MEMORIAS María Victoria Cristancho
Timoteo se había adelantado a la cita. Sabía que a Nubia le reventaba llegar primera. Por la mañana, antes de irse a trabajar, cuando ella todavía dormía, le había dejado la nota en su mesita de noche. Y no quería que este encuentro, que él había decidido -con dolor- que fuera su última vez, se empañara con una nimiedad como la de llegar tarde.
“¡Qué ironía, tener que pedirle una cita a la
mujer con la que se ha vivido por veinticinco años y con la que se comparten
tres hijos y dos nietos!”, se dijo para sus adentros mientras preparaba la
escena.
Quería que al menos esa ocasión fuese perfecta.
Así que buscó la pila de leña seca, que estaba en el cobertizo. Escogió los
trozos más robustos para garantizar una buena fogata. Ya en la chimenea usó el
iniciador y, sin mucho esfuerzo, las primeras llamas comenzaron a abrazar la
madera.
Nubia llegó a la hora señalada, 8pm, ni antes
ni después. Esa certeza sobre esta mujer de vivos ojos negros que
brillaban a la luz de las llamas era lo que una vez le había enamorado. Tal vez
no le gustaba tanto ese estilo de Nubia, de querer que todo estuviese en el
lugar y en el momento exacto, ni antes ni después. Alguna vez la había oído
decir que era tan malo llegar tarde como llegar temprano. Había que ser
exacto. Eso creía recordar. La memoria ahora parece hacerle trampas… Y la
distancia en el tiempo tampoco ayuda. Se recuerdan cosas o tal vez se idealizan
momentos, que probablemente no fueron tan especiales como cuando
ocurrieron, murmuró para sus adentros.
-¿Quieres una
copa? - le invitó
Timoteo, haciendo un esfuerzo en reinstalar esa cotidianidad de tiempos idos …
Trató de recordar cuándo había sido la última
vez que ambos se habían sentado en ese mismo lugar frente al calor de la
hoguera…
Ella aceptó con una sonrisa, que a Timoteo le
pareció más una mueca. Ahora la veía distinta, casi diría que hasta la
desconocía.
“Te acuerdas cuando…”, dijeron ambos al mismo
tiempo y ambos rieron con sinceridad…
- Primero tú - sugirió Nubia.
- No, dilo tú -insistió Timoteo…
- Verte allí junto a la chimenea me hizo
recordar esa mañana de Navidad, cuando Luis Felipe tenía 5 años y trató de
prenderle fuego a su carrito de fórmula 1 que le había traído Santa… Con un
movimiento veloz tu lograste salvar el juguete, ¿te acuerdas?
Timoteo fingió recordar ese episodio, pero
era como si le hubiese ocurrido a otra persona, en otro lugar, en otra
dimensión. No se acordaba ni del incidente ni de Luis Felipe, ni de muchas
cosas… Prefirió mentir y asintió con la cabeza.
En ese momento, lo que sí recordó fue a la
mujer que tenía enfrente de la chimenea. También le parecía muy familiar el
vino tinto con ese toque amargo y seco. Lo saboreó con todo su ser.
“Uff… ahh”, dejó escapar ese sonido, mientras
balanceaba la copa entre los dedos. “Nubia, nubecita, neblina”, ese
juego de palabras se le venía a la cabeza a Timoteo, sin mucho
esfuerzo.
Nubia se mostraba despreocupada, muy
concentrada en degustar el rojizo cáliz que humedecía sus labios… La mirada
inquisidora de Timoteo la trajo a la realidad. Al compás del primer sorbo,
comenzó a inquietarse. Un silencio incómodo, mil horas concentradas en un
instante eterno. Era perturbador ese suspenso que casi cortaba el aire.
Desconocía la razón por la que Timoteo estaba tan ceremonioso. Últimamente lo veía
taciturno, caminando con la mirada fija en la punta de sus zapatos, con las
manos entrelazadas a su espalda. ¡Ha cambiado tanto! pensó. Esa certidumbre le
recorrió la espina dorsal.
-¿Tú aún me amas? - preguntó Timoteo manteniendo la mirada en las llamas del
fuego.
- ¡Qué pregunta
hombre! Mira que estás muy raro hoy. Me has citado a tomar un vino frente a la
chimenea. ¿A qué viene tanta formalidad? -espetó Nubia, evadiendo una respuesta
directa. Quería ganar un poco de tiempo.
Pero ahora que veía a Timoteo allí sentado,
Nubia sintió tristeza. Por su mente pasaron miles de imágenes, su primer
encuentro. Ella tenía 30 años y ya se había aburrido de probar relaciones
fallidas. Timoteo, con sus aires de ‘yo tengo el control’, la había conquistado
sin mayor esfuerzo. Ella bajó la guardia y rompió la promesa del ‘nunca más me
vuelvo a enredar’. Tanto fue el impacto de ese hombre sereno, de ojos azules y
descontrolada cabellera dorada, que en menos de seis meses ya estaban
planeando boda y hasta traje de diseñador y doscientos invitados. Luego habían
venido los hijos, uno detrás de otro. Luis Felipe fue primero, deseado y muy
amado. Los otros, Rosa María y Manuel Andrés, llegaron sin pedir permiso, pero
fueron recibidos con entusiasmo, pese al golpe económico que eso había
significado.
