LA IMPORTANCIA DEL NOMBRE Andrés Tacsir


No se me ocurrió cuando lo vi irse lentamente. Ni se me pasó por la cabeza en ese momento. Se marchaba hacia el centro de la ciudad por una de esas calles que terminan en la costa. Tal vez era Rúa do Carral o Rúa García Olloqui. No conocía mucho la ciudad, pero me dijo que en un rato estaría en su casa. Que no estaba muy lejos. Y que además de ahorrar en el transporte, caminar le hacía bien. Para el cuerpo y el alma, me dijo. Era una pena, me dijo, que tuviera que irse; se quedaría más si hubiera podido pero tenía que cenar con ella

-Hoy nos toca Telepizza y después Legally Blonde. Los jueves son las noches de Lore.

Lo miré caminar de espaldas al mar. Al irse noté su andar fatigado. No era viejo, no para nada: Dani tenía recién 40, algún que otro año, pero no más. Tenía solo tres más que yo, pero se le notaba solo viéndolo que había algo que no había funcionado. Al verlo mezclarse entre la gente, ya a más de doscientos metros, supe que nunca más lo vería. Él se quedaría acá; no lo sabía pero cada paso que daba lo encadenaba más.

Pensé mientras caminaba por el paseo marítimo volviendo a mi hotel que en un rato ella le abriría la puerta de esa casa en el sur de la ciudad, ya con el pijama rosa de Hello Kitty puesto y le daría el menú de Telepizza para que eligieran. Pedirían una pizza de siete euros, tal vez una de diez. Lo abrazaría. Él le contaría un poco de nuestro encuentro. Supuse que sin grandes detalles. Me imagino que no querría que ella supiera mucho que la suerte pudo haber sido distinta, recordarle que él había perdido.

Sentía una leve brisa al caminar por la costa. No hacía frío. El aire era agradable, ese aire que inconfundiblemente viene del mar. El mar estaba oscuro. A esa hora ya era una mancha negra. Quería tomar un poco de aire después del día. Había sido, de hecho, un día movido. Pero no me podía quejar. Todo había salido como se había planeado. La reunión en la junta de gobierno había sido un éxito: el proyecto se llevaría adelante. Los plazos no habían sido cuestionados. Habían tratado de disminuir los costos. La puesta en escena había estado bien. Incluso el de la secretaría de fomento con sus comentarios le había dado credibilidad a todo. Los costos los modificaríamos en la presentación de mañana, tal cual se había acordado; los costos logísticos los bajaremos un poco, había margen. Pero nada de lo demás se cambia. Todo como lo habíamos pensado.

Hacer negocios con las cajas regionales y gobiernos locales es una bendición. Dinero fácil. Rápido. Y lo sabemos disfrutar.

Llegué al hotel. No había ningún mensaje para mí. Tenía la noche libre. Los festejos serían la noche siguiente cuando hasta el último papel estuviera firmado.  Me sentía con energía. Me solía sentir así después de cerrar estos negocios. No quería meterme nada. Solo un trago. A lo sumo una flaca. Fui al bar. No había mucha gente. Noté a una mujer de unos cincuenta años tomando una Coca-Cola light. Pensé que era una visitadora médica. Hay muchas de estas dando vueltas en hoteles de esta categoría. En esto ya tengo algo de experiencia. Tenía todavía buenas piernas, fuertes. Seguro que corría todos los días cerca de una hora. Tenía medias negras y zapatos rojos de taco. Me tentó, me abrió el apetito.

Me senté en una de las mesas redondas y pequeñitas y recordé que no había transcurrido mucho tiempo desde la primera vez que lo había visto a Dani. Tal vez tres años atrás; cuatro a lo sumo. Fue ni bien los dos habíamos llegado a España. Yo estaba empezando a hacer mis primeras armas en la constructora. Es raro el destino: ¿quién hubiera dicho que nuestras vidas se distanciarían tanto en tan poco tiempo? ¡Pobre, Dani! Él que se creía que sería un paseo para un flaco como él. Y una tortura para alguien como yo. Dani no había llegado como los otros cientos de miles empujados por la crisis, muertos de hambre. Él había decidido venirse para cambiar, para ser independiente. Eso creo recordar. Me fue contando esas cosas en los dos o tres encuentros que fuimos teniendo. En cada uno se iba notando más y más la diferencia. Mejor dicho, las diferencias. La diferencia entre lo que había planeado y lo que había ocurrido. Y la diferencia entre nosotros dos. Pero, obviamente, no en ese: en ese primer encuentro él estaba bien adelante. Lo veía desde atrás. Él era la apuesta segura.

