LA IMPORTANCIA DEL NOMBRE Andrés Tacsir
No se
me ocurrió cuando lo vi irse lentamente. Ni se me pasó por la cabeza en ese
momento. Se marchaba hacia el centro de la ciudad por una de esas calles que
terminan en la costa. Tal vez era Rúa do Carral o Rúa García Olloqui. No conocía
mucho la ciudad, pero me dijo que en un rato estaría en su casa. Que no estaba
muy lejos. Y que además de ahorrar en el transporte, caminar le hacía bien. Para
el cuerpo y el alma, me dijo. Era una pena, me dijo, que tuviera que irse; se
quedaría más si hubiera podido pero tenía que cenar con ella
-Hoy
nos toca Telepizza y después Legally
Blonde. Los jueves son las noches de Lore.
Lo miré
caminar de espaldas al mar. Al irse noté su andar fatigado. No era viejo, no para
nada: Dani tenía recién 40, algún que otro año, pero no más. Tenía solo tres más
que yo, pero se le notaba solo viéndolo que había algo que no había funcionado.
Al verlo mezclarse entre la gente, ya a más de doscientos metros, supe que
nunca más lo vería. Él se quedaría acá; no lo sabía pero cada paso que daba lo
encadenaba más.
Pensé
mientras caminaba por el paseo marítimo volviendo a mi hotel que en un rato
ella le abriría la puerta de esa casa en el sur de la ciudad, ya con el pijama
rosa de Hello Kitty puesto y le daría
el menú de Telepizza para que eligieran. Pedirían una pizza de siete euros, tal
vez una de diez. Lo abrazaría. Él le contaría un poco de nuestro encuentro.
Supuse que sin grandes detalles. Me imagino que no querría que ella supiera mucho
que la suerte pudo haber sido distinta, recordarle que él había perdido.
Sentía
una leve brisa al caminar por la costa. No hacía frío. El aire era agradable,
ese aire que inconfundiblemente viene del mar. El mar estaba oscuro. A esa hora
ya era una mancha negra. Quería tomar un poco de aire después del día. Había
sido, de hecho, un día movido. Pero no me podía quejar. Todo había salido como se
había planeado. La reunión en la junta de gobierno había sido un éxito: el
proyecto se llevaría adelante. Los plazos no habían sido cuestionados. Habían
tratado de disminuir los costos. La puesta en escena había estado bien. Incluso
el de la secretaría de fomento con sus comentarios le había dado credibilidad a
todo. Los costos los modificaríamos en la presentación de mañana, tal cual se había
acordado; los costos logísticos los bajaremos un poco, había margen. Pero nada
de lo demás se cambia. Todo como lo habíamos pensado.
Hacer
negocios con las cajas regionales y gobiernos locales es una bendición. Dinero
fácil. Rápido. Y lo sabemos disfrutar.
Llegué
al hotel. No había ningún mensaje para mí. Tenía la noche libre. Los festejos
serían la noche siguiente cuando hasta el último papel estuviera firmado. Me sentía con energía. Me solía sentir así
después de cerrar estos negocios. No quería meterme nada. Solo un trago. A lo
sumo una flaca. Fui al bar. No había mucha gente. Noté a una mujer de unos
cincuenta años tomando una Coca-Cola light. Pensé que era una visitadora médica.
Hay muchas de estas dando vueltas en hoteles de esta categoría. En esto ya
tengo algo de experiencia. Tenía todavía buenas piernas, fuertes. Seguro que corría
todos los días cerca de una hora. Tenía medias negras y zapatos rojos de taco. Me
tentó, me abrió el apetito.
Me
senté en una de las mesas redondas y pequeñitas y recordé que no había
transcurrido mucho tiempo desde la primera vez que lo había visto a Dani. Tal
vez tres años atrás; cuatro a lo sumo. Fue ni bien los dos habíamos llegado a
España. Yo estaba empezando a hacer mis primeras armas en la constructora. Es
raro el destino: ¿quién hubiera dicho que nuestras vidas se distanciarían tanto
en tan poco tiempo? ¡Pobre, Dani! Él que se creía que sería un paseo para un
flaco como él. Y una tortura para alguien como yo. Dani no había llegado como
los otros cientos de miles empujados por la crisis, muertos de hambre. Él había
decidido venirse para cambiar, para ser independiente. Eso creo recordar. Me
fue contando esas cosas en los dos o tres encuentros que fuimos teniendo. En
cada uno se iba notando más y más la diferencia. Mejor dicho, las diferencias.
