TRAGAR CON TODO José Luis Gutiérrez Trueba
Esta sería la última, no iba a hacer ninguna
más –pensó antes de entrar al despacho- Llevaba más de un año haciendo
entrevistas de trabajo y en todas le habían rechazado. Aquí era todo tan
diferente, siempre parecía que te había salido bien y que te iban a contratar,
pero luego nunca se sabía nada más de ellos.
Lo poco que trajo ahorrado se había acabado en
tres meses, las libras no se estiran
tanto como los euros. Acabó trabajando de kitchen porter, eso que suena hasta bien,
pero que es una mierda de friegaplatos. Tuvo que ponerse a vivir en una casa pequeñita,
casi de muñecas, con siete personas más que le asqueaban: el indio, un
personaje patético vestido siempre con los
mismos pantalones, por donde iba apestaba a curry; la negrata-chimpancé, que
olía incluso peor que el indio. Tenía un hedor asqueroso, como a cuero podrido;
la pareja de maricas polacos que dormían en el salón, que encima de ser
maricones, eran retrasados; el moro mierda, que casi le había partido una silla
en la cabeza la vez que le encontró rezando tirado en suelo del pasillo; la
china, que como todas era una cerda; y luego había dos panchitos, de esos que
se le escaparon a Pizarro.
Por fortuna apenas los veía, se encerraban en
sus habitaciones la mayoría del tiempo, pero cada mañana era inevitable toparse
con ellos en la cola de la ducha. Tener que esperar todos los días a que esa
fauna saliera del baño para poder entrar él, era una humillación que le estaba
matando.
Nunca le había confesado a nadie lo del despido
improcedente. No soportaba esas
falsas caras tristes que él mismo más de una
vez también había forzado. No dio muchas explicaciones, un mensaje escueto en
el teléfono a los tres grupos de amigos, y una llamada al buzón de voz de sus
padres. Se marchaba como un triunfador al que le habían ofrecido un contrato
millonario en una constructora británica. Solo él se sentía como un fugitivo,
un prófugo de la justicia popular, huyendo en un vuelo barato a tierra extraña
para no ver a nadie conocido.
Me voy a Londres, –se había dicho en aquel
entonces- en un par de meses de academia pongo al día mi inglés, y con la
experiencia que tengo podré elegir la empresa que quiera. Yo soy ingeniero. Lo
de trabajar en el McDonald’s es para los rumanos y toda esa basura.
Alquiló una casa victoriana grande con jardín
en West London. Y colgó doscientas fotos en Facebook. Me gusta, me gusta, me
gusta. Solo cuando te van las cosas bien se te multiplican los amigos. “Ahora
que ya estas asentado vamos a ir, que tenemos muchas ganas de verte”. Les había
intentado disuadir varias veces, pero ya habían comprado los vuelos para
Agosto. Querían hacer barbacoas en el jardín de su casa, ir al futbol a ver al
Chelsea en tribuna, beber té y Prosecco en el Ritz. Querían hacer de todo,
menos verle.
Se juró a si mismo que esta iba a ser la última
entrevista. Tener que volver a casa de sus padres porque no tenía dinero para
alquilar un piso; y con sus amigos, no poder siquiera tomarse unas cervezas el
fin de semana. Aquello seria horrendo, pero si no le contrataban no iba a
seguir ni un minuto más en Londres. Su límite se había acabado, no iba a tragar
con todo.
Cruzó la puerta titubeante, entrando a un gran
despacho en forma de caja de zapatos. Las paredes de color pastel. Solo había
un tipo trajeado al fondo, con gafas y brazos cruzados. Le ofreció asiento y
casi al instante le preguntó el nombre:
- Me llamo Sergio Espeso Molino
- ¿Espeso es el middle name?
- No, es apellido
- ¿Y Molino?
- Mi segundo apellido –ya era la enésima vez
que lo explicaba, le irritaba que en Inglaterra fueran tan prepotentes de no
querer entenderlo.
Mi segundo apellido… o acababa de llegar o era
idiota perdido, ¿tan difícil era aprender que en este país solo había un
apellido?, –pensó el entrevistador- Abrió la carpeta que tenía sobre la mesa
para ojear el currículo, todavía no lo había hecho: ingeniero de caminos.
Español. Jefe de proyectos. Jefe de obra. Nivel de inglés alto. –ingeniero
español, señor Espeso Molino… aquello no podía ser cierto– Diez años de
experiencia en el mundo de la construcción, responsable de importantes
edificios civiles en Madrid y alrededores tales como el Hospital de Vallecas,
Residencia geriátrica Las Azaleas, edificio Quevedo –dejo de leer, no había
dudas de que era el mismo. Con más bolsas en los ojos y el pelo encanecido,
pero era él. Daba pena verlo, parecía un cadáver. No hacia tanto que se le
conocía como el temible Sr. Obeso Porcino, y ahora, frente a él tenía a ese
esqueleto que se había sentado con torpeza infinita, sin ningún carisma.