Pero no. Decidió dejar Argentina para ser independiente. Y era aquí el lugar, pensaba él, para probar. España era en ese momento una máquina impresionante. Crecía y crecía. Para muchos era el paraíso. Y ahí me incluyo. Aceptaba a todos. Lograba dar laburo a todo el mundo. En pocos años se llenó de latinoamericanos, rumanos, polacos, marroquíes. Era cierto lo que Dani había pensado, imaginado: tan cierto que incluso un flaco solo con un título sin revalidar de contador de una universidad de tercera categoría del conurbano, con una mano atrás y una adelante como yo, caía en Madrid a ver que se podía hacer. ¿Habrá lugar para alguien como yo? me había preguntado al llegar, en esa mierda de pensión. Los resultados están a la vista.

Él, en cambio, era inteligente, serio. Le gustaba trabajar y estaba bien educado. Venía con chapa: había trabajado en los mejores diarios y revistas deportivas de Argentina. Se sabía todos los equipos de memoria del fútbol argentino desde que se hizo profesional. Todos los resultados. Tenía una computadora en la cabeza.  Había pocas cosas mejores que esos antecedentes para su plan. Creo que nos tomamos una cerveza en la Plaza de Santa Ana en ese primer encuentro. Yo andaba contando las monedas. La constructora no pagaba bien a tipos como yo. Un contable le dicen aca. Eso era: un simple contable. ¿Qué podés esperar? Mucha planilla y poca diversión. En Europa no se regala nada. Y a él sí se lo veía bien. Había viajado por todo el país dejando su curriculum en todos los periódicos. Estaba seguro que le ofrecerían un trabajo como cronista deportivo en poco tiempo. Y una vez en la rueda se las arreglaría rápidamente para avanzar.

Se acercó el camarero del hotel. Me pedí un negroni para empezar. Le pregunté si conocía a la señora de la otra mesa. Me contestó que estaba alojada en el hotel pero que no la conocía. Acaba de llegar, me aclaró discretamente. Agregó que solo se quedaba dos noches más. Le dije en voz baja que le ofreciera lo que ella quisiera tomar y lo cargara a mi cuenta. Fue a su mesa y con discreción le habló. Ella sonrió. Le pidió algo. Me miró y movió la cabeza en gesto de agradecimiento. Incluso mayores a las mujeres les gusta ser tratadas como si fueran especiales. Me la imaginé con esas con las medias bien estiradas y con los zapatitos a punto de salirse de los pies.

La segunda vez que lo había visto a Dani, las cosas habían cambiado. Se le habían empezado a torcer los planes. No a mí que por el contrario ya había empezado a dar una mano en los “proyectos especiales”. En la constructora se habían dado cuenta que aprendía rápidamente a decir las cosas sin decirlas. Eso era lo único que se necesitaba para avanzar. Me llevaron a un par de reuniones para enseñarme. A la siguiente, yo les estaba enseñando a ellos. Obtuve un 20% más de lo que esperaban en mi primera negociación. Es decir, me estaba empezando a ir bien.

A él, las cosas se le empezaban a ir a la mierda. Y es obvio que no la vio venir. Después de unos meses sin noticas del mundo deportivo, Dani había empezado con el negocio de las alarmas. El lugar donde terminaban todos los que no lograban entrar en ningún lado decente. Decía que estaba haciendo tiempo hasta que saliera algo en lo suyo, pero la cosa se iba alargando y los ahorros se gastaban. Creo que a esa altura ya le había pedido a la hermana que vendiera el auto que tenía en Buenos Aires y le mandara la guita. Era simple el trabajo. O parecía simple: ibas puerta por puerta vendiendo alarmas. Tuvo la mala suerte que la primera semana vendió tres. El jefe creyó que tenía un diamante en bruto. Acá, hermano, tenés que ser bien vivo: no hay lugar para dejarse engatusar. El gaita le llenó la cabeza de mierda. Le dijo que era el mejor vendedor que había tenido en años. A esa velocidad estaría a cargo de un equipo muy rápido. Y con eso la gloria: los otros laburaban y ellos cobraban. Y él se creyó todo.             