La diferencia entre lo que había planeado y lo que había ocurrido. Y la
diferencia entre nosotros dos. Pero, obviamente, no en ese: en ese primer
encuentro él estaba bien adelante. Lo veía desde atrás. Él era la apuesta
segura.
Pero
no. Decidió dejar Argentina para ser independiente. Y era aquí el lugar,
pensaba él, para probar. España era en ese momento una máquina impresionante. Crecía
y crecía. Para muchos era el paraíso. Y ahí me incluyo. Aceptaba a todos.
Lograba dar laburo a todo el mundo. En pocos años se llenó de latinoamericanos,
rumanos, polacos, marroquíes. Era cierto lo que Dani había pensado, imaginado:
tan cierto que incluso un flaco solo con un título sin revalidar de contador de
una universidad de tercera categoría del conurbano, con una mano atrás y una
adelante como yo, caía en Madrid a ver que se podía hacer. ¿Habrá lugar para
alguien como yo? me había preguntado al llegar, en esa mierda de pensión. Los
resultados están a la vista.
Él, en
cambio, era inteligente, serio. Le gustaba trabajar y estaba bien educado. Venía
con chapa: había trabajado en los mejores diarios y revistas deportivas de Argentina.
Se sabía todos los equipos de memoria del fútbol argentino desde que se hizo
profesional. Todos los resultados. Tenía una computadora en la cabeza. Había pocas cosas mejores que esos
antecedentes para su plan. Creo que nos tomamos una cerveza en la Plaza de
Santa Ana en ese primer encuentro. Yo andaba contando las monedas. La
constructora no pagaba bien a tipos como yo. Un contable le dicen aca. Eso era:
un simple contable. ¿Qué podés esperar? Mucha planilla y poca diversión. En
Europa no se regala nada. Y a él sí se lo veía bien. Había viajado por todo el
país dejando su curriculum en todos
los periódicos. Estaba seguro que le ofrecerían un trabajo como cronista deportivo
en poco tiempo. Y una vez en la rueda se las arreglaría rápidamente para
avanzar.
Se
acercó el camarero del hotel. Me pedí un negroni para empezar. Le pregunté si
conocía a la señora de la otra mesa. Me contestó que estaba alojada en el hotel
pero que no la conocía. Acaba de llegar, me aclaró discretamente. Agregó que
solo se quedaba dos noches más. Le dije en voz baja que le ofreciera lo que ella
quisiera tomar y lo cargara a mi cuenta. Fue a su mesa y con discreción le
habló. Ella sonrió. Le pidió algo. Me miró y movió la cabeza en gesto de agradecimiento.
Incluso mayores a las mujeres les gusta ser tratadas como si fueran especiales.
Me la imaginé con esas con las medias bien estiradas y con los zapatitos a
punto de salirse de los pies.
La
segunda vez que lo había visto a Dani, las cosas habían cambiado. Se le habían
empezado a torcer los planes. No a mí que por el contrario ya había empezado a
dar una mano en los “proyectos especiales”. En la constructora se habían dado
cuenta que aprendía rápidamente a decir las cosas sin decirlas. Eso era lo
único que se necesitaba para avanzar. Me llevaron a un par de reuniones para
enseñarme. A la siguiente, yo les estaba enseñando a ellos. Obtuve un 20% más
de lo que esperaban en mi primera negociación. Es decir, me estaba empezando a
ir bien.
A él,
las cosas se le empezaban a ir a la mierda. Y es obvio que no la vio venir. Después
de unos meses sin noticas del mundo deportivo, Dani había empezado con el
negocio de las alarmas. El lugar donde terminaban todos los que no lograban
entrar en ningún lado decente. Decía que estaba haciendo tiempo hasta que
saliera algo en lo suyo, pero la cosa se iba alargando y los ahorros se
gastaban. Creo que a esa altura ya le había pedido a la hermana que vendiera el
auto que tenía en Buenos Aires y le mandara la guita. Era simple el trabajo. O
parecía simple: ibas puerta por puerta vendiendo alarmas. Tuvo la mala suerte
que la primera semana vendió tres. El jefe creyó que tenía un diamante en
bruto. Acá, hermano, tenés que ser bien vivo: no hay lugar para dejarse
engatusar. El gaita le llenó la cabeza de mierda. Le dijo que era el mejor
vendedor que había tenido en años. A esa velocidad estaría a cargo de un equipo
muy rápido. Y con eso la gloria: los otros laburaban y ellos cobraban. Y él se
creyó todo.
