CANTANDO BAJO LA LLUVIA Ana Vidal


La puerta vaivén fue su línea divisoria entre la llovizna de la calle y el calor del local. Apenas entró, Carlos saltó casi con agilidad hasta el taburete más cercano, pero una vez apoltronado pareció desinflarse. Tamborileó sobre la barra de madera una vieja canción que hablaba de la lluvia, hasta que el mozo lo miró de reojo. Él sonrió distraídamente, hizo su pedido y dejó de tamborilear. La canción le había recordado su luna de miel, bajo agua los siete días en París. Sintió un vaho de calor desde el techo a la cabeza, allí donde el cabello empezaba a ralear, se había sentado debajo del aire acondicionado. Sobre el cuello de la camisa asomaba una pelusa que el peluquero estaba a punto de recortar cuando sonó el teléfono y Bubilla le propuso encontrarse en el bar esa misma tarde.
De esto hacía apenas quince minutos. Hubiera querido correr hasta el local, pero hacía tiempo que Carlos no estaba en forma. Había caminado bastante rápido hacia este bar tradicional y céntrico, ubicado en una peatonal angosta, con iluminación natural y gente que mayormente se ocupaba de sus asuntos. Los grandes ventanales garantizaban que si alguien los veía desde la calle no pensaría que se encontraban a escondidas, estar allí era un gran escenario.
No contó con que Marcela también era rápida, ni siquiera la vio acercarse. A pesar de su edad y la leve renguera, se las ingeniaba para estar siempre a su costado o un paso detrás, como una princesa consorte. Ella trepó con esfuerzo al banco de al lado, se sacudió algunas gotas del tapado y arqueó las cejas bajo el rubio flequillo como quien dice “acá estamos”. Trabajaban juntos ocho horas al día, él se encargaba de los números, ella de los contratos. Con el tiempo se habían vuelto una especie de matrimonio por conveniencia, Marcela no tenía otra cosa que hacer fuera del trabajo y a él le solucionaba la vida, ocupándose de formalidades.
−¿Cómo te enteraste de que estaba acá? ¿Y cómo llegaste tan rápido? –resopló con ojos achinados y sonrientes, aunque no tenía demasiado interés en saber cómo Marcela se las ingeniaba para estar al tanto de todo.
−¿Por qué no me llamaste enseguida? Carlitos, vos sabés que cuando me necesitás, yo estoy. Sos el responsable de la empresa, no podés tener reuniones con empleados “problemáticos” sin alguien que te respalde –respondió, palmeándole el antebrazo con inusitado vigor para una mano tan pequeña. La mueca diagonal de su sonrisa y los ojos cargados de maquillaje detrás de los lentes, acentuaron el reproche.
−Es que no pensé que iba a llamarme… –se masajeó la frente y pasó la mano por el cabello−. Bubilla es un tipo peligroso y sigo pensando que habría que echarlo, pero surgió otro elemento… ermm… Y es urgente que hablemos.
−Peligroso peligroso, hay que echarlo, urgente urgente que hablemos…−fue diciendo Marcela como un eco, mientras se tocaba la frente y pasaba la mano por el cerquillo tal como lo estaba haciendo Carlos.
Él quedó colgado buscando el hilo de la frase, la ecolalia de Marcela aparecía erráticamente en las conversaciones y siempre lograba desconcertarlo. Cuando además de duplicar sus palabras, reproducía sus gestos o imitaba el tono de su voz, era como escuchar el tic tac en la bomba de tiempo del temperamento de Marcela que había visto explotar más de una vez. Respiró profundo para mantenerse relajado y tanteó el bolsillo del saco donde guardaba el remedio para la presión.
Aunque suponía que Bubilla demoraría un rato en llegar para no demostrar desesperación, Carlos se acomodó de lado sobre el mostrador para mirar hacia la puerta de entrada. El mozo acercó su pedido sobre la barra, Marcela miró el vaso de whisky sin hacer comentarios y pidió la carta. Había otros clientes por atender y todos estaban apurados, el bar estaba en la esquina de los Tribunales. El mozo era un tipo mayor, de saco blanco y moñita negra que, sin hacer ademán de volver, le señaló hacia un costado de la barra donde se apilaban los menús. Carlos se estiró todo lo que pudo hasta alcanzarlos.
