LA HERENCIA Patricia Terraza

 

Llovía esa tarde, y a eso le atribuyó Teresa que solo se reunieran unas treinta personas, muchos punteros del intendente, algunos chicos que esperaban el chocolate caliente para después del acto y un par de curiosos, pese a que ella había recorrido los barrios e instituciones, invitando a vecinos y autoridades a tan importante evento.

Alta (altísima), flaca (flaquísima), con un trajecito sastre negro con ribetes grises, camisa blanca (blanquísima) y guantes negros, con los pies doloridos por esos zapatos acharolados que  se había comprado, la melena bien peinada en la peluquería de Toti, erguida  al lado del intendente Mario Beltrán ( de cara sudada y grasosa y con los botones del saco a punto de reventar), Teresa Cáneva escuchó la bendición del párroco y el discurso del intendente sin emocionarse, rogando que no se le escaparan las lágrimas y le sacaran la foto hecha un desastre.

Había por fin llegado el ansiado momento. El día antes de la fiesta del pueblo fue el acordado para la inauguración del monumento a don Virgilio Cáneva.

La obra, que hasta ese entonces había estado oculta a las miradas indiscretas, iba a ser descubierta por el propio intendente y por Teresa, la única hija del honorable vecino.

Pero ante las miradas atónitas del cura párroco que estaba allí para bendecir, los  gendarmes que el escuadrón había enviado, la banda de música de la policía que no  alcanzó a ejecutar una sola nota, la comisión directiva del Club El Líbano, algunos  bomberos y  aquellos vecinos que habían ido a compartir la emoción (mas no el desconcierto) de Teresa y  aplaudir por su abnegadísima tarea en memoria del prócer local, cuando ella tiró  de la cuerda que cubría el busto, en el  blanco mármol  de la  placa apareció la frase: hijo de puta. El trazo del aerosol era rojo, violento, implacable.

 


Algunos podrían decir que ella era tenaz. Otros, demasiado intensa y hasta por ahí había quienes pensaban que era una neurótica obsesiva. Los más irreverentes -que nunca faltan-, decían de ella simplemente que era una rompepelotas.

Lo cierto es que Teresa Cáneva abrazaba sus causas con tanto fervor, con tan “ardiente frenesí”, que cuando se proponía algo no había quien la detuviera. Era capaz de dar vueltas las piedras de una montaña y/o de pasarse el día, las semanas y los meses rumiando argumentos y estrategias.

Vasca no soy —decía —pero lo que es justo es justo y yo no puedo quedarme callada ante la injusticia. Y eso lo aprendí de mi padre.

El mismo día en que decidió que su padre merecía tener una plaza en el centro de la ciudad con su nombre, para hacerle justicia, ese mismo día, repito, puso manos a la obra.

No quería una calle con el nombre de don Virgilio Cáneva en un barrio nuevo y populoso, porque allí viviría toda gente recién llegada que no iba a saber jamás (ni siquiera iba a interesarles), quién había sido el prócer que diera tan honroso nombre a su calle. Ni tampoco una plaza alejada, esas que después quedan olvidadas de los intendentes y se trasforman en pastizales o con unos árboles secos y polvorientos. No señor: ella quería la plaza central, que lamentablemente desde que el pueblo se había fundado llevaba el nombre de un tal que había sido gobernador del territorio nacional. O algo por el estilo.

¡¡¡ Lo que luchó esa mujer!!!

Alta muy alta y flaca muy flaca, pero derechita como un álamo, escribió y mandó cartas a todos los senadores, diputados, intendentes, concejales, referentes políticos, eclesiásticos y sociales. No una. Mil veces. Y cada vez que cambiaban los gobiernos, volvía a la carga. Todos los miércoles de todas las semanas, Teresa Cáneva pasaba por el correo a dejar sus cartas.