Esa
tarde de nuestro segundo encuentro nos tomamos un par de cafés. Creo que fue en
el Rodilla de Gregorio Marañón. Con el entusiasmo, el jefe le había ofrecido un
piso para él solo. Le dijo que eso era lo que un tipo como él tenía que hacer. Como
Lore estaba por venir, él aceptó. Se mudó allí y cuando ella llegó parecía todo
perfecto. Pero, claro: había sido suerte de principiante. Las únicas alarmas
que logró vender fueron las tres de esa primera semana. Tal vez justo había
habido un robo por esos días en esa calle. O lo que fuera. La cosa que no vendió
nada más. Y el piso que el jefe le había alquilado como si fuera un premio de puta
madre, rápidamente, se convirtió en una cadena.
El mozo
trajo mi negroni. Los bares de hoteles están todos cortados con la misma
tijera. No me gustan pero son un mal necesario: allí se encuentra lo que uno
busca. La mujer se había pedido también un negroni. Seguramente le dijo al
camarero que le sirviera lo mismo que yo estaba tomando. El camarero se llevó
el vaso que había usado para la Coca-Cola light. Tomé un corto sorbo mientras
veía como ella agarraba su vaso. Me gustaron sus manos.
Al
llegar Lore, recordé lo que me había contado en Rodilla, él estaba con un
laburo que no había dado nada de guita por meses y en un piso que no podía
pagar. Y del cual no podía irse hasta poner toda la mosca. Fue entonces cuando
se empezó a preocupar por los papeles. Le parecía que lo único que podía
salvarlo era lograr tener el permiso de trabajo. Con eso podría ampliar la
búsqueda laboral. El trámite del pasaporte polaco, el plan B, podía llevar años
y no estaba para esperar a que estuviera listo. Y entonces empezó con los movimientos
de desesperado: escuchó que en un bar había un tipo que estaba dispuesto a dar
papeles a sus trabajadores. Viste cómo es esto: una cacería de giles. Ahí fue y
empezó a trabajar en el bar por las tarde y noches. Le daba la mitad que el
mínimo, tenía horas ridículas y hacía trabajos de mierda. Todo porque, al final
del túnel, estaban los papeles.
Me
mostró esa tarde entre cafés y esos sandwichitos chiquitos las fotos de Lore.
Se las habían sacado esas primeras semanas de ella en Madrid. Lo típico: en el
Retiro, en el Palacio Real, en Sol. Habían también ido a Toledo y a Segovia. En
fin: las fotos que mandás a tus parientes para mostrarles que estás llenos de
entusiasmo, de energía, que al futuro te lo devorás. Lore no estaba mal. Era
flaquita con buenas tetas. Tenía el pelo bien negro. Largo. Sensual. Tenía esa
mirada que muestra que está dispuesta a hacer esfuerzos. Y que coge bien.
-Lore
va a dar una mano. Va a estar bien que esté por acá. Va a laburar de lo que
consiga hasta que nos acomodemos un poco. Después con mis papeles a través del
bar o con el pasaporte nos casamos y ella también va a tener visa para laburar.
Todo va a estar bien. No te preocupes, querido. Y gracias por todo. Por tu
tiempo, por todo- me había dicho ya en el final de ese segundo encuentro. Yo le
había dicho que me avisara si le podía dar una mano en lo que necesitara.
Estaba dispuesto a tirarle unos mangos. Estaba contento de tener la oportunidad
para mostrarle que ahora yo sí lo
podía ayudar. Le dije que cuando llegara Lore nos viéramos. Por una razón u
otra ese encuentro nunca se dio.
Tomé un
largo trago de mi negroni. Me puse de pie y fui a la mesa de la mujer. Estaba a
menos de tres metros. Le pedí permiso para sentarme
-Lo sabía:
eras argentino. Me lo imaginé ni bien te vi- me lo dijo sonriéndome. Extendió
la mano para que me sentara.