Esa tarde de nuestro segundo encuentro nos tomamos un par de cafés. Creo que fue en el Rodilla de Gregorio Marañón. Con el entusiasmo, el jefe le había ofrecido un piso para él solo. Le dijo que eso era lo que un tipo como él tenía que hacer. Como Lore estaba por venir, él aceptó. Se mudó allí y cuando ella llegó parecía todo perfecto. Pero, claro: había sido suerte de principiante. Las únicas alarmas que logró vender fueron las tres de esa primera semana. Tal vez justo había habido un robo por esos días en esa calle. O lo que fuera. La cosa que no vendió nada más. Y el piso que el jefe le había alquilado como si fuera un premio de puta madre, rápidamente, se convirtió en una cadena.    
  
El mozo trajo mi negroni. Los bares de hoteles están todos cortados con la misma tijera. No me gustan pero son un mal necesario: allí se encuentra lo que uno busca. La mujer se había pedido también un negroni. Seguramente le dijo al camarero que le sirviera lo mismo que yo estaba tomando. El camarero se llevó el vaso que había usado para la Coca-Cola light. Tomé un corto sorbo mientras veía como ella agarraba su vaso. Me gustaron sus manos.

Al llegar Lore, recordé lo que me había contado en Rodilla, él estaba con un laburo que no había dado nada de guita por meses y en un piso que no podía pagar. Y del cual no podía irse hasta poner toda la mosca. Fue entonces cuando se empezó a preocupar por los papeles. Le parecía que lo único que podía salvarlo era lograr tener el permiso de trabajo. Con eso podría ampliar la búsqueda laboral. El trámite del pasaporte polaco, el plan B, podía llevar años y no estaba para esperar a que estuviera listo. Y entonces empezó con los movimientos de desesperado: escuchó que en un bar había un tipo que estaba dispuesto a dar papeles a sus trabajadores. Viste cómo es esto: una cacería de giles. Ahí fue y empezó a trabajar en el bar por las tarde y noches. Le daba la mitad que el mínimo, tenía horas ridículas y hacía trabajos de mierda. Todo porque, al final del túnel, estaban los papeles.  

Me mostró esa tarde entre cafés y esos sandwichitos chiquitos las fotos de Lore. Se las habían sacado esas primeras semanas de ella en Madrid. Lo típico: en el Retiro, en el Palacio Real, en Sol. Habían también ido a Toledo y a Segovia. En fin: las fotos que mandás a tus parientes para mostrarles que estás llenos de entusiasmo, de energía, que al futuro te lo devorás. Lore no estaba mal. Era flaquita con buenas tetas. Tenía el pelo bien negro. Largo. Sensual. Tenía esa mirada que muestra que está dispuesta a hacer esfuerzos. Y que coge bien.

-Lore va a dar una mano. Va a estar bien que esté por acá. Va a laburar de lo que consiga hasta que nos acomodemos un poco. Después con mis papeles a través del bar o con el pasaporte nos casamos y ella también va a tener visa para laburar. Todo va a estar bien. No te preocupes, querido. Y gracias por todo. Por tu tiempo, por todo- me había dicho ya en el final de ese segundo encuentro. Yo le había dicho que me avisara si le podía dar una mano en lo que necesitara. Estaba dispuesto a tirarle unos mangos. Estaba contento de tener la oportunidad para mostrarle que ahora yo lo podía ayudar. Le dije que cuando llegara Lore nos viéramos. Por una razón u otra ese encuentro nunca se dio.    

Tomé un largo trago de mi negroni. Me puse de pie y fui a la mesa de la mujer. Estaba a menos de tres metros. Le pedí permiso para sentarme

-Lo sabía: eras argentino. Me lo imaginé ni bien te vi- me lo dijo sonriéndome. Extendió la mano para que me sentara.  