−Después de la estafa que se mandó, encima pretende que le pague el despido, ¡qué careta! Lo echaría ya mismo a patadas, pero quiero ver qué tiene en la manga –dijo sin hacer pausas, para eludir la posible superposición de palabras.
−Ya tendría que estar acá, qué desubicación tenerte esperando. Y hacerte venir hasta un bar, es medio sospechoso, no te confíes… hummm …−Marcela concentrada en decidir entre las variedades de té, sacudió la melenita en desaprobación a todo lo concerniente a Bubilla.
−Es un mercenario, capaz de cualquier cosa por dinero. Aunque no me va a poder sacar mucho porque no tengo nada a mi nombre –rio Carlos, secándose la frente.
−En contra de mi consejo, siempre te dije que por más confianza que haya en la pareja, no es conveniente.
−Mi suegro era el dueño de la empresa y decía que yo era muy inocente, me quiso proteger de avivados como Bubilla– lanzó una risita y sacudió un poco los hielos en el vaso, pero no lo llevó a la boca.
Marcela se quedó mirándolo mientras se acomodaba los piolines del cerquillo sobre los lentes, a veces le daban ganas de gritarle en la cara cómo eran las cosas, o cómo ella veía las cosas, que venía a ser lo mismo. Ella no se creía esa historia de amor que él insinuaba delante de las secretarias, llamando a su esposa Honey cada vez que hablaban por teléfono. Esas idílicas escapadas que mencionaba como al pasar los lunes de mañana tomando café en la sala de fotocopias, contrastaban con los cuentos de salidas a pescar con sus “amigotes” como él los llamaba, todo un fin de semana de yates, whiskys y quién sabe qué más.
−Y entonces ¿por qué estamos acá?
−Bubilla dice que tiene unas fotos –Carlos miró de reojo hacia la puerta−. Si es verdad, necesito resolver esto de una vez. A ver si puedo dormir tranquilo, sin tener que soportar más las quejas de mi mujer.
−Fotos, tiene unas fotos. ¿Fotos? Y sí, tenés que dormir tranquilo tranquilo, las quejas de mi mujer, tu mujer −Marcela revoleó los ojos con sobrecarga de rímel y resopló–. ¿Pero no se da cuenta del stress que tenés encima?.
No esperó respuesta. Golpeó la barra con la palma abierta y siguió: −¡Quejas! Qué paciencia que le tenés, mi viejo. ¿No piensa en tu salud? A mí sí que me preocupa. No te cuidás, no hacés ejercicio, comés cualquier cosa al mediodía. Después de que te dio el ictus…
−Tanto como para llamarlo “ictus”, yo no diría…
−¿Cómo querés que lo llame? Te dejó de irrigar sangre al cerebro, por suerte fue breve, pero no podés ignorarlo−. Suavizó el tono antes de preguntar: −¿Te acordaste de tomar la pastilla hoy? Te pregunto por tu bien, con sesenta años sabés que...
−Mejor cambiemos de tema –sonrió Carlos como si hablaran de otro.
−¿Te hiciste de nuevo los exámenes? Por suerte ya no fumás, pero lo que es dieta y ejercicios ¡te lo debo!
−Ya sé todo eso, tenés razón. El médico me pegó flor de puteada y mi mujer también. Pero lo primero es lo primero, ¡o soluciono esto o me divorcio! –rio excesivamente, al tiempo que levantó el vaso.
−Ah, ¿tan mal está la cosa? No sabía, no me habías contado nada… –los ojos de Marcela se concentraron en la boca de Carlos. Hizo ademán de tocarle el antebrazo pero giró la cabeza de golpe y gritó:− ¡Mozo, por favor!
A Carlos le pareció ver un hombre barbudo acercándose a la puerta, pero el tipo siguió de largo y no entró al local. Al levantar el vaso advirtió un temblor en la mano, las cejas se arquearon cuando tomó el primer sorbo que fue un lanzallamas directo al esófago. Había pensado que necesitaba algo fuerte para relajarse antes de la reunión, pero quizá whisky era demasiado para esta hora de la tarde.
−Carlitos, vos sabés que cuando me necesitás, estoy. No es por meterme, pero no entiendo a tu mujer, si mejor esposo y padre no puede haber. A veces no se valora lo que se tiene, o será que los matrimonios se desgastan con el tiempo… Si querés hablar de algo, lo que sea, yo estoy acá al firme. Para ayudarte siempre.