Nos
contamos nuestro día. Bueno, yo le mentí sobre mi día. Tampoco hay que ir
explicando con detalles todo lo que todo el mundo va haciendo ¿no? Efectivamente
era visitadora médica. O eso me dijo, al menos. No era de Galicia sino de
Pamplona, pero en su área de cobertura estaba Vigo. Representaba a un
laboratorio que tenía nuevos, y según ella, buenos tratamientos contra la
diabetes. Me explicó cómo la grasa afecta la llegado de la insulina a las
células. Me resultó aburrida pero atractiva. Le pregunté si era por eso que
hacía tanto ejercicio. Me preguntó cómo lo supo y le dije que lucía muy
atlética, muy bien. Sonrió mostrando unos hermosos dientes. Tenía los labios
carnosos. Agregué que había visto que tenía unas piernas muy fuertes. O que, al
menos, intuía que eran fuertes. Subió las cejas; eso para mí era una invitación
a que comprobara lo que estaba diciendo. Le agarré con fuerza la parte del
muslo, justo antes de la rodilla. Hizo un falso gesto de sorpresa. Veo que no
te vas con sutilezas, me dijo. Le dije que eran muchos años en España; que ya
había aprendido que los rodeos son innecesarios. Tomó su copa y bebió un sorbo.
Subí la mano y le agarré el muslo a pocos centímetros de donde comenzaba su
falda. Sentí un calor viniendo de entre sus piernas. La falda era azul. Con
tablas. Le pregunté en qué habitación estaba. No me quitó la mano de la pierna.
Ni siquiera se movió. Justo ahí sonó su teléfono. Lo sacó de su bolso. Llamaba
un tal Raúl. Ella cortó. No me digas que es tu marido, le pregunté. Porque, le
dije, anillo no tenés. Digamos, por el momento, que no; pero que algo así, me
dijo. Le pregunté que si la tenía tan controlada que le había puesto un sensor
para saber cuándo estaba haciendo las cosas mal. Pensé que me corregiría y me
diría
-o las
cosas bien
y con
eso la besaría. Pero no lo hizo. Simplemente me dijo que había sido un placer
conocerme. Me agradeció por el trago y me dijo que la estaban esperando. Me dio
dos besos en la mejilla.
-Es una
pena, guapo. Si esto ocurría hace dos años…o ayer o mañana seguro que
funcionaba. Pero justo esta noche, no.
Se puso
de pie. Las piernas además de fuertes tenían una buena forma. Tomó su bolso. La
vi darse vuelta y comenzó a caminar hacia el lobby. Los zapatos rojos eran
nuevos. Las suelas estaban casi limpias. En la puerta del hotel tomó un taxi y
se fue. Me gusto como se movían las tablitas de la pollera al caminar. Tomé lo que
quedaba de mi trago. Le pedí otro al camarero. Y le dije que me trajera algo
para picar.
Me avisaron
en la constructora que vendría a Vigo para cerrar ese negocio con dos semanas
de anticipación. Ni bien lo supe, le escribí a Dani para que nos viéramos. Aceptó
inmediatamente. Había dicho que tenía flexibilidad con sus horarios y que se
podría adaptar a los míos. Nos encontramos al terminar mi reunión a eso de las
6. Quedamos en el Porto Pesqueiro. Nos tomamos unas cervezas.
No
hacía falta ni que lo dijera: los papeles del bar de Madrid habían sido solo
una promesa. El dueño retrasó el comienzo del trámite. Le iba dando largas. Después
empezó con las explicaciones sobre lo complicado que era hacerlo sin cometer
errores. Más y más largas. Y él, bien boludo, creyéndose todo. En pocos meses
estaba claro que nunca pasaría. Y así es como ocurren las cosas y uno termina
tomando esas decisiones que a veces no se entienden muy bien. Un compañero peruano
del trabajo le comentó que en Vigo se necesitaban camareros y que los patrones estaban
dando permiso de trabajos a todo el que fuera. Él sin ni siquiera estudiarlo,
sin pensar lo que le acababa de pasar, se lo dijo a Lore y levantaron
campamento en Madrid. Tenía, habían pensado, sus beneficios: la ciudad era más
barata, tendrían más tiempo libre para hacer otras cosas. Hacer qué en el
tiempo libre, no sé. Entonces sin conocer a nadie, excepto por teléfono al
dueño del bar, se habían venido para acá.
Daniel me
contó que había empezado a trabajar. Y, obviamente era más de lo mismo. Más de
la misma mierda pero, ahora, en una ciudad perdida en el culo del mundo: que
hasta hace poco era fácil hacerlo, que ahora los trámites se habían complicado,
que había que tener paciencia. Etc, etc, etc. En estos meses, me contó, Lore había
empezado a trabajar también. Había empezado limpiando casas. Tenía dos o tres
casas más o menos fijas que le daban un ingreso que les permitía vivir, junto
con lo que lograba sacar él, en forma humilde pero decente. Era una pena, pensé
mientras me lo contaba, que una flaquita con lo buena que está, se sacrificara
de tal forma.
