EL SANTO MATÓN Claudia Lozano
(Ilustración de Marcela Montoya-Turnill)
El doctor
José Zúñiga se sintió conmovido por la cantidad de gente humilde que había
llegado hasta la iglesia esa mañana tibia de otoño, en que las hojas ocres de
los arboles que alfombraban las calles evocaban
el eterno e irremediable ciclo de vida y muerte de la naturaleza.
Cinco años atrás, cuando el cuerpo de su medio hermano,
Avelardo Martínez, había aparecido descuartizado y con señales de tortura en un terreno baldío, nadie hubiera podido
imaginar el fenómeno de adoración popular que su memoria despertaría en la gran mayoría de los
habitantes de Altamira, una ciudad pequeña y provincial. En ese entonces, Avelardo no era más que un
infame matón a sueldo cuya alma necesitaría mucho más que las oraciones de todos los presentes, para
acortar el tiempo que seguramente tendría
que pasar en el purgatorio.
El padre
Julián Gómez subió al púlpito, carraspeó y dijo “Queridos hermanos, estamos
aquí reunidos para recordar y pedir por
la salvación del alma de nuestro hermano Avelardo Martínez”
“Dios le de
a usted la fuerza necesaria doctorcito, le dijo a José Juan Palomo, un hombre
humildemente vestido a quien él le había
devuelto la vista años atrás y que en ese momento estaba sentado a su derecha.
“Viva en paz ” continuó, “que yo, mi familia y las familias de los muchos hoy
aquí presentes, rezaremos todo lo que
sea necesario para salvar el alma de su hermanito. El pobre vivió y murió a la mala pero quizá
era bueno; bueno y a veces un poco malito. ¿Pero que se le va a hacer? No
siempre es fácil ir en la vida por el buen camino”. Entendiendo lo difícil que
era intentar crear un buen argumento acerca de la vida de su hermano, el doctor
Zúñiga respondió un tanto apenado, ”Gracias. Yo realmente aprecio el esfuerzo
constante que el grupo de oración que
usted organizó hace unos años hace para redimir el alma de mi hermano”.
Entretanto
el padre Julián continuaba, “Pidamos perdón al Señor Nuestro Dios por todos
nuestros pecados. Yo confieso ante Dios todo poderoso y ante vosotros hermanos…..”.
José fijó la vista en la pequeña llama hipnótica de un cirio en el altar. ”Avelardo es tu hermano mayor, el hombre de la
casa” le había dicho por enésima vez
Mariana a José, su hijo menor. Habrás de respetarlo siempre porque es él quien mantiene
la casa. “Aunque tú y él no tengan el mismo apellido paterno, mi apellido y la
sangre que corre por nuestras venas nos hace una familia”
“Mamá, Avelardo
es como un padre para mí y siempre le estaré agradecido por lo que hace por
nosotros”, le había contestado José al tiempo que veía los enormes músculos de
los brazos y el pecho, el rostro moreno,
bronceado por el sol y los pies curtidos
de Avelardo, quien se encontraba sin
camisa y sin zapatos sobre uno de los tres
camastros que había en el único cuarto de la casa. Avelardo dormía profundamente después de haberlos acompañado a cenar como hacía todos los días al regreso de su larga jornada de trabajo, donde llenaba trocas con cajas de las papas que le
arrancaban a la tierra las manos de los
campesinos que pasaban el día con la espalda doblada, bajo el sol quemante de
su pueblo.
“Creo en un
solo Dios, Padre todopoderoso..” José creyó escuchar al padre Julián a lo
lejos. Recordó el día en que Avelardo llegó feliz a su casa, no parecía cansado,
se veía fresco y alegre, tenía una gran sonrisa en los labios y los ojos llenos de ilusión. “A partir de
mañana tendré trabajo en la ciudad de Altamira. Según me dijeron está a cuatro
horas de aquí” dijo, con un gran gusto. José y Mariana lo miraron
interrogantes, él continuó ”Esta mañana visitó los sembradíos el mejor amigo
del patrón, quien al verme me preguntó si me gustaría ser parte de su escolta
personal y dijo que lo único que tengo que hacer es cuidarlo a él, junto con el resto
del equipo. Me ofreció cuatro veces más de lo que gano. Me lo dijo frente al
patrón, quien después de refunfuñar un
poco le dijo que podía disponer de mí de inmediato, si así lo necesitaba”.