−Claro, claro, nadie como vos para respaldarme frente a Bubilla −le sonrió de lado−, pero la verdad no sé qué esperar. El tipo es muy jodido y no creo que vaya a entregarme las fotos así nomás.
−Qué esperar, es jodido jodido sí, no creo que… tiene que darte las fotos, fotos… más bien, sí… ¡Mozo, por favor! –golpeó otra vez en la barra−. ¿Está sordo? ¿No oye que lo estoy llamando?
Esta vez su grito se oyó desde la puerta del salón donde el mozo levantaba las tazas de una mesa, giró la cabeza y la miró sin señal de aquiescencia. Ella le hizo un ademán ampuloso con el brazo para que se apurara.
Carlos pensó que en primer lugar estaba el tema del dinero, como siempre en primer lugar está el tema del dinero. Para ser sincero, no solo para Bubilla era importante el dinero. Aunque él argumentaba que lo que hacía no era por interés material y lucía una extraordinaria barba franciscana, a Carlos no lo engañaba: la barba hacía años que había dejado de ser un símbolo espiritual de la pobreza. Y ser expulsado de la empresa por estafa, arruinaría definitivamente su estampa de santo. En segundo lugar, aunque algunas veces esté en primer lugar, estaba el tema de la mujer. Y en esto tampoco Carlos se engañaba. Aún después de tantos años, si no lograba recuperar las fotos, sería el fin de una era.
−¿Va a pedir algo la señora?
−Ufff ¡por fin! Tráigame un té de marcela con limón y sacarina. Y rapidito, que tengo que tomar un remedio. ¡Vaya, muévase!
Carlos se zampó otro trago y sintió que el calor ahora venía de abajo hacia arriba. Se removió incómodo y miró a su alrededor mientras se aflojaba el nudo de la corbata. Una mujer en la mesa de la ventana tenía los ojos fijos en él, la conocía de algún lado o así le pareció. Tonterías, era Marcela que le estaba contagiando los nervios, hoy su presencia ayudaba muy poco. En general, lograba mantenerse inmune ante su ansiedad y al escuchar la repetición de palabras trataba de tomarlo con humor, aunque el asunto no tuviera nada de gracia. Quizás podría decirse que ese era uno de sus rasgos más característicos, reírse aunque en realidad no hubiera nada que festejar. Pero hoy se sentía cansado y vulnerable, la lluvia ahora arreciaba contra los ventanales, los minutos pasaban y ninguna de las caras que se asomaban a la puerta tenía barba.
−Un asco, un asco ¿hace cuánto que no limpian acá? ¡Por favor! −escuchó decir a Marcela en un tono chirriante, mientras pasaba la mano por la barra y esparcía algunas migas.– Y este tipo no aparece, nos clavó Carlitos. Es un sinvergüenza. ¡Hay que decirle que está echado!
−Tranquila, no ganamos nada con alterarnos.
−Pero es que no logro entender –siguió Marcela en la escala de los agudos y un par de mujeres se dieron vuelta para mirarla− cómo un tipo en tu posición, queda pendiente de un bandido. ¡No entiendo, no entiendo, y si no me explicás bien, sigo sin entender!
−No hay nada que explicar –susurró Carlos, secándose una gota gruesa que le corrió desde la frente hasta la mejilla− y bajá un poco la voz, por favor.
−Pero dijiste que había unas fotos…
También ella miró hacia la puerta, con esfuerzo logró girar ciento ochenta grados en el taburete y vio a la mujer de la mesa contra la ventana que pagaba y se dirigía hacia la puerta. Quería asegurarse de que Bubilla no interrumpiera la respuesta que tanto le estaba costando sonsacar. Carlos achinó los ojos al responder:
−Es un tema delicado, Marcela, mejor dejémoslo ahí.
La expresión de fraterno interés en la cara pálida no logró disimular su malestar ante la parquedad de Carlos. Sin embargo, se las ingenió para sonreír de lado como si el asunto fuera de lo más cotidiano.
−Vamos, ¿qué puede ser tan grave? Carlos, si cometiste un error, y bueno, sos una persona como cualquier otra. ¿Será que tu mujer no lo entiende? –esta vez se animó a posar la mano blanca y pequeña en su antebrazo.
−Y sí, la verdad es que fui muy pelotudo –sonrió apenas de costado, levantando el vaso al tiempo que dejaba caer la manito apoyada en su manga.