El
camarero me trajo el segundo negroni con aceitunas, patatas fritas y unas
bolitas de un queso blanco y suave que podían ser de mozzarella. Le agradecí.
Cuando se estaba retirando le hice un gesto para que se acercase. Le pregunté
muy discretamente si se acordaba el número de la habitación de la señora que se
había tomado el otro negroni. Le dije que me lo había dicho pero con tantos
números en la cabeza uno se empieza a confundir. ¿Quién hoy en día sabe más de
dos números de teléfono?, le pregunté. Me dijo que vería que podría hacer. Pero
me anticipo que no sería fácil averiguarlo
-Haga
un esfuerzo, mi amigo. Sabré apreciarlo
Empecé
a tomar el trago mirando el teléfono. No había novedades sobre el contrato así
que todo iba como lo planeado. Mañana se cerraría todo. Manuel que venía
seguido por acá me había escrito desde la oficina unas recomendaciones de como
matar el tiempo en caso de que estuviera aburrido. Abrí su mensaje, Opciones para Vigo. Contenía dos nombres
con sus teléfonos. Irina y Chloé. Los nombres no me tentaron. Para nada. No
quería ni una rusa ni una peruana o colombiana que había elegido un nombre
francés.
Volvió
el camarero y me dijo que lamentablemente era contra las reglas darle la
información que yo había pedido. Lo miré con atención. Era obvio que quería
sacar lo máximo posible de esta patética negociación. No sabía el infeliz ese
qué era lo que yo había hecho hasta las 6 de la tarde. Qué es lo que había
hecho con los impuestos que le cobran por servir tragos en un bar sin
personalidad. Le dije que entendía y que no se preocupara. Yo ya sabía que esa
noche ella no estaba disponible; yo me iría mañana mismo. Le dije que no lo
necesitaba.
-No se
preocupe, Roberto le dije, leyendo su nombre en la plaquita gris que llevaba
sobre el corazón.
-Déjeme
ver qué puedo hacer, entonces- me contestó.
Pensó
que le había dicho eso para regatearle, para bajarle el precio a la
información. ¡Qué boludo! Quise terminar con la escena y buscar lo que
necesitaba. Le dije que fuéramos prácticos. Saqué mi billetera y tomé un
billete de cincuenta euros. Le agradecí por las molestias dando por cerrado el
trato. Me dijo que no había sido nada y tomó el billete. Al irse dijo lo más
cercano que pudo a mi oído: 320. Era cierto: la información de la habitación no
me servía para nada. Pero era bueno sentir que se podía obtener lo que uno
quisiera. Eran solo cincuenta euros.
Ni
Irina ni Chloé, pensé. A veces Manuel mandaba cada mierda…Y fue entonces cuando
me acordé de Sabrina. Obviamente no tenía su teléfono así que traté de buscarla
en internet. Escribí tres palabras: Sabrina, Vigo, diversión. La información apareció
en el tercer resultado de la búsqueda. Había un par de fotos, un email de
contacto y un teléfono.
Firmé
la cuenta y me levanté de la mesa. Fui al lobby. Desde allí le escribí a
Sabrina. Le dije que, si podía venir hoy mismo, en un par de horas, le pagaba
doble. Le sugerí, además, un par de detalles para el encuentro. Le di la
dirección del hotel, el número de habitación. Le di un nombre falso: Carlos
Goyén, el nombre del arquero de Independiente en el equipo que ganó la
Intercontinental en el 84. Fue el
primero que me vino a la cabeza. No sé por qué.
Tomé el
ascensor. Me tenté de pasar por la 320 para dejar un mensaje. No sé: para
cuando la visitadora médica volviera de su encuentro con Raúl. Pero pensé que
no valía la pena y fui directamente a mi piso. Al salir del ascensor tenía un
mensaje de Sabrina. Me confirmaba que en menos de una hora y media estaría
aquí.
Al
entrar en la habitación encendí el televisor. Encontré un documental sobre cómo
se habían trasladado las obras del Prado a Francia durante el inicio de la
Guerra Civil. Empecé a cambiar. En un canal griego discutían unos tipos con
aspectos de políticos. Un mundial de atletismo apareció en el siguiente canal.