José siguió
pensando cómo al día siguiente Avelardo, después de abrazarlo fuertemente y de
recibir entre lágrimas la bendición de Mariana, partió hacia Altamira con sus
pocas pertenencias en una bolsa de mandado. Nadie imaginó que esa sería la
última vez que Avelardo vería a su madre y que pasarían casi dos décadas antes
de que José volviera a hacerlo. Desde
entonces, Avelardo se encargó de darles todo lo necesario para que pudieran
tener una vida comoda y desahogada.
No fue sino
hasta que José terminó su especialidad de médico cirujano especializado en
Oftalmología, cuando pudo volver a ver a su medio hermano, y eso bajo ciertas
condiciones que al principio no pudo entender.
“Y por obra
del Espíritu Santo, se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre” oyó José decir al padre
Julián a lo lejos, cruzó los brazos y pensó
en lo difícil que había sido no solo contactar sino también conseguir que Avelardo le diera unas
horas de su tiempo. Tuvo que viajar a
Panamá y esperarlo por una hora en el
cuarto del hotel de cinco estrellas, pagado por su hermano, donde pasaría esa noche.
Avelardo
llegó con un sombrero puesto y un par de enormes lentes obscuros, tocó la
puerta con discreción, checó con atención ambos lados del corredor, cerró la
puerta tras de sí y le extendió los brazos.
“!José,
hermano! ¡el Doctor José Zúñiga, mi gran orgullo!” Le dijo abrazándolo con
cariño.
José se
sintió invadido por el cariño, la ternura y la gratitud que no había podido
expresarle a su hermano durante todos esos años, “!Avelardo, hermano querido,
te he extrañado tanto! . ¡Gracias, gracias mil por haberme apoyado todo este
tiempo!”
Se separaron
y Avelardo se quitó las gafas y el sombrero. Era el mismo, pero con menos pelo,
las sienes plateadas, un bigote bastante poblado y algo extraño en su mirada
que José no pudo descifrar en ese momento. “Tú, mi familia” dijo Avelardo con una sonrisa. “Así es”, contestó
José. “¿Recuerdas? Mamá siempre lo
decía “Mi apellido y la sangre que corre
por nuestras venas es lo que nos hace una
familia”. “La pobre nunca entendió por qué no pudo volver a verte, pero sabía
que no era desamor porque nunca nos abandonaste y vivió sin apuros económicos
hasta el día de su muerte, con tu nombre
en sus labios”.
El padre
Julián tenía levantados los brazos abiertos, “En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación darte gracias, siempre Padre Santo y en todo
lugar”
José volvió
a evocar el día del reencuentro con su hermano. De cómo ya sentados en la
pequeña sala de estar de su cuarto bebieron
una cerveza y comieron de la charola de pequeños bocadillos que había llevado
un mesero antes de que llegara Avelardo.
“Yo soy un solterón, he vivido casado con la
medicina”. Le había dicho. “Dime, ¿Te
casaste? ¿Hay algún sobrino o sobrina que deba conocer? ¿Qué ha sido de tu vida
en todos estos años? En unos meses, cuando me mude a Altamira, podremos vernos
más seguido y ponernos al tanto”.
La sonrisa
se le congeló en los labios a Avelardo. Se levantó de su asiento, arrugó el
entrecejo y esquivó la mirada de José.
Se quedó pensativo por unos momentos, carraspeó y le dijo con la mirada perdida
en la nada. “José, hermano, a ti no puedo mentirte. Aunque después de que te
diga lo que he estado haciendo todos estos años, quizá termines odiándome”
¿Sabes quién
es Pedro Mujica? ” preguntó Avelardo.
“Si”, contestó José levantando la ceja derecha
y continuó “ ¿quién no conoce a ese criminal?
Su imperio de drogas ha causado
tantas muertes en este país como la viruela que nos trajeron los conquistadores”
¿Pero qué tiene que ver el en todo esto?” dijo levantándose de su asiento
“Fue él
quien me pidió trabajar en su guardia personal, cuando yo me partía la espalda
cargando aquellas malditas cajas de
papa. Él ha sido y es aún mi jefe aunque ahora, después de todos estos años, más que ser parte de su guardia
personal, realmente soy su mano derecha”.
José se
quedó de una pieza, su cara perdió el color por unos momentos, su corazón empezó
a tamborilear y su sonido se hizo más potente subiéndole por el pecho hasta penetrarle los oídos que
amenazaban con reventarle. “¿Tú sabías lo que él hacía cuando te ofreció el
trabajo? ¿Por qué no renunciaste?” preguntó José con dificultad pues sentía
como si su lengua estuviera dentro de un frasco de arena.