Y tan abocada estaba a su misión, que también recorrió los barrios, casa por casa, informando a los vecinos de la injusticia que padecía su padre, hombre que tanto había hecho por su pueblo y –arengaba- el más meritorio de todos los habitantes por su incansable labor. Algunos viejos habían conocido a su padre y le firmaban el petitorio, otros la conocían a ella y para evitarse que cada siesta viniera con sus papeles y su discurso se lo firmaban sin darle tiempo siquiera a que se explayara sobre las causas y mucho menos las consecuencias.

Y la gran mayoría, los que recién habían llegado, lo que aún se estaban instalando, le cerraban la puerta en la cara como si fuera uno de esos predicadores de biblias o revistas religiosas.

—No soy testigo de Jehová ni evangelista —decía a los gritos cuando golpeaba las palmas o espantaba a los perros que le ladraban furiosos desde las rejas. —Quiero que conozcan la historia del hombre más —(y acá se perdía en los adjetivos: supremo, eminente, insigne, elevado, honesto, cabal, heroico, íntegro, justo) —fundador de la biblioteca municipal, del cuartel de bomberos, del club social y deportivo El Líbano. Que fue uno de los primeros residentes, un hombre que siempre trabajó para este pueblo y que jamás accedió a ningún cargo político para estar siempre del lado de los vecinos. Ese hombre fue mi padre y las futuras generaciones no deben olvidarlo...

Y como hablaba a los gritos por encima de los ladridos de los perros o quizá porque su propia figura -alta, flaca y enhiesta- no era amenazante, muchas madres salían con los críos colgados de las polleras, o con las manos llenas de harina, y con esa cara de fastidio de quien no quiere escuchar más alabanzas (ni gritos), firmaban sin dilación el petitorio.

No quedó una casa sin visitar. Porque si no la atendían volvía, y volvía y volvía. A diferentes horas. Hasta que al fin, estiraba trémula el papel por encima de los tapiales y conseguía la firma.

Andá Marina, salí vos, es esa vieja hincha pelotas de nuevo. ¿No tiene nada que hacer en la vida?

Vale destacar que Teresa Cáneva era tímida. Terriblemente tímida. Pero cuando se inflamaba por una causa, entonces no había barreras para ella. Si hasta fue capaz de entrar  un viernes a la noche al taller mecánico donde se reunían los muchachos para un asado y  jugar al truco y  lograr que se callaran y escucharan su  monserga.

—Tu viejo… —le decían algunos. —Si tendremos anécdotas de él… No había quien le ganara en el pase. Ni en la destreza para tomar en bota… —Y comenzaban las risotadas. Pero firmaban.

Pobres, pensaba Teresa, Si ellos supieran el sacrificio que era para papá asistir a esas reuniones. Pero a la muchachada hay que educarla, hay que hacerle entender los valores, decía. Ahí iba, pobre viejo. Con su poncho de  vicuña sobre el  hombro, sabiendo que iba a volver de madrugada, en pleno invierno. Pero el jamás se quejaba. Nunca se quejó de los muchos sacrificios que tuvo que hacer en su vida para ayudar a los demás. Qué difícil habrá sido para él educarme solito cuando mama murió, porque jamás quiso que otra mujer me hiciera de madre o de madrasta…

Pero volviendo a la historia… con un alto así de petitorios firmados, al fin logró tener una entrevista con el intendente.

Mario Beltrán. No podía creer que estuviera tan gordo, tan deforme. Se acordaba cuando  iba a su casa. Bancario,  siempre de traje y  esos rulos que no se alcanzaban a formar del todo. Iba a hablar con  su padre. De política. Ella a veces escuchaba el discurso incendiario de Mario. En algunas cosas tenía razón, pero eso de querer dar vuelta el mundo y no dejar piedra sobre piedra, era más que exagerado. Más que utópico.

Teresa dejaba el mate preparado y se retiraba, sintiendo la mirada pegajosa de Mario en  sus caderas y con unas ganas ¡unas ganas!  de quedarse a mirar esos ojos oscuros a los que a veces el flequillo ruliento escondía.

