EL PREMIO Diana Huarte


A los 62 años, y luego de haber escrito novelas y cuentos desde los veinte sin que nadie lo notara, Liz Popper había alcanzado la fama: una de sus novelas había sido llevada a la pantalla por un famoso cineasta y ganado un Oscar.
La fama, sin embargo, había llegado tarde. Postrada en la cama de un hospital con una metástasis de cáncer pulmonar no podría asistir a la entrega de los Oscars, así que decidió de todos modos participar vía Skype en la fiesta.
Con un rostro desdibujado por el dolor - había rehusado el uso de la morfina que la anestesiaba -  se dirigió a un público un poco perplejo.
- Quiero agradecer a todos por este premio. Como sabrán estoy en los últimos momentos de mi vida y esto ha sido una alegría inesperada, pero por favor, no quiero hacerlos sentir mal. Ustedes, aunque se vistan con todas sus galas, también encontrarán la muerte en algún momento, la única diferencia es que yo sé que la mía vendrá por mí muy pronto.
Acomodó descuidadamente el catéter que tenía insertado en la vena de su brazo izquierdo y continuó.
- Aunque tal vez - ¿quién lo sabe? - a la salida