Empezó a hacerle la entrevista en un inglés
perfecto, ocultando su acento extranjero
lo más que pudo. No pudo evitar juguetear con
el bolígrafo a la vez que preguntaba.
Mr. Espeso, ¿cuáles son sus grandes logros? ¿Qué
experiencia en su campo ha tenido en Inglaterra? Veo que ha trabajado en un
restaurante colombiano y en un fish and chips, ¿fueron remodelaciones de antiguos edificios o
construcción nueva?, ¿qué presupuesto manejó?
¿Y para los próximos años?, ¿qué plan de
desarrollo personal tiene? A base de subir la voz y mover compulsivamente las
manos, Mr. Espeso intentaba dar importancia a sus palabras, aunque con
semejantes respuestas era imposible: vagas, telegráficas y en un inglés pésimo,
con un acento tan español que rozaba la parodia. La entrevista era una
auténtica sangría.
Levantándose muy despacio, el entrevistador se
desplazó, casi que reptó hasta sentarse en el pico de la mesa Mr. Espeso, no sé
si es consciente de que la situación ha cambiado mucho en el Reino Unido en el
último año, –le confesó sin tapujos- su currículo no es malo pero… el puesto es
de gran responsabilidad, con un salario competitivo… mire, voy a serle sincero,
la verdad es que ahora con el Brexit no tiene ningún sentido seguir siendo
hipócritas, –dijo mientras se desabrochaba los dos botones de la chaqueta – seguimos
haciendo entrevistas a europeos para que no sea tan evidente, pero las órdenes
son las de contratar solo a ingleses. O a indios, claro. Únicamente en caso desesperado,
podríamos meter a algún escandinavo o francés. Supongo que no se haya dado
cuenta, pero los españoles y los italianos “molestan” tanto, o más, que los del
este de Europa. Al menos ellos son sumisos, a vosotros os pierde la sangre caliente,
-hizo una pausa eterna, luego se aflojó un poco el nudo de la corbata aunque claro,
se podrían adoptar medidas especiales para este caso concreto –dijo bajándose
la bragueta.
Le cogió del cuello con una extraña dulzura y
el Sr. Obeso Porcino poco a poco se dejó llevar. Sin saber porque abrió la boca
lentamente, no tardaron en llegar las arcadas. Intentó no pensar en nada,
abstraerse de lo que de verdad estaba ocurriendo. Aquello pasaría pronto y por
fin se iba a acabar lo de limpiar platos. Dejó la cabeza muerta, al capricho de
esa mano meciéndole de atrás hacia adelante. Cada vez los movimientos eran más
bruscos, hasta que notó una baba de repugnante sabor en el paladar. Se estaba
corriendo en su boca. Intentó levantarse de la silla, salir de allí corriendo,
pero no pudo. Le tenía agarrado por el pelo, gritándole en un español perfecto:
¡traga, te lo vas a tragar todo pendejo! Cómo te gusta comerle la polla a un
sudaca, ¿eh cabrón?
Le quitó con violencia la cara de entre sus
piernas y de un par de puñetazos acabo
tirándole al suelo. Después de patearle como un
loco varias veces en la espalda, le
susurró al oído:
- El lunes te quiero aquí a
las 7 y media en punto. Vas a cobrar el sueldo mínimo, mucho más que la mierda
que nos dabas en la obra. Y si no te gusta, te vuelves al puto árbol de la
selva de donde bajaste.
Como pudo se levantó de allí, no quiso mirar
atrás. Salió cojeando de la oficina, con manchas de semen en el traje y el pelo
sudado. El entrevistador volvió a su asiento abrochándose el cinturón. Tras él,
medio escondido por el mueble de la pared de la derecha, colgaba su título de
la Universidad de los Andes. Un millón de veces se lo habían rechazado en
España. Se quedó hundido en el sofá, mirando fijamente sin poder enfocar el
currículo que todavía seguía en la mesa. Otra vez volvía a su cabeza la
furgoneta destartalada que les recogía a las 7 de la mañana en las afueras de
Madrid. Ecuatorianos, colombianos, marroquís... allí todos juntos hacinados.
Antes de entrar se subastaba el salario, y al final de la tarde un sobre
sorpresa, siempre con menos dinero de lo que se había hablado. Los andamios sin
redes, los ladrillos sin cascos, las hormigoneras sin guantes. Escuchaba de
nuevo los insultos, los chistes. Lo peor eran las risas, como rebotaban en su
cabeza. Todavía dolía, dolía tanto aquella paliza.
Y entonces tener miedo de salir a la calle y
enloquecer quedándose en casa; hacer la maleta con cuatro mudas y dos vaqueros,
huir de la vergüenza cogiendo el primer vuelo barato. Hacía tanto de aquello,
aunque ahora parecía que había sido ayer. Parecía que
había sido hacía solo unos minutos.
Le faltaba el aire, se levantó para abrir la
ventana. Qué difícil era mirar hacia arriba y
no encontrar algún avión en el cielo de Londres.
Una línea de tiza blanca indicaba el
camino más rápido hacia la salida de emergencia.
Buenisimo el cuento este me encanto!
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