Cuando Mario se iba, su padre meneaba la cabeza  y decía: éstos zurditos… se creen que van a enseñarme como  se arma una lista….

Y nada más. La política era la razón de ser de su padre y cosa de varones.

Y todos los días, hasta que su padre se enfermó, la casa era un desfile de gente. De todos los partidos, de todas las  calañas, de todos los barrios. Ese peregrinaje fue mucho más intenso aún después que su madre murió. Y Teresa saludaba, dejaba el mate y se retiraba.

Después empezaron a venir mujeres también. Y traían masitas, tortas, cosas elaboradas por ellas que ilusionadas le entregaban a su padre y éste agradecía efusivamente. Pobres, decía Teresa para sí misma. Si  supieran lo que papá piensa de las mujeres que hacen política. Aún de Eva… Pero era todo un caballero y como tal jamás le haría un desaire a una dama.

Me fui otra vez.  Disculpen. Mario. Ahora intendente. Se sabía que había ganado transando con todos. Ya hacía rato que su discurso había perdido el fuego del cambio necesario y solo repetía las mismas frases que podía decir cualquier candidato.

—Te pido disculpas, Teresa. Me dijeron que habías venido muchas veces. ¿Cómo estás?

—Si, Mario. Muchas. Pero valió la pena. ¿Puedo decirte Mario, no? Yo bien, pero vos siempre ocupado.

Y en el enredo de las disculpas, Mario cayó en su red. Teresa repitió el mismo relato epopéyico, el mismo pesado sermón almibarado con que arengaba a los vecinos, para lograr que la memoria de su padre fuera honrada. Y antes de que Mario dijera algo, sacó de su bolso el pilón del petitorio con las miles de firmas que había juntado y lo estampó sobre la mesa, con el mismo ímpetu que tenía su discurso.

Lo acorraló. Lo sobrepasó. Lo amilanó. Lo arrasó.

—Dejame ver qué puedo hacer —dijo Mario. Aturdido y con ganas de matar al pelotudo o pelotuda que le había hecho la jugarreta de darle una entrevista con la Teresa Cáneva.

—Yo voy a volver —dijo ella. Y lo miró amenazante, clavándole los ojos como flechas en medio de la frente. Y repentinamente con una dulce voz, que no tenía nada que ver con su postura, le susurró: —Espero que vos te acuerdes de todo lo que mi papá hizo por tu carrera política. ¿Te acordás cuando fuiste a pedirle que te juntara los votos de la Ribera para que seas concejal? Aunque te postularas por otro partido. Eso le costó muchas críticas, pobre papá, pero él confiaba en vos.

Mario se quedó pensando que aquella vez, el viejo había hecho que a último momento se dieran vuelta los votos porque no quiso transar con la explotación del bosque quemado. Y esa vez perdió la elección.

—Quedate tranquila Tere, que yo me ocupo.

Mario intentó despedirla con un beso, pero Teresa rápidamente estiró la mano. Y  aun a dos cuadras de la municipalidad tenía esa sensación de asco  por el saludo grasoso y sudoroso de la mano de Mario. De la que me salvé, se repetía…

—¿Quién fue el pelotudo que la hizo pasar? —gritó Mario. El secretario se hizo el distraído…  —Ahora me va a romper las bolas hasta el día del juicio final.

Resumiendo: Teresa no consiguió la plaza, pero sí que se erigiera la estatua. No en la plaza principal sino en la otra, que era más nueva, también céntrica y que según Mario estaba más bonita y no tenía tantas cosas.

—Pero bueno, Tere, vos sabes cómo es esto… hay que convencer a los concejales y además por ahora el municipio no dispone de fondos…

Si la tenacidadconstanciaperserverancia de Teresa no tuvo desmayo cuando colectaba las firmas, ante el atisbo de que eso sucediera, es decir, ante la mínima posibilidad de realizar el soñado homenaje a su padre, sus bríos se incrementaron. Comenzó su campaña de consecución de fondos. Porque ella no quería algo así, sencillito. No señor. Pretendía una fuente  estilo Las Nereidas.  Con gradas y escalones de mármol blanco, para que la gente se sentara en ellas, bajo la sombra protectora del sauce - y la de su padre- a leer, a contarse secretos, a iluminarse con la llama de bondad y honestidad de don Virgilio Cáneva.