Nos contamos nuestro día. Bueno, yo le mentí sobre mi día. Tampoco hay que ir explicando con detalles todo lo que todo el mundo va haciendo ¿no? Efectivamente era visitadora médica. O eso me dijo, al menos. No era de Galicia sino de Pamplona, pero en su área de cobertura estaba Vigo. Representaba a un laboratorio que tenía nuevos, y según ella, buenos tratamientos contra la diabetes. Me explicó cómo la grasa afecta la llegado de la insulina a las células. Me resultó aburrida pero atractiva. Le pregunté si era por eso que hacía tanto ejercicio. Me preguntó cómo lo supo y le dije que lucía muy atlética, muy bien. Sonrió mostrando unos hermosos dientes. Tenía los labios carnosos. Agregué que había visto que tenía unas piernas muy fuertes. O que, al menos, intuía que eran fuertes. Subió las cejas; eso para mí era una invitación a que comprobara lo que estaba diciendo. Le agarré con fuerza la parte del muslo, justo antes de la rodilla. Hizo un falso gesto de sorpresa. Veo que no te vas con sutilezas, me dijo. Le dije que eran muchos años en España; que ya había aprendido que los rodeos son innecesarios. Tomó su copa y bebió un sorbo. Subí la mano y le agarré el muslo a pocos centímetros de donde comenzaba su falda. Sentí un calor viniendo de entre sus piernas. La falda era azul. Con tablas. Le pregunté en qué habitación estaba. No me quitó la mano de la pierna. Ni siquiera se movió. Justo ahí sonó su teléfono. Lo sacó de su bolso. Llamaba un tal Raúl. Ella cortó. No me digas que es tu marido, le pregunté. Porque, le dije, anillo no tenés. Digamos, por el momento, que no; pero que algo así, me dijo. Le pregunté que si la tenía tan controlada que le había puesto un sensor para saber cuándo estaba haciendo las cosas mal. Pensé que me corregiría y me diría

-o las cosas bien

y con eso la besaría. Pero no lo hizo. Simplemente me dijo que había sido un placer conocerme. Me agradeció por el trago y me dijo que la estaban esperando. Me dio dos besos en la mejilla.

-Es una pena, guapo. Si esto ocurría hace dos años…o ayer o mañana seguro que funcionaba. Pero justo esta noche, no.

Se puso de pie. Las piernas además de fuertes tenían una buena forma. Tomó su bolso. La vi darse vuelta y comenzó a caminar hacia el lobby. Los zapatos rojos eran nuevos. Las suelas estaban casi limpias. En la puerta del hotel tomó un taxi y se fue. Me gusto como se movían las tablitas de la pollera al caminar. Tomé lo que quedaba de mi trago. Le pedí otro al camarero. Y le dije que me trajera algo para picar.

Me avisaron en la constructora que vendría a Vigo para cerrar ese negocio con dos semanas de anticipación. Ni bien lo supe, le escribí a Dani para que nos viéramos. Aceptó inmediatamente. Había dicho que tenía flexibilidad con sus horarios y que se podría adaptar a los míos. Nos encontramos al terminar mi reunión a eso de las 6. Quedamos en el Porto Pesqueiro. Nos tomamos unas cervezas.
 
No hacía falta ni que lo dijera: los papeles del bar de Madrid habían sido solo una promesa. El dueño retrasó el comienzo del trámite. Le iba dando largas. Después empezó con las explicaciones sobre lo complicado que era hacerlo sin cometer errores. Más y más largas. Y él, bien boludo, creyéndose todo. En pocos meses estaba claro que nunca pasaría. Y así es como ocurren las cosas y uno termina tomando esas decisiones que a veces no se entienden muy bien. Un compañero peruano del trabajo le comentó que en Vigo se necesitaban camareros y que los patrones estaban dando permiso de trabajos a todo el que fuera. Él sin ni siquiera estudiarlo, sin pensar lo que le acababa de pasar, se lo dijo a Lore y levantaron campamento en Madrid. Tenía, habían pensado, sus beneficios: la ciudad era más barata, tendrían más tiempo libre para hacer otras cosas. Hacer qué en el tiempo libre, no sé. Entonces sin conocer a nadie, excepto por teléfono al dueño del bar, se habían venido para acá.

Daniel me contó que había empezado a trabajar. Y, obviamente era más de lo mismo. Más de la misma mierda pero, ahora, en una ciudad perdida en el culo del mundo: que hasta hace poco era fácil hacerlo, que ahora los trámites se habían complicado, que había que tener paciencia. Etc, etc, etc. En estos meses, me contó, Lore había empezado a trabajar también. Había empezado limpiando casas. Tenía dos o tres casas más o menos fijas que le daban un ingreso que les permitía vivir, junto con lo que lograba sacar él, en forma humilde pero decente. Era una pena, pensé mientras me lo contaba, que una flaquita con lo buena que está, se sacrificara de tal forma.

