LA VENTANA Carmen Almenara
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Aquí sentada como
tantas otras tardes, la casa en calma, miro a la ventana que, algo emborronada,
muestra la visión del exterior. Las luces titilantes y aceleradas de lo que
presupongo serán los coches que pasan sin cesar. El vaho de la soledad y el
hastío se va condensando dificultando más y más la visión del exterior. Es la
tarde de un domingo oscuro de invierno, hace frío afuera, lo sé por la
condensación en mis cristales. O quizá mi casa está demasiado cerrada, definitivamente
hay demasiado vaho.
Me pregunto ¿quién
andará conduciendo un domingo a estas horas? Gente, seguro, que va de vuelta de
visitar a la familia en ese baile semanal de rigor con la más fea.
Las visitas a la
familia siempre me han fascinado. Son una molestia tan grande para el que
visita como para el visitado. Recuerdo con claridad la primera vez que hablamos
de esto y, pese a los años pasados, sigo pensando lo mismo. Ese fastidio e
incluso agobio de aquellas visitas de los tíos y primos en navidad, fines de
semana impares o veranos interminables. La angustia de saberte preso en tu
propio hogar. Lo repito muchas veces, a ti en especial, vivir con los abuelos
maternos tiene sus desventajas y aquí podría enumerar miles de ellas, pero no
vamos aburrirnos tan pronto, total, agua pasada no mueve molinos. Me angustiaba
ese ruido constante y el desbaratamiento de la casa para luego tener que poner
todo en orden porque “es tu casa y la tienes que ordenar”, porque “tú les
dejaste sacar todos los juguetes y es tu responsabilidad”, porque “son los
invitados y hay que ser educado”… Los encorsetamientos de la cortesía fingida
que estrangulan a las familias desde hace centurias me dejan completamente
anonadada. Todas esas presiones y responsabilidades cuando una ya tiene
bastante en lo que pensar.
¡Qué tedio más
infinito! Si tan solo pudiera abrir esta ventana… Pero lleva ya un tiempo
atascada, acumulando la condensación y el vaho que ahora me impiden una visión
clara. Al principio era capaz de abrirla a la fuerza, en el momento los
cristales se desempañaban y podía distraerme con el pasar de la gente o los
coches, pero ahora está atascada y es totalmente imposible. Tan imposible como
nuestras discusiones sobre la inevitable y temida visita a la familia política.
Yo siempre te repetía que desde pequeña ya odiaba ese tipo de visitas, como las
que hacíamos por compromiso a los abuelos paternos los sábados cada dos
semanas. Íbamos en el autobús por la tarde porque nunca tuvimos coche. Mi padre
era un apasionado de las motos y jamás tuvo cabeza para sacarse el carnet. Lo
cierto es que la primera vez que me monté en una moto tendría tres o cuatro
años. Las motos siempre me han parecido tan elegantes, como traicioneras, tan
maravillosas como peligrosas, un poco como mi padre. Requiere gran control como
adolescente no agarrarse de la cintura de un motero para ver el mundo que nos
está prohibido. Fue a tu lado que descubrí que la vida puede ser un paseo en
moto, pero con casco y sin motero, agarrada a tu cintura descubriendo el mundo
de otras formas. Un mundo que ahora me es vetado en su completa complejidad por
este estúpido y constante vaho, esta condensación absurda que sigue
acumulándose y evita que pueda ver más allá.
Ya no se distinguen
bien ni siquiera las luces. En aquellos tiempos te explicaba que pasábamos más
de tres cuartos de hora en un autobús lleno de gente y niños que, como
nosotros, iban a ver a sus abuelos. Unos abuelos paternos que vivían lo más
lejos que mi madre había conseguido lograr, al final de la línea del autobús
más larga de toda la ciudad. Mis padres mucho más aburridos y cansados que
nosotros, se pasaban el camino en silencio o discutiendo calladamente algún
problema imposible de discutir en casa de mis abuelos maternos. También en los
cristales del autobús se acumulaba el vaho cuando todo era gris y llovía,
también era difícil descifrar lo que había tras las ventanas, pero en aquel
momento tenía la fuerza y las ganas de apartarlo con una sola mano, o acaso
dibujar en él.
En nuestras largas
charlas, me encantaba contarte cosas de mi niñez o mi adolescencia y tú siempre
me escuchabas en silencio, atento a mis desvaríos y mis elucubraciones. Te
contaba cómo, en aquellas absurdas visitas, nos bajábamos del bus cansados,
pues no siempre se conseguía un asiento hasta la mitad del recorrido, y
caminábamos otros diez o quince minutos hasta la casa de mis abuelos. Era
sencillamente odioso, el olor a cerrado y antiguo de una casa que no es la
tuya, la verruga peluda en la cara de la abuela y esa manía tan detestable suya
de cogerte de los carrillos apretando como si no hubiera un mañana “¡Ay qué
guapa que eres!” La mujer lo hacía sin intención, pero era una tortura. Y luego
había que aguantar la hora o dos horas interminables esperando a que llegase el
momento de irse. No hay nada que hacer en casa de los abuelos, ya no tienen
juguetes y en aquella época la televisión no era tan entretenida. Íbamos de la
falda de mi madre a la habitación de la única tía que aún conservaba un par de
muñecas Nancy ahorcadas en la pared. Más parecía aquello salido de un cuento de
terror de Stephen King que de una visita familiar.