Marcela también sonrió sin ganas y sin sacarle los ojos de encima. Realmente quería saber de qué se trataban las famosas fotos pero nadie parecía dispuesto a explicárselo. Hizo una trompita entre mimosa y sobradora, como quien está de vuelta pero no sabe de dónde.
−Dale, contame antes de que llegue, así nos preparamos para…
−Esperá, voy al baño antes de que venga –dijo Carlos, saltando del taburete.
Marcela suspiró exageradamente y revoleó la vista por el local hasta que se posó en el mozo que la miraba desde la otra punta de la barra.
−¿Qué mira, eh? ¿Y mi té, para cuándo?
El viejo dio la vuelta hacia la cocina sin cambiar de expresión. Justamente lo que Marcela quería. Revolvió dentro de la enorme cartera de cuero negro que tenía en la falda hasta que encontró el teléfono. Sin llegar a sacarlo, bajó la cabeza y escribió: “Tenías razón, hay fotos. Venite”. Le dio enviar y miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie la miraba. Soltó el teléfono, sacó el pastillero con los remedios y cerró la cartera con torpeza, justo cuando el mozo ponía su taza sobre la barra. Trató de acomodar el flequillo pegado sobre los párpados, la llovizna había estropeado el efecto del rulero que se ponía por las noches antes de dormir.
Revolvió efusivamente el té aunque no le había puesto la sacarina, se metió la pastilla rosada en la boca, tomó el primer sorbo y saltó en el taburete con un gesto de espanto, buscó al mozo con la mirada y le pareció que se reía.
−¡Mozo, le puso agua tibia! Está intomable. ¡Cómo decayó este lugar, mi Dios! Con razón no viene nadie, se van todos al de la otra cuadra, donde por lo menos saben hacer un té.
 −Si no le gusta, puede ir al otro…−le contestó desde lejos y las dos personas de la mesa que estaba atendiendo miraron en dirección a la barra.
−¡Pero qué viejo atrevido! –Marcela ya estaba decididamente gritando y su ojo izquierdo comenzó a parpadear de forma incesante.
−¿Qué pasa? –dijo Carlos, que se había mojado la cabeza con agua fría y parecía que estuviera sudando a mares.
−¡Que el té es un asco y encima te faltan el respeto! ¡Les voy a hacer una denuncia en Defensa al Consumidor! ¡No saben con quién se metieron! ¡Yo soy a-bo-gada, señor!
−Pará Marcela, tranquilizate –Carlos le sujetó fuerte el brazo y al mismo tiempo sacó un billete que puso sobre el mostrador, con la esperanza de que cubriera la consumición y el escándalo. Levantó la mirada apenas para buscar al mozo que se hacía el distraído y dijo entre dientes:
−Disculpe, la señora tuvo un mal día, está muy nerviosa.
−Vamos, Marcela, salgamos de acá antes de que nos denuncien por malos tratos –Carlos se las arregló para mantener la sonrisa mientras la arrastraba hacia la puerta.
−¡No podemos irnos! ¿Qué hacemos con las…
Antes de llegar a la puerta, ésta se abrió y  se toparon con un hombre de gabardina azul empapada y barba ensortijada que le llegaba hasta el pecho. Los ojos celestes apenas entreabiertos revelaban una miopía extrema. O una ceguera, tal vez. Sin embargo, no tardó más de un segundo en decir con voz afónica:
−Perdóneme, Carlos. Demoré porque tuve que estacionar como a diez cuadras. ¡Justo hoy que vine sin paraguas!
−Perdóneme, perdón perdón, demoré demoré, justo sin paraguas –murmuró Marcela mientras movía la cabeza hacia adelante como aceptando la disculpa.
Bubilla la saludó con un beso y ella disimuló el rechazo al sentir esos pelos húmedos incrustándose en su mejilla. Él estrechó la mano de Carlos y fingió no reparar en que llevaba a Marcela prendida del brazo. Los tres estaban al lado de la puerta entorpeciendo la entrada al local cuando Carlos hizo ademán de salir.
−Tenemos que irnos, nos llamaron urgente…
−Pero le traje lo que arreglamos –dijo Bubilla mientras buscaba en el bolsillo interno de la gabardina.
−Espero que sí –dijo Carlos serio por primera vez. Soltó a Marcela y apoyó la palma en la puerta vaivén.
−Mejor nos quedamos acá, está lloviendo… −insistió Bubilla todavía con la mano bajo la gabardina.