Eslavas con ropas azules se agarraban la cabeza al traspasar la meta en la
pista de atletismo. Un equipo, probablemente Flamengo, jugaba en un estadio muy
grande que podía ser el Maracaná. Un par de canales regionales: historias
contadas en gallego y euskera. No tenía la paciencia suficiente para las
pretensiones nacionalistas.
Cuando
estaba por apagar ya resignado encontré un especial sobre la bonanza económica.
Ese sí que me interesó. Me quedé un buen rato sentado en la cama frente al
televisor. El precio del metro cuadrado en ciudades como Madrid, Barcelona o
Bilbao era tan alto como en Londres, París o Milán. El Santander se había
convertido, gracias a la depreciación de la libra, en el banco más grande de
Europa. Amancio Ortega luchaba para que Zara desplazara a Gap como la mayor
tienda del mundo. Las constructoras se internacionalizaban y el dinero era,
ahora, de verdad: tren rápido entre Ryad y La Meca, ampliación del canal de Panamá,
veinte estadios en Qatar. En fin, todas buenas noticias. Y yo estaba ahí.
Me preparé
un baño de inmersión. Quería relajarme y perfumarme bien antes de que llegara
Sabrina. Quería echarme esos lindos polvos. Quería dejarla agotada. Quería que
se fuera queriendo volver por más. Me lavé los dientes. Salí del baño y me puse
una camisa blanca. Estaba bien planchada. Puse mil Euros en un sobre. Me
perfumé un poco. No mucho, lo suficiente para sentirme cómodo. Fue entonces
cuando golpeó la puerta. Me puse un poco nervioso. Pero la situación me
gustaba. Mucho.
Al
abrir me la encontré con una mano en el marco. La recorrí con la mirada.
Llevaba el pelo recogido. Se había maquillado pero muy sutilmente. Los labios
tenían un color natural, pero estaban claramente pintados. Tenía un vestido
negro hasta la mitad del muslo. Llevaba una chaqueta roja. Las medias eran
negras. Al ver que miraba los zapatos, levantó el pie derecho y dijo:
-Y los
zapatos rojos, tal cual pediste. -Hizo un silencio. - ¿Me invitás a pasar,
Carlos? -ni por un instante intentó disimular el acento argentino. Eso
seguramente le daba más valor en el mercado.
Me
acordé entonces de esa última parte de la conversación con Dani. Esa
explicación sobre la situación a la que había llegado que no se parecía en nada
a cómo se había imaginado que sería su estancia en Europa. Me aclaró que lo de
limpiar casas había resultado algo bastante bueno, mucho mejor que lo que
pensaba. Lore había caído bien entre las que la contrataban y poco a poco le
fueron ofreciendo cuidar a ancianos. Era sacrificado, pero era dinero. Los
turnos eran largos y se cobraba por hora. Y de los ancianos pasó a cuidar
chicos. Era generalmente los fines de semana a la noche. El trabajo duro era al
principio, después los chicos se dormían y no había mucho más que hacer.
No pude
evitar recordar, entonces, que Dani había tomado un poco de aire y me había
dicho que daba plata cuidar a ancianos y a niños pero que más plata daba,
obviamente, cuidar a adultos.
Hizo un
silencio antes de agregar
-Incluso
el nombre estaba funcionando bien.
Me lo
había dicho al apoyar el vaso de cerveza.
Le dije
a Sabrina que por supuesto podía pasar. Le señalé el sobre encima del
televisor. Le dije que creía que cubría todos los gastos extras ocasionados.
-Seguro
que sí.
Agarró
el sobre y lo guardó en su cartera.
Mientras
se sacaba la ropa imaginé el pijama de Hello
Kitty en el sillón, sacado en un segundo, tirado en el sofá sin doblar. La
caja de TelePizza con dos porciones ya frías. El sobre del DVD pirata en el
suelo, junto a las pantuflas.
Dani había
mirado para abajo. Le pregunte entonces qué había querido decir con eso de que
el nombre estaba funcionando. Respiró profundamente y agarro el vaso
-Hay que
ser discretos en esto. Encontrar el nombre correcto no es tan sencillo como
parece- me había dicho Dani mientras terminaba el ultimo sorbo de la cerveza.
Le pregunté,
entonces, cuál era el nombre que usaba.
En voz
clara, baja y mirando a la mesa, avergonzado lo dijo
-Sabrina.
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