Los coches siguen
pasando creo, ya nos los distingo. Una amalgama de luces continúan
relampagueando sin ton ni son, entremezclándose. Con unos cristales tan gruesos,
lo cierto es que ni siquiera se oye bien lo que ocurre fuera, sólo se adivina,
por el volumen amortiguado pero consistente de un ritmo excéntrico, que uno de
los coches lleva la música a todo trapo. Debe de verse bien claro a través de
la luna del coche para ir con tanta seguridad por la vida, o quizás lleve los
cristales empañados y haya conseguido abrir las ventanas y por eso su música,
aunque amortiguada, llegue hasta mi. Seguro que ese no se levanta temprano
mañana, como nosotros, con el frío del invierno que te congela hasta los huesos
y esa oscuridad invernal del amanecer hasta que se enciende el calefactor,
alumbrados siempre por la luz intensa amarillenta de bombillas que no hacen
nada bueno por el medio ambiente ni para el alma. Las mañanas a tu lado siempre
me han parecido menos oscuras.
A veces me pregunto
por qué el ser humano es tan egocéntrico, luego me acuerdo de la filosofía de
Hobbes, de las interminables lecturas y conversaciones que solíamos tener sobre
ello y caigo en la cuenta que no hay nada de lo que extrañarse. Hobbes, ¡qué
idea tan certera! “El hombre es un lobo para el hombre” decía, y para el medio
ambiente, sin duda, si nos planteamos la cabalgata de lucecitas, por ejemplo,
que invaden el cristal de mi ventana cada vez más y más empañada. Quizás seamos
todos carnívoros depredadores o, a lo peor caníbales, y acabaremos comiéndonos
unos a otros como en Canibalismo de otoño
de Dalí. Sí, hablábamos mucho de todo eso y mucho más, pero ahora sólo tengo
este cristal condensado, que me nubla la vista del exterior, sólo me deja lo
interior, aunque el interior sea una habitación vacía.
Las clases de
filosofía eran tan aburridas y desesperantes que, sin conocer a ninguno de
ellos en persona, acabé odiando a Hobbes, Nietzche, Marx, Platón, Aritóteles y
todos sus amigos. Lo cierto es que no ayudaba mucho que el profesor, que
llegaba después del recreo con olor a medio de vino, nos hablara sin orden ni
concierto a través de un libro inútil que el instituto le obligaría a escoger,
mientras se fumaba a escondidas del resto de profesores un cigarro en la
ventana ¡Buenos tiempos para las letras supongo! No fue hasta muchos años
después, cuando te encontré y juntos descubrimos y discutimos muchas de
aquellas teorías que me di cuenta que no estaba mal eso de la filosofía y que,
estuvieras de acuerdo o no, en muchos casos te hace reflexionar y mejorar, te
hace sentir inteligente y vivo.
Viva quisiera
sentirme yo ahora, como me sentía antes. Paso las horas delante de esta ventana
cerrada, atascada, empañada en un vaho incomprensible que solo me deja ver
retazos de la vida cuando un hilo de agua de alguna de las furtivas gotas se
diluye lentamente. Todos queremos sentirnos vivos, que nos dejen respirar, pero
en la obsesión por mejorar y por vivir de acuerdo a los cánones, pagamos el
precio de no poder respirar o incluso ver más allá de las anteojeras que nos
ponen, como a los caballos, no vemos más allá de este cristal estúpidamente
empañado. Antes venías tú y me abrías la ventana para que pudiera aclararse el
vaho, ¿lo recuerdas? En esas tardes no tan lejanas, la ventana abierta dejaba
pasar una suave brisa que me hacía sentir viva a tu lado.
Echo de menos ver
con claridad, supongo por los flashes de luz incomprensibles que parpadean
constantemente tras la ventana, que los coches continúan su firme peregrinaje,
siguen su camino hacia esa casa que los espera con sus ritmos frenéticos y sus
conversaciones, con sus horarios, sus comidas, su limpieza de los domingos, su
colada, sus noches sentados frente al televisor. Los horarios y las rutinas nos
apresan constantemente, más o menos ocupados, llenamos nuestras vidas con
acciones repetitivas que echaremos de menos cuando ya no estén, como yo echo de
menos sentarme aquí contigo junto a la ventana a conversar y tomar café, como
echo de menos ser capaz de ver más allá de la niebla espesa e interior que se
condensa en estos cristales.
La ventana sigue
emborronada y el aire se hace irrespirable. Poco a poco se va haciendo de noche
y las luces de la calle anaranjan y opacan la visión mientras aquí, en mi
interior, la luz amarilla de estas malditas bombillas me nubla aún más la
vista. Ya no veo nada, tan sólo el vaho, la oscuridad y mi reflejo en la
ventana.
Apago la luz y me
voy a la cama.
Mañana será otro
día, como hoy, como todos los demás días desde hace un año, con vaho y sin ti.
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