Con ese mismo ímpetu que la llevaba de negocio en negocio, de  casa en casa, de diputado a senador, de presidente en presidente, también se dedicó al diseño. Nada de una figura rampante o de un hombre de pie con el dedo índice derecho señalando las injusticias del mundo y en la otra mano un libro, para destacar la importancia de la educación. No, ella quería que la estatua de su padre fuera la del retrato que tenía en su comedor, sentado en su silla, con el poncho de vicuña al hombro, mirando pensativo, la barbilla apoyada en la mano izquierda.

Vuelvo a resumir. Los fondos no alcanzaron más que para una especie de monolito, no muy alto, y en la punta el busto de don Atilio Cáneva. De material.  Con gradas, eso sí. Y una placa enorme, (esa sí de mármol), destacando su nombre y una frase de letras barrocas y ampulosas para que fuera admirada por todas las generaciones: Don Virgilio Cáneva, vecino honorable, honesto e infatigable luchador por los derechos de los humildes.

Y al lado, el gran sauce que protegería ese recuerdo por los siglos de los siglos.

Mirándolo bien el busto tenía bastante parecido con su padre. La cara larga y afilada, el bigote torcido en las puntas, como con un rulo, la nariz bien recta.  Pero en el afán de darle mejor aspecto, el escultor había agregado una abundante cabellera que su padre nunca tuvo y unos anteojos redondos que jamás había usado.

Y luego, ocurrió lo que ya sabemos. 

 

 

El vergonzoso acto vandálico, como lo denominó Teresa, del cual no quiso siquiera guardar el recorte del diario local. Y no fue porque la foto mostrase a una Teresa tan descoyuntada que era irreconocible, sino porque en la nota no se privaron de comentar los improperios y los gritos que ella profirió y luego las lágrimas y la suspensión del chocolate caliente.

Es como bien decía papá, se consolaba, a estos negros de mierda no les podés dar nada, que todo lo rompen. No saben agradecer, viven como animales.

Eso había sido cuando apedrearon las ventanas del recién construido Club Social y Deportivo El Líbano. Y se dijo que habían sido los albañiles que nunca cobraron un peso y nadie supo que pasó con la plata. Hubo otras veces que le escuchó decir algo parecido, pero nunca en público, porque era un hombre educado y jamás ofendería a nadie diciendo palabrotas.

Y allí surgió su nueva misión. Teresa se impuso la tarea de ser la guardiana del monumento. Y prometió que fuera la estación que fuera, iría todos los días después de almuerzo a sentarse en las gradas a leer, mirando hacia todos los costados para ver si descubría la mano vandálica. O también -¿por qué no?- a regocijarse ante quienes  se acercaran y leyeran la placa o simplemente se sentaran en las gradas a comer un  sándwich o a tomar un mate. (Si esto sucedía porque el sauce les daba cobijo y sombra o por contar con la protección del benemérito, no lo sabremos nunca).

Fiel a sus ritos, ella llegaría, lustraría la placa y con el mismo paño sacudiría las gradas y se sentaría allí. O secaría el charco de lluvia, o correría las hojas de las gradas, o llevaría yeso y taparía las grietas y los cascarones de cemento que se cayeran. Y limpiaría, eso sí, la cara afilada del busto. Porque el sauce era muy lindo pero también albergaba a pájaros indecorosos, que desde lo alto llenaban de caca la abundante cabellera de don Virgilio Cáneva.

Para que nunca más – se decía- los vándalos y los adolescentes enamorados tuvieran la osadía de pensar siquiera en acercarse a tan imponente monumento, que la tendría a ella como guardiana, tanto de esa obra como de la memoria del honrado.