Carlos vio asomar un sobre amarillo. Miró sobre su hombro y encontró los ojos del mozo clavados en él, una pareja en una mesa también lo observaba, mientras Marcela gracias a Dios había quedado muda. Y él estaba parado a centímetros de la salida rozando la gabardina azul de Bubilla, deseando estar en otro lugar, o mejor aún, desaparecer. Sintió que el corazón latía acelerado, las sienes estaban a punto de estallar y le faltó el aire durante una eternidad en la que ninguno dijo palabra, hasta quién sabe cuántos segundos después, cuando el sonido de una cucharilla revolviendo un pocillo de café lo trajo de vuelta al local.
−Adelantate, Marcela, que yo ahora te sigo.
−Pero…−aunque el empujón de Carlos no dejaba lugar para el debate, ella igual lo intentó— no tengo paraguas...  
Farfulló intentando sacudirse la mano que la empujaba, pero la puerta se abrió en ese momento para que entraran dos personas que pasaron en medio de ellos y Bubilla, y Carlos aprovechó el movimiento vaivén para colocarla del otro lado. Su cuerpo enclenque no pudo resistir el envión y quedó expuesta, bajo la lluvia y con la puerta cerrada tras ella. 
Al otro lado de la peatonal una mujer resguardada en el ancho portal de un edificio no le quitaba los ojos de encima. Vestía gabardina beige y tacos altos, el cinturón con doble nudo al estilo parisino le marcaba la cintura. Elegante y bien peinada, sus rulos resistían heroicos la humedad. Marcela la miró y le hizo una seña negando con la cabeza mientras se cerraba el abrigo. Antes de irse, se volvió para mirar por el ventanal, Bubilla hablaba cerca del oído de Carlos y le pareció que éste crispaba los labios. Pensó que ojalá no se alterara demasiado con las dichosas fotos y deseó que se hubiera acordado de tomar la medicación, debería haberle insistido más. Advirtió que el mozo la observaba desde el mostrador y le dio la espalda con un gesto de desdén, revoleando su rubia melena ahora tristemente empapada. Luego, echó a andar rengueando abrazada a la cartera negra.
La mujer del portal permaneció inmóvil. Desde donde se encontraba, podía ver claramente y sin mojarse, qué sucedía en el local a través de los ventanales. El hombre de gabardina azul había puesto el sobre en manos de Carlos que estaba revisando su contenido. Y ella podía ver, por ejemplo, el cuerpo de su marido tensarse al mirar las fotos que sacó a medias del sobre. Podía ver cómo se llevaba el pañuelo a la frente y podía imaginar las gotas de sudor corriendo copiosas hacia la papada. Pudo ver también cuando se llevó el sobre al pecho y abrió la boca como quien canta un Aleluya. Ella casi sonrió, estiró apenas los labios pintados de rojo, cuando percibió la pérdida de fuerza en la cara, la boca torcida como quien ha recibido un golpe brusco y súbito anunciando la interrupción de flujo sanguíneo al cerebro.
Vio que Bubilla extendía la mano hacia Carlos y pareció que intentaba sostenerlo, pero alcanzó justo a quitarle el sobre amarillo de la mano antes de que el otro desapareciera de su vista en caída libre.
La mujer de Carlos pudo ver al mozo levantar los brazos al cielo y gritar, quizá que llamaran a la emergencia, antes de agacharse y quedar oculto tras las mesas contra el ventanal. Pero ninguna ambulancia sería capaz de llegar a través de las calles angostas y la muchedumbre con paraguas. Como Bubilla estaba al lado de la puerta, solo tuvo que retroceder un paso para desaparecer sin que nadie reparara en él. Al pisar la calle se subió el cuello de la gabardina, miró a la mujer del portal y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, una reverencia que dejó su barba apretada contra el pecho, y se perdió en el gentío.
La mujer apretó los puños en los bolsillos como sujetando la esperanza. Haber sustituido las pastillas esa mañana quizá aumentaría sus chances de éxito. Pensó que los días lluviosos le traían suerte y sintió unas repentinas ganas de cantar una vieja canción acerca de la lluvia. Solo restaba esperar que este ictus fuera el último, el definitivo. Y ella tenía toda la tarde para esperar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

CHIRU CHIRU Denisse Vargas

EL CAMISÓN BLANCO Daniela Trapé

LA REGLA DE ORO Jorge Chartier