El camarero me trajo el segundo negroni con aceitunas, patatas fritas y unas bolitas de un queso blanco y suave que podían ser de mozzarella. Le agradecí. Cuando se estaba retirando le hice un gesto para que se acercase. Le pregunté muy discretamente si se acordaba el número de la habitación de la señora que se había tomado el otro negroni. Le dije que me lo había dicho pero con tantos números en la cabeza uno se empieza a confundir. ¿Quién hoy en día sabe más de dos números de teléfono?, le pregunté. Me dijo que vería que podría hacer. Pero me anticipo que no sería fácil averiguarlo

-Haga un esfuerzo, mi amigo. Sabré apreciarlo  

Empecé a tomar el trago mirando el teléfono. No había novedades sobre el contrato así que todo iba como lo planeado. Mañana se cerraría todo. Manuel que venía seguido por acá me había escrito desde la oficina unas recomendaciones de como matar el tiempo en caso de que estuviera aburrido. Abrí su mensaje, Opciones para Vigo. Contenía dos nombres con sus teléfonos. Irina y Chloé. Los nombres no me tentaron. Para nada. No quería ni una rusa ni una peruana o colombiana que había elegido un nombre francés.

Volvió el camarero y me dijo que lamentablemente era contra las reglas darle la información que yo había pedido. Lo miré con atención. Era obvio que quería sacar lo máximo posible de esta patética negociación. No sabía el infeliz ese qué era lo que yo había hecho hasta las 6 de la tarde. Qué es lo que había hecho con los impuestos que le cobran por servir tragos en un bar sin personalidad. Le dije que entendía y que no se preocupara. Yo ya sabía que esa noche ella no estaba disponible; yo me iría mañana mismo. Le dije que no lo necesitaba.

-No se preocupe, Roberto le dije, leyendo su nombre en la plaquita gris que llevaba sobre el corazón.

-Déjeme ver qué puedo hacer, entonces- me contestó.

Pensó que le había dicho eso para regatearle, para bajarle el precio a la información. ¡Qué boludo! Quise terminar con la escena y buscar lo que necesitaba. Le dije que fuéramos prácticos. Saqué mi billetera y tomé un billete de cincuenta euros. Le agradecí por las molestias dando por cerrado el trato. Me dijo que no había sido nada y tomó el billete. Al irse dijo lo más cercano que pudo a mi oído: 320. Era cierto: la información de la habitación no me servía para nada. Pero era bueno sentir que se podía obtener lo que uno quisiera. Eran solo cincuenta euros. 

Ni Irina ni Chloé, pensé. A veces Manuel mandaba cada mierda…Y fue entonces cuando me acordé de Sabrina. Obviamente no tenía su teléfono así que traté de buscarla en internet. Escribí tres palabras: Sabrina, Vigo, diversión. La información apareció en el tercer resultado de la búsqueda. Había un par de fotos, un email de contacto y un teléfono.        

Firmé la cuenta y me levanté de la mesa. Fui al lobby. Desde allí le escribí a Sabrina. Le dije que, si podía venir hoy mismo, en un par de horas, le pagaba doble. Le sugerí, además, un par de detalles para el encuentro. Le di la dirección del hotel, el número de habitación. Le di un nombre falso: Carlos Goyén, el nombre del arquero de Independiente en el equipo que ganó la Intercontinental en el 84.  Fue el primero que me vino a la cabeza. No sé por qué. 

Tomé el ascensor. Me tenté de pasar por la 320 para dejar un mensaje. No sé: para cuando la visitadora médica volviera de su encuentro con Raúl. Pero pensé que no valía la pena y fui directamente a mi piso. Al salir del ascensor tenía un mensaje de Sabrina. Me confirmaba que en menos de una hora y media estaría aquí.            