“No, definitivamente
no sabía nada acerca de él. Al principio solo íbamos a cuidarlo en restaurantes
o algunos lugares públicos, nunca vi nada anormal” contestó Avelardo, y siguió,
“no fue sino hasta tres meses después cuando me ordenó matar al amante de su
esposa Rosa Elena, quien más que una esposa, parecía una niña de primer año de secundaria”.
“Pedro me
pidió que lo torturara antes de matarlo y que
tomara fotografías para probarle que había cumplido sus ordenes al pie
de la letra. A los tres días, mientras
el tipo esperaba a Rosa Elena en su carro, yo lo saqué a golpes de ahí y lo
puse en una camioneta bien amordazado y amarrado y lo llevé a la salida de Altamira,
por la carretera federal. Tomé una vereda y en pleno despoblado lo saqué a
patadas de la camioneta, tenía los ojos desorbitados, las manos crispadas y me
di cuenta de que se había orinado. Nunca me podré explicar lo que sentí en ese
momento, al verlo ahí, a mi merced, con los ojos suplicantes, parecía mugir
como un toro de lidia, segundos antes de recibir la última estocada”.
José lo
escuchaba inmóvil, sin poder reconocer al hombre que estaba frente a él, hombre cuyos ojos tenían el brillo del sol en
un mediodía de verano. Avelardo sonreía
y hablaba con la emoción de quien
está frente a un genio salido de una botella, quien promete concederle uno a uno hasta sus más mínimos deseos
“A cada golpe, a cada patada, yo sentía como
si mi cuerpo se agrandara, ” continuó Avelardo quien parecía haber olvidado la
presencia de José. “Saqué un cuchillo y
lo picotié por todos lados , él se
revolvía como un gusano en medio de la sal y cuando su cuerpo se empezó a teñir
de rojo, tuve una sensación de placer que nunca antes había experimentado. Entonces le destape la
boca para escuchar sus quejidos, su llanto, sus palabras suplicantes. No sé cuántas
veces le hundí el cuchillo en el abdomen, una y otra vez sin descanso, aún
después de que su cuerpo quedó inmóvil,
con las entrañas a flor de piel, cubiertas de un rojo brillante que chispeaba
con la luz del sol. Yo seguí enterrándole el cuchillo hasta que una sensación
creciente de placer me recorrió la espalda
hasta golpearme la nuca y mi semen me humedeció los pantalones”.
“!Calla!,
¡calla por favor te lo suplico!” gritó
José que sentía las sienes a punto de explotarle.
Avelardo
guardó silencio, se veía desconcertado,
como si los últimos minutos los hubiera pasado en aquel lugar lejano y familiar, allá donde siempre se sentía lleno de serenidad después de que mataba. Súbitamente, se llenó de vergüenza. Había planeado
decirle la verdad a su hermano, pero no de esa forma.
José gimoteaba
como un niño, sintió como si un enorme cristal se hubiera roto en mil pedazos
dentro de su pecho, no podía creer que su hermano, y el hombre claramente enfermo que estaba frente a él, fueran la misma
persona.
“Perdóname
José,” se disculpó Avelardo, “pero la verdad es que desde ese momento aprendí a
sentir un placer especial cuando la vida de alguien se extingue poco a poco
entre mis manos, como una flama a la que se le va retirando el oxígeno poco a
poco. Fue como si se hubiera despertado en mí una bestia que nunca más pudo
recuperar el sueño”.
“¡Pudiste
haber regresado!, ¡pedir ayuda! ¡Algo pudiste haber hecho para detener ese
terrible instinto destructivo que se
despertó en ti!
¿Por qué no
lo hiciste? ¿Por qué? “ preguntó José tratando de encontrar una lógica a lo que
acababa de oír dejándolo con un dolor de mil puñales en todo el cuerpo.
“No lo hice,
porque no lo deseaba, tú y mamá habían empezado a vivir con desahogo y además
aún si hubiera querido no habría podido hacerlo. Cuando uno pone los pies en
este lodazal se queda aquí hasta la muerte. En este mundo de las drogas, todos
estamos hundidos hasta el cuello, incluso nuestros familiares, sin ellos
saberlo. Por eso nunca más intenté verlos, por protegerlos. y porque después del primer muerto, no habría podido verlos a los ojos.”
“Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús”. La voz del padre
Julián interrumpió los pensamientos de José, mientras se limpiaba con el dorso
de la mano las lágrimas que le escurrían por la cara. “Así, pues, Padre, al celebrar
ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu hijo…” La voz del cura se
hizo monótona.
José lloró
en silencio por varios minutos que a Avelardo le habían parecido eternos. “Perdóname,
por eso me negué a verte por tantos años, porque no habría podido mentirte, le
dijo Avelardo con tristeza, y habría terminado por perderte”
“¿Quien soy
yo para juzgarte?” Respondió José, “tú tomaste tus decisiones y pagarás las
consecuencias . No te lo deseo, pero generalmente así es como pasa. Por
supuesto que me duele saber que has matado y aprendido a
disfrutarlo pero reconozco que siempre ha habido una chispa de algo bueno en tu
corazón, me diste, nos diste tanto”, le respondió José un poco más calmado.
“José”, dijo Avelardo, “acepté verte porque estoy poniéndome viejo y
cansado, debo tantas vidas que sé que alguien
se vengará y pondrá fin a mi existencia
en cualquier momento, y quizá va a ser lo mejor, para mi y para todos. He
amasado una fortuna bastante buena y quiero que aceptes….. “
“¡No!”, le
respondió José gritándole. “¡No aceptaré ni un centavo más de tanta sangre
derramada!”.
“Precisamente
por eso debes escucharme, lo he estado pensando por algún tiempo, tú puedes hacer algo bueno con ese
dinero. Tú sabes que en el país hay miles de gentes que han perdido la vista
debido a las cataratas y que las operaciones son costosas. Los ricos, como
siempre, tienen solucionado el problema, pero los pobres están condenados a
pasar el resto de sus días ciegos o semiciegos porque no tienen dinero para
pagar. Abre una clínica, atiende sólo a gente humilde si es lo que deseas, usa
ese dinero en una forma que beneficie a los que poco tienen. Yo no lo necesito,
vivo en la casa de Mujica y nada me falta. Hay suficiente para que tú trabajes
gratis por al menos veinte años. Aquí tienes el código de mi caja de seguridad
que tengo en Suiza. Mujica nada sabe de la existencia de este dinero, ni de la
tuya. No debe saber nada de ti. “ Perdóname hermano, lastimarte es lo único que
nunca hubiera querido hacer. Toma el dinero y haz algo noble con él, de otra
forma se perderá.”
“Está bien
Avelardo”, respondió José consciente de que había perdido a su hermano y con la
determinación de trabajar duro para salvar su alma. Se despidieron de mano, sin
mirarse a los ojos y sabiendo que a pesar de todo siempre serían una familia.
“Tomad y
bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza
nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el
perdón de los pecados. Haced esto, en conmemoración mia”, dijo el padre Julián
al tiempo que José se dió cuenta de que todos en la iglesia estaban de
rodillas, menos él. Se puso de rodillas de inmediato, y trato de concentrarse
en la misa pero por alguna razón, su mente se empecinaba en terminar su viaje
por el pasado.
Entonces
recordó como, casi al año de haber visto a su hermano por última vez, su
clínica empezó a atraer la atención de la gente pobre que sufría de cataratas y
cómo, la lista de espera para que se las removieran gratuitamente, había
crecido sin él haber anticipado tanta demanda.
Pensó en cómo,
a la semana siguiente de que apareciera el
cuerpo mutilado de Avelardo, él mismo había tenido que ir a las oficinas del periódico El Sol para desmentir la sarta de
mentiras que habían dicho acerca de la niñez y la adolescencia de su hermano.
El Sol había elaborado una edición especial para explotar el morbo de la gente,
y habían vendido miles de ejemplares. José se había sentido obligado a hablar
de las operaciones gratuitas para remover las cataratas de la gente pobre, que
había estado llevando a cabo con la ayuda del dinero mal habido (cuyo origen
José dijo haber ignorado siempre) de su hermano, quien había donado su fortuna
en vida para tal propósito.
Recordó cómo
su confesión no solo vendió más ejemplares de ese periódico amarillista, sino
que pareció causar aún más conmoción
que la
muerte misma de su hermano. Y cómo había desatado un extraño culto, hacia la imagen de Avelardo, que se había regado como pólvora
pese a que había sido un asesino sin
entrañas.