 

 

La vio venir, caminando despacio, mirando hacia la copa de los árboles y cerrando los ojos ante la luz de ese solcito tibio de marzo.

Ella le hizo una mueca parecida a una sonrisa, movió levemente la cabeza (todo en señal de saludo) y con un suave buenas tardes leyó la placa con atención y se sentó en las gradas. No traía mate, ni un libro, ni una revista, nada. Simplemente se sentó y bastante cerca de Teresa Cáneva, que aunque parecía muy interesada en su libro, buscaba insistente alguna reacción de la desconocida después de leer la placa.

¿Lindo día no? dijo la desconocida.

—Si —respondió Teresa, disfrutando de antemano la oportunidad que se le presentaba para poder hablar de su padre—El frio todavía no quiere venir. Bueno, pero todavía no empezó el otoño. Falta una semana.

Por la manera en que se dan las charlas entre las mujeres, al poco tiempo ya la desconocida, que se llamaba Julia, se había enterado que Teresa era la hija del emérito vecino en cuyo monumento estaban sentadas, justo en el momento en que una bandurria atrevida se posaba sobre su cabeza dejando una chorreadura blanquinegra sobre la oreja derecha. Y la otra, (Julia) le comentó que había estado en la inauguración. Y de allí a los vándalos y a la juventud que no respeta nada, y el trabajo de Teresa para hacer ese monumento y los políticos que al final son todos lo mismo, lo único que quieren es llegar y después se olvidan de las promesas…

—Un gusto haberla conocido —dijo Julia un rato más tarde. —Ya volveremos a encontrarnos. Y se fue con su paso cortito, porque ella era cortita, generosa de caderas y con una cara redonda de ojos marrones muy vivos.

Los encuentros se fueron sucediendo. Uno tras otro. Así Teresa fue enterándose de que Julia había sido portera de una escuela en Entre Ríos, que se había jubilado y estaba aquí por un tema de herencias y papeles. Hablaba de sus hijos y sus nietos, mostraba fotos. Y Teresa iba desenvolviendo los recuerdos que tenía de su padre.

Julia se reía francamente, con total sencillez y aunque no nadaba en la abundancia, -como ella decía-, tampoco se quejaba. Más que de la suba de los precios, ¡que abusadores!, la diferencia que había entre el supermercado de Iñón y El gauchito. No se podía creer, ¡qué país el nuestro!

Un día apareció un equipo de mate, pancitos, escones. Esa noche Teresa se descubrió bordando unos lindos almohadones para ella y para Julia porque las gradas de cemento eran (sinceramente) frías e incómodas. Julia recibió el almohadón y llena de una risa cantarina, se tomó las caderas con ambas manos y le dijo, Bueno, yo vengo con almohadón incorporado. Y Teresa también se rio, pero con una risa seca y reprimida.

Julia contó que, como no pensaba estar mucho tiempo, había alquilado una pieza en una casa muy linda, chiquita, cerca del barrio nuevo, con un patio con un nogal enorme.

—Yo tengo una casa en el barrio de los Pinos —dijo Teresa. —Ahora la tengo alquilada porque después que papá murió al final decidí ir a vivir a la casa de él, que es más grande y lleva mucho trabajo mantenerla. La casita la tengo desde hace mucho, me acuerdo que yo había entrado a trabajar en la municipalidad cuando mi papá intercedió para que desde el instituto de la vivienda me la adjudicaran. Yo no quería, pero él siempre me decía: usted tiene que ser independiente y saber vivir sola por si algo me pasa… Y bueno, me tocó la casa. Y menos mal, porque si no se la dan a cualquiera, a los que recién llegan y los que somos de acá nos quedamos sin nada. Es chica, tiene dos dormitorios y un patio grande. ¿Sabe cuántas veces me dijeron que venda la casa de papá? Y no, no quiero. Porque yo guardo la esperanza de que un día hagan un museo. Por eso en la pieza de él tengo sus trajes, y el poncho de vicuña a los pies de la cama. A él no le gustaba ese poncho, porque le picaba, pero nunca dejó de usarlo, decía que le daba autoridad, que la gente ve lo que quiere ver. Ahora vive una parejita en mi casita,- aclaró después de un breve silencio,- tienen dos chicos. Él es electricista y ella peluquera. Muy buena gente, gracias a dios. Porque han pasado penurias con esta economía, pero jamás, jamás dejaron de pagar el alquiler. Y con los aumentos y todo, como corresponde.

—Y, sí —interrumpió Julia. —En estos tiempos es difícil encontrar buenos inquilinos. Oiga, Teresa, dijo de golpe, ¿se dio cuenta que no nos tuteamos? Debemos tener la misma edad.

Teresa la miró como si la viera por primera vez. Si, tendrían la misma edad, pero ¡eran tan diferentes!

Un lunes -ya hacía seis días, incluido el fin de semana, que repetían, siempre después de la hora del almuerzo, su encuentro a la sombra del sauce- Julia llegó con una torta de ricota.

—Mi mamá me enseñó esta receta —contó —Es fácil. Y queda muy rica. Yo aprendí a cocinar de chica, porque ella tenía doble turno. Nunca me molestó, me gusta la cocina. Lo que odio, eso sí, es planchar.

—Mi papá no quería que comiéramos juntos para no cargarme con más trabajo. ¡Pobre! —replicó Teresa tomando con dos dedos una porción. —Los domingos sí. Puchero. Y tarta de manzana. Todos los domingos. Después que murió no hice nunca más un puchero ni una tarta de manzana. Pero yo cocinaba en mi casa y llevaba la olla a la suya. No me fue fácil al principio cuando me fui a mi casa. Porque él no quería que ninguna mujer lo ayudara, así que yo salía de la muni, le limpiaba la casa, lavaba y planchaba y después iba a mi casa y tenía que hacer lo mismo. A mí me gusta limpiar, no tengo problemas. Arreglar el patio, también, pero ahora me cuesta un poco. Encima el patio de la casa de papá es enorme.

Julia pareció recoger un pensamiento que acababa de cruzarse por su mente:

—¿Te llevabas bien con tu madre? —preguntó entonces.

—Es que de mi mamá tengo recuerdos vagos… Yo tenía trece cuando ella murió. Lo que si me acuerdo era esa manía de los peinados tirantes, me hacía doler la cabeza, y el guardapolvo almidonado que era tan incómodo… —dijo Teresa —Y después que ella murió mi papá nunca quiso volver a casarse. Y eso que no le faltaban candidatas. Siempre había una que otra revoloteando, pero él no quería. Yo sospeché un tiempo de Carmen, la vecina. ¡Esa mujer!  Sea la hora que fuera siempre estaba arreglada, maquillada, usaba unos aros grandes. Para mí que vivía en la peluquería de Toti. Cuando yo me fui a mi casita ella me dijo que no me preocupara, que iba a estar atenta. Pero papá no quería que viniera ninguna mujer a la casa, qué iba a decir la gente… Así que como los patios estaban pegados, hizo una puerta en medio del paredón y por ahí iba Carmen a llevarle comida o cosas que mi papá necesitaba. Cuando volví a la casa de papá, lo primero que hice fue cerrar esa puerta. Carmen es muy metida, la típica vecina chusma del barrio. Y además ella siempre anduvo de boca en boca de todo el pueblo y yo no quería que su reputación me manchara. Ni siquiera ahora que se hizo vieja y los hijos no vienen a verla, la visito. Yo no pisé nunca su casa. Y no le debo nada, además. ¿No te parece?

Julia se mantuvo en silencio por un momento, como si todavía no sintiera suficiente confianza como para contar su propia experiencia, pero al fin habló.