Al entrar en la habitación encendí el televisor. Encontré un documental sobre cómo se habían trasladado las obras del Prado a Francia durante el inicio de la Guerra Civil. Empecé a cambiar. En un canal griego discutían unos tipos con aspectos de políticos. Un mundial de atletismo apareció en el siguiente canal. Eslavas con ropas azules se agarraban la cabeza al traspasar la meta en la pista de atletismo. Un equipo, probablemente Flamengo, jugaba en un estadio muy grande que podía ser el Maracaná. Un par de canales regionales: historias contadas en gallego y euskera. No tenía la paciencia suficiente para las pretensiones nacionalistas. 

Cuando estaba por apagar ya resignado encontré un especial sobre la bonanza económica. Ese sí que me interesó. Me quedé un buen rato sentado en la cama frente al televisor. El precio del metro cuadrado en ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao era tan alto como en Londres, París o Milán. El Santander se había convertido, gracias a la depreciación de la libra, en el banco más grande de Europa. Amancio Ortega luchaba para que Zara desplazara a Gap como la mayor tienda del mundo. Las constructoras se internacionalizaban y el dinero era, ahora, de verdad: tren rápido entre Ryad y La Meca, ampliación del canal de Panamá, veinte estadios en Qatar. En fin, todas buenas noticias. Y yo estaba ahí.

Me preparé un baño de inmersión. Quería relajarme y perfumarme bien antes de que llegara Sabrina. Quería echarme esos lindos polvos. Quería dejarla agotada. Quería que se fuera queriendo volver por más. Me lavé los dientes. Salí del baño y me puse una camisa blanca. Estaba bien planchada. Puse mil Euros en un sobre. Me perfumé un poco. No mucho, lo suficiente para sentirme cómodo. Fue entonces cuando golpeó la puerta. Me puse un poco nervioso. Pero la situación me gustaba. Mucho.

Al abrir me la encontré con una mano en el marco. La recorrí con la mirada. Llevaba el pelo recogido. Se había maquillado pero muy sutilmente. Los labios tenían un color natural, pero estaban claramente pintados. Tenía un vestido negro hasta la mitad del muslo. Llevaba una chaqueta roja. Las medias eran negras. Al ver que miraba los zapatos, levantó el pie derecho y dijo:

-Y los zapatos rojos, tal cual pediste. -Hizo un silencio. - ¿Me invitás a pasar, Carlos? -ni por un instante intentó disimular el acento argentino. Eso seguramente le daba más valor en el mercado.                                          

Me acordé entonces de esa última parte de la conversación con Dani. Esa explicación sobre la situación a la que había llegado que no se parecía en nada a cómo se había imaginado que sería su estancia en Europa. Me aclaró que lo de limpiar casas había resultado algo bastante bueno, mucho mejor que lo que pensaba. Lore había caído bien entre las que la contrataban y poco a poco le fueron ofreciendo cuidar a ancianos. Era sacrificado, pero era dinero. Los turnos eran largos y se cobraba por hora. Y de los ancianos pasó a cuidar chicos. Era generalmente los fines de semana a la noche. El trabajo duro era al principio, después los chicos se dormían y no había mucho más que hacer.

No pude evitar recordar, entonces, que Dani había tomado un poco de aire y me había dicho que daba plata cuidar a ancianos y a niños pero que más plata daba, obviamente, cuidar a adultos.

Hizo un silencio antes de agregar

-Incluso el nombre estaba funcionando bien.

Me lo había dicho al apoyar el vaso de cerveza.

Le dije a Sabrina que por supuesto podía pasar. Le señalé el sobre encima del televisor. Le dije que creía que cubría todos los gastos extras ocasionados.

-Seguro que sí.  

Agarró el sobre y lo guardó en su cartera.

Mientras se sacaba la ropa imaginé el pijama de Hello Kitty en el sillón, sacado en un segundo, tirado en el sofá sin doblar. La caja de TelePizza con dos porciones ya frías. El sobre del DVD pirata en el suelo, junto a las pantuflas.

Dani había mirado para abajo. Le pregunte entonces qué había querido decir con eso de que el nombre estaba funcionando. Respiró profundamente y agarro el vaso

-Hay que ser discretos en esto. Encontrar el nombre correcto no es tan sencillo como parece- me había dicho Dani mientras terminaba el ultimo sorbo de la cerveza.

Le pregunté, entonces, cuál era el nombre que usaba.

En voz clara, baja y mirando a la mesa, avergonzado lo dijo

-Sabrina.


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