Por más que
las autoridades eclesiásticas lo habían prohibido, so pena de excomulgar a los
seguidores de San Avelardo, este parecía
haber sido canonizado en un
mágico abrir y cerrar de ojos sin la
necesidad de la aprobación del Vaticano. José pensaba que los pobres, a fin de cuentas no tenían un pelo de
tontos, y que era lógico que tuvieran más fe en aquel que da y no en el que
solo promete.
“Fieles a la
recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a
decir, Padre Nuestro que estas en los cielos,…..”
“Doctorcito”,
le interrumpió en voz baja Juan Palomo
mirándolo a los ojos, “Yo sé que usted es tan bueno como malo fue su hermanito.
Al igual que usted yo tuve un único hermano, se llamaba Fabián y también fue
asesinado. El era mesero en un restaurante de mariscos, era un hombre humilde y
trabajador, padre de siete hijos y muy noble persona. Perdió la vida cuando un
día llegó al restaurante Pedro Mujica con sus secuaces. Mi hermano le tiró por accidente la sopa de pescado
caliente a uno de ellos, en los zapatos. Según me dijeron, aquel hombre era de
lo peor, la mano derecha de Mujica. El
matón no tuvo piedad y acabó con la vida de Fabián ahí mismo” dijo Juan
frunciendo el entrecejo y continuó. “El hombre se paró y lo baleó a mi hermano ahí,
frente a todos mientras reía como loco, sin dejar de disparar hasta que vació
su pistola en el cuerpo inerte.” “Me
dijeron”, continuó apretando los puños, “que con los pies hizo a un lado el
cuerpo de Fabián y ni siquiera se molestó en sacarlo de ahí. Cenaron felices
hasta que se hartaron y al terminar, dejaron tras de si el cuerpo desangrado de
mi hermano y a siete niños sin padre.”
“Yo juré que
vengaría a mi hermano, y lo hice. Busqué la oportunidad día y noche hasta que
un día me encontré al asesino de Fabián , fuera de una casa de putas de lujo
donde yo había sido portero por varios años. El había salido a la calle para
fumarse un cigarro y supongo para tomar un poco de aire puro. Le golpeé en la
cabeza y me lo subí a uno de los carros que había en el estacionamiento”.
“Fue horrible!”
dijo Juan con una mueca de dolor que duró solo un instante. “No que lo matara,
porque yo sé que fue para bien de todos, que era mejor que estuviera muerto. Lo que me llena de vergüenza es haberlo
descuartizado, yo mismo aún no puedo entender por qué hice eso” y siguió avergonzado “Por eso rezo tanto, por
la salvación de mis pecados y los de su hermanito. Usted me entiende doctorcito?”
le dijo, subiendo los hombros. “Lo mío fue un ojo por ojo necesario, lo del
otro era justicia divina porque quien a hierro mata a hierro muere, y a mi me tocó ayudarle a cumplir con su
destino.”
“No sé de
que me habla Juan”, le dijo José tratando de entender aquella palabrería que
pareció surgir de la nada y continuó sintiendo que una bola de dolor e ira le iba subiendo
lentamente por el esófago amenazando con explotar. “Quizá cuando termine la
misa podamos hablar” dijo tratando de disimular lo que estaba sintiendo .
“Señor
Jesucristo que dijiste a los apóstoles, mi paz os dejo, mi paz os doy, no
tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu iglesia y conforme a tu
palabra, concédenos la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de
los siglos, amén. “Daos fraternalmente la paz,” dijo con solemnidad el padre
Julián.
“La paz sea
con usted doctorcito”, le dijo Juan Palomo a José al tiempo que le estrechaba la mano. “La paz sea contigo Juan Palomo”.
José soltó la mano de Juan y volteó hacia su izquierda, donde la mano de una
anciana esperaba extendida para estrechar la suya, “la paz sea con usted doctor”,
le dijo al tiempo que lo atraía para darle un abrazo, “la paz y mi eterno
agradecimiento por haberme devuelto la vista” le dijo con los ojos llenos de
lágrimas. “De nada mujer, quizá no
habría podido hacerlo sin la ayuda de mi hermano” le respondió viéndola a los
ojos., y finalizó, “La paz sea contigo”. La mujer se persignó y dijo “!Ay si,
gracias a San Avelardito!
José no pudo
evitar una sonrisa. Volteó hacia su derecha, pero ahí sólo había un lugar vacío.
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