—Mi mamá nunca se casó. Nunca se quiso casar. —dijo con un suspiro —Para qué, decía. Los hombres mejor lejos. Anduvo de novia con un gendarme pero jamás lo dejó entrar a la casa como marido. Siempre tenía miedo por mí. Porque según ella, mi papá iba siempre a la casa de mis abuelos y ahí fue cuando … bueno, cuando se aprovechó de ella, y ella me tuvo a mí. Imagináte, en esa época… madre soltera… ¿quién iba a creerle? Así que mis abuelos la echaron, y tuvo que irse del pueblo. Mi infancia fue muy dura en Entre Ríos. La pasábamos muy mal, mucha pobreza. Mi papá jamás aportó nada. Y mi mamá era una nena. Si a mí me tuvo a los 16 recién cumplidos. Pero cuando murió me contó que él era casado, me dijo el nombre y donde vivía. Yo fui a buscarlo. Ya había muerto cuando llegué y me quedé con ganas de escupirle  en la cara todo el odio que le tengo. O le tuve.  Pero bueno, no me saqué la rabia con él personalmente, pero  ¡que se le va a hacer!  Mi madre tenía razón y mi padre fue lo que fue: una verdadera porquería. ¡Y que se revuelque en la tumba!

—¡Que se revuelque! —repitió Teresa —¡Pero qué sinvergüenza! A esa gente, a ese tipo de padres habría que denunciarlos en las plazas públicas, que todo el pueblo sepa, aunque los hijos no tengan la culpa, pero que se sepa. Porque después se pasean como grandes señores y son hijos de una cloaca… Pero quedáte tranquila que todo se paga. Menos mal que soy hija única. ¡Si supieras la cantidad de hijos que quisieron achacarle a mi padre! Todas unas aprovechadas, lo que querían era su prestigio. Pero todo se paga en esta vida.

—Mi mamá era pura risa —continuó la otra —Trabajadora a más no poder.  Me crio sola. Pero me sacó adelante y siempre dijo que la mujer tiene que valerse por sí misma, que no tiene que depender de un hombre. Solo se amargaba cuando se acordaba de mi papá. Ahí decía todas las malas palabras que se te pudieran ocurrir.

—¡Y con razón! —reaccionó Teresa —Cuánto sacrificio pobre mujer… Y tan joven ¿no? Y tu padre, perdonáme que te lo diga así, pero merece más que el repudio. ¡Preso tendría que estar! ¡Sinvergüenza, canalla! Dejan hijos por todos lados y después no se hacen cargo. —Pero enseguida volvió a la conversación —Mi mamá en cambio no era alegre para nada. Me acuerdo que una vez, cuando ella ya había fallecido, mi papá piropeó a una mujer delante de mí. A mí me dio vergüenza o celos, no sé bien qué cosa, pero no me gustó. Entonces me dijo que las mujeres que no recibían piropos se avinagraban. Como tu madre, dijo y enseguida se corrigió: como tu madre decía. Pero yo lo entendí, porque no me acuerdo de haber visto nunca a mi madre reírse. Ella siempre protestaba porque mi papá salía. Nunca comprendió las obligaciones de la vida política. Y tampoco le gustaba que la casa se llenara de gente todo el día. Porque a mi casa no paraban de venir. Más que nada los políticos. Mi papá era muy amplio y recibía a todos, de todas las fracciones, de todos los partidos. El los aconsejaba. Y es mentira -por si lo escuchás, te lo digo- eso que dicen que manejaba las listas y ponía los nombres. La política es muy sucia. Inventan cualquier cosa con tal de desprestigiar a los hombres honestos.

—¿Y vos nunca estuviste casada? —interrumpió Julia.

—No. No encontré a nadie como yo hubiera querido para marido. Me acuerdo —rememoró —de una vez que el cura había venido a casa. Mi papá odiaba a los curas. Decía que eran unos hipócritas, vagos chupasangre. Y así y todo tenía que aguantarse la visita del cura en casa. Siempre llegaba a la tardecita, para garronear la cena, decía mi papá. Y aquella tarde el cura no tuvo mejor idea que decirle ‘Qué grande está Teresa, don Virgilio. En cualquier momento se nos casa…’ ¡Vieras la cara que le puso mi papá! ‘No -le dijo al cura- ella va a quedarse a cuidar de su padre, para eso nació, no para esposa’. Yo tendría unos quince, dieciséis años y me acuerdo…. Y al final sí, eso hice. Me quedé soltera. Pero no solo para cuidarlo a papá, sino porque no había nadie que me gustara. Yo quería un hombre así, como él. Integro, inteligente, amable. Era un poco mandón, pero tan amable que ni te dabas cuenta que te daba una orden…

—La verdad es que yo creo que tuviste suerte- sentenció Julia-. ¡Mirá el padre que me tocó a mí!- Menos mal que los hijos te compensan. El mío se casó y ya tengo dos nietos. Hizo un silencio y prosiguió: —tengo que contarte algo: ayer hablé con mi hijo y me dijo que mi nuera consiguió un trabajo mejor pago, pero de todo el día, así que voy a tener que ir a cuidar a mis nietos. La verdad es que los extraño mucho. Me vuelvo a Entre Ríos. Allá está mi familia. Ya hice casi todo lo que pude aquí, y sinceramente,  no tengo ganas de andar con abogados y esas cosas. De todos modos, lo más importante ya lo hice.

Teresa la miró fijamente. En su cara seca y afilada se dibujó una mueca que hasta podía parecerse a la ternura.

—Te voy a extrañar, Julia. Nos hemos hecho amigas y estoy segura que mi papá te hubiera querido mucho si te hubiese conocido. En realidad yo nunca tuve amigas, ni las llevaba a casa. Entre el trabajo, la casa de papá y mi casa se me pasaba el tiempo volando. Ahora voy al centro de jubilados, pero son unos viejos anquilosados, no se les cae una idea. Y a mis compañeras de la Muni lo único que se les ocurre es ir al casino. ¡Noo, yo ni loca entro a ese lugar! No me gustan los vicios.

Hizo una pausa. Suspiró. Miró a Julia y le dijo: Qué increíble es la vida, cómo suceden las cosas ¿no? ¿Quién iba decirme a mí que te iba a conocer y nos haríamos amigas? Y ahora te vas…

Y súbitamente abrazó a Julia con un amor y una ternura que ella jamás antes había sentido. Una necesidad inmensa de que se quedara, de seguir entrelazándose, de que la invitara a ser parte de su familia, de que por una vez no llegara la hora de irse a su casa-museo, de que aquella risa cantarina le espantase toda su soledad…

Julia se levantó despacio, y con el mismo andar que traía cuando la vio por primera vez, se fue alejando. Cuando ya estaba a unos metros, se volvió y gritó: ¡voy a dejarte un regalo!

Teresa la miró hasta que dobló la esquina. Y cayó en la cuenta de que nunca le había preguntado la dirección, ni el teléfono, que no sabía nada de ella… Juntó sus cosas como pudo y salió a la carrera a preguntárselo, pero ya no la encontró.

 

 

Sentada en la silla que usaba su padre, Teresa Cáneva mira la ventana, el balanceo de las telarañas de la esquina. No tiene ganas de limpiar, ni de ir a cuidar el monumento, ni de cocinar, ni de bañarse.

La partida de Julia le ha dejado un hueco enorme, por donde ve brotar a borbotones la desolación y el desamparo de su realidad.

Ahora, desde la silla, ve al cartero, el hijo de los Pires, que le hace señas desde el portón. Sin preocuparse de su facha, de su pelo, de sus ojeras, sale a recibir la caja.

La coloca sobre la mesa y la abre ansiosa: dentro, encuentra el almohadón que había bordado para Julia. Y un aerosol. Rojo, violento, implacable.

 

 

Comentarios

  1. Muy atrapante y con un final inesperado!!!! Me encantó!!! Gracias!!!

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