutro y en su caso particular usar un gorro o peluca para no ser reconocida.
Estacionó el auto a cinco cuadras del departamento de él y caminó con la sensación de llevar un bloque pesado subiendo y bajando por la boca del estómago, respiró con dificultad y al llegar a la puerta de entrada tocó el timbre tres veces.
La estaban esperando tres hombres encapuchados, reconoció la voz de Xavier entre ellos, era la primera vez que su amigo presenciaba un “trabajo”pero no quería dejarla sola ya que temía por la estabilidad emocional de ella .
El hombre estaba desnudo tirado de lado en posición fetal, una fina línea de sangre oscura brotaba de su ano. Lo miró y el recuerdo imborrable que la torturaba desde hacía veinticinco años hincó sus dientes en ella sin piedad.
Guardó el gorro de lana y los anteojos en el bolso de mano y lo dejó en el escritorio que ocupaba al fondo de la biblioteca. Una súbita sensación de calma la sorprendió al acercarse al rincón donde él esperaba el desenlace incierto de esa mañana inesperada.
Se agachó por detrás y sujetándole el pelo con la mano derecha levantó bruscamente la cabeza y hundió la lengua en su oído.
 – ¿Te acordás de esto hijo de puta?-murmuró con la voz seca -¿Te acordás cuando me sentabas en tu falda, me besabas en la boca, me abrías la camisa del uniforme del colegio y me apretabas los pechos diciéndome que era para que crecieran bien y metías tu mano sucia por debajo de la bombacha?
Él no contestó, ella pensó que tal vez se lo había hecho a tantas que ni siquiera la recordaba. Ante este pensamiento, una oleada de rabia nubló su mente por completo como el telón que cae al final de una función de teatro y golpeó la cabeza de él fuertemente contra el piso de madera. Tres veces. Él emitió un grito sordo.
-Esperabas que saliera de casa, me seguías y me llevabas a tu departamento, dejándome desnuda en el centro de la habitación, para humillarme. Me ponías de rodillas, mi boca abierta y tu pene asqueroso entrando y saliendo y a tomar hasta la última gota, si largaba algo me pegabas, lógicamente sin dejar huella. El dolor que sentí cuando me penetraste diciendo que me lo merecía, que era mala y sucia, yo llorando, vos tapándome la boca para que no se escuchen los gritos, riéndote. Yo no quería salir a jugar más, estaba horrorizada pero mi madre me hacía salir y yo no que estoy cansada y ella que llamo al médico y yo no no por favor, pero ¿qué te pasa, hay algo que quieras contarme y no te animás? Y yo que no, pensando que si un médico venía iba a saber que era mala y sucia y que mamá no iba a quererme más- se paró y lo pateó fuertemente en los riñones.
Xavier se acercó a ella y le dijo que tenían que dejarlo con vida porque si no sí, iba a haber complicaciones. Isabelle asintió.
Volvió a agacharse y le susurró nuevamente al oído
–Ahora recibiste lo mismo que recibí yo, pero menos. Un año me torturaste hasta que un día te esfumaste ¿tal vez porque encontraste otra víctima más tierna? Años con miedo de salir a la calle, años en darme cuenta que no era yo la mala sino la víctima y comenzar una terapia. ¿Sabés qué? Vamos a volver, te vamos a encontrar donde mierda te metas hijo de puta y te voy a torturar, voy a despedazar de a poquito con todo el dolor que tengo los años que te quedan, porque ahora la que tiene el poder soy yo.
Ella esperaba una reacción pero él nada dijo.
Lo escupió en la cara, se levantó y caminó hasta el escritorio donde estaba su bolso, el pesado bloque subiendo y bajando en su pecho ya no estaba. Se sintió aliviada por primera vez en veinticinco años.
Miró a su amigo, a los otros dos hombres y sonriendo les dijo que era tiempo de partir. Tomó el bolso y un portarretratos que estaba sobre el escritorio cayó al piso. Lo levantó y lo miró. En él había representada una escena familiar: su torturador mucho más joven, tal vez en sus treinta y pico sosteniendo con su mano la mano pequeña de un niño muy rubio de tres o cuatro años de edad sonriendo a cámara, y una mujer de lado arrodillada, sosteniendo la otra mano del niño que a su vez sujetaba un globo amarillo con un dibujo borroso. Miró cuidadosamente la fotografía y volvió a colocarla en el escritorio.
Le pareció recordar algo y cerró los ojos para corroborar lo que ya presentía inevitable, metío la mano en el bolso para sacar su billetera y al abrirla, un niño muy rubio de tres o cuatro años de edad la miraba sonriendo a cámara.
Sintió que todo lo que la rodeaba se diluía lentamente, esperó unos minutos para mirar nuevamente al hombre tendido en el rincón y comprender que ella nunca tendría poder alguno sobre él, que aún sin moverse él estaba destrozándole la vida por segunda vez.

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