Con Timoteo nunca hubo sobresaltos. Timoteo
se había amoldado a su rutina, donde todo tenía una hora y un lugar. Nubia era
exigente, era la queja de todos, pero no de Timoteo, que aprendió a cumplir
horarios, después de la vez en que ella le sentenció “o cumples con lo que
prometes o esto se acaba”. Para ella era un triunfo ver cómo su marido había
aceptado que el tiempo era cosa sagrada. Salía todos los días a las
8, tras apurarse un tazón de café amargo y sin azúcar, y regresaba a las 6,
justo cuando daban las noticias de la BBC. Nunca peleaba. En su casa, Timoteo
no tenía de qué quejarse, todo estaba siempre en su lugar, ni siquiera una
media o un juguete fuera de lugar.
Ella, en cambio, resentía ese temperamento,
también esa parsimoniosa cotidianidad sin sobresaltos. Es cierto que ella lo
había impuesto, pero tal vez había sido para marcar terreno, para tener algo en
lo que pudiera tener el control. Los largos días se habían ido
estirando más cuando los tres hijos se fueron yendo y la casa ahora le parecía
del tamaño de una cancha de fútbol, donde ella y Timoteo eran los únicos
jugadores.
Por eso cuando conoció a Rafa el mundo se le
había volteado… Lo había visto muchas veces en el supermercado,
donde él era el supervisor. La primera vez que intercambiaron palabras fue en
medio de un pequeño incidente, con un frasco de aceite roto y el líquido
rodando en el pasillo de productos importados, que la había hecho resbalar. De
la caída salió ilesa, pero la forma solícita y afectuosa con que Rafa la
atendió selló un “no se qué”, un hormigueo en el estómago y un corrientazo en
la mano derecha cuando la rozó con la suya. Esa sensación, casi
juvenil, había sido mutua. El supervisor le hizo borrar esa cansina rutina de
la que tanto resentía Nubia. Rafa era más joven que ella, tal vez unos diez
años, ella nunca se había atrevido a preguntarle. Pero sin más se fueron
encontrando, primero como por casualidad y luego como un ritual semanal de
miércoles por la mañana, cuando él tenía su día de descanso. En esos encuentros
casa, ropa y cuerpos se revolvían en una desordenada pasión, que Nubia
nunca había experimentado ni con Timoteo ni con ninguno de sus amores
veinteañeros. Para las 2 de la tarde, el mundo ya se reinstalaba y solo quedaba
un pequeño rubor en el rostro que Nubia trataba de disimular con un largo baño
de espuma y sales en la bañera.
Había sido muy cuidadosa, no quería herir a
ninguno de los dos hombres. Pero sí que había pensado, era verdad,
en dejar a Timoteo. Dos o tres veces había practicado cómo darle la noticia de
que ya no lo amaba, había dudado si contarle o no lo de Rafa, sabía que al fin
tendría que tomar una resolución. Pero no se había atrevido. Y ahora era
él quien parecía tener la iniciativa.
Se quedó con la mirada fija en la copa de
vino rojo que tenía en sus manos, que ahora se le antojaba que fuese más como
uno de esos elixires mágicos que la hicieran revelar su secreto de disfrute
casi glorioso, pero que también era ese infierno de culpas que le carcomía la
conciencia. “¿Cómo se pudo haber enterado? ¿En qué me descuidé?”, se
cuestionaba Nubia, mientras seguía cada gesto, cada movimiento milimétrico de
Timoteo, rendida y dispuesta a aceptar lo que viniera.
Nubia se inquietó al ver ese rostro, sin
gestos y casi vacío de su marido. Temió que esa nueva actitud fuese el
preámbulo del drama que tanto había evitado…
-¿Te acuerdas de
Languedoc? Allí descubrimos este Garnacha. Nunca más quisiste tomar
otro vino que no tuviese esa uva - trató de llevar la conversación hacia un tema que
apasionaba a Timoteo.
El miró la copa, la puso a un lado con una
parsimonia irritante. Ella tomó aliento y esperó en un aturdidor silencio.
-Por eso estamos
acá - dijo de repente
Timoteo.
Nubia sintió que las manos le sudaban, pese
al frío, pero no dijo nada. “¿Qué es lo que sabe? ¿Será tan obvio?... No habría
querido que se enterase nunca y menos así". En esas cavilaciones andaba
Nubia, cuando la voz suave pero firme de Timoteo la sacó de su ensimismamiento.
-Yo ya no me
acuerdo de eso, Nubia -dijo él con una
tristeza indisimulada - Ni de muchas otras
cosas de nuestras vidas. Me estoy hundiendo en una laguna negra. He consultado
con un especialista, y no me ha dado muchas esperanzas. Es un camino sin
retorno. Y no quiero que sufras por mi culpa…
La revelación, tan distinta a lo que ella
esperaba oír de su boca, sorprendió a Nubia como un golpe inesperado. Quiso
mostrarse preocupada, contrariada por la noticia. Y en realidad lo estaba.
Quizás muy pronto, Timoteo ya ni siquiera sabría quién era ella. Ni sabría
nunca, claro, que ella había querido dejarlo y no se había atrevido a hacerlo.
Lo miró con detenimiento, todo iba a terminar,
pero de una manera muy diferente.
Sabía que estaba siendo injusta y no sabía si
algún día llegaría a perdonarse a sí misma. Pero no pudo evitarlo: tomó aliento
y llenó sus pulmones en un suspiro de alivio.
Un suspiro que Timoteo entendió, quizás, como
la última llamarada de amor que Nubia le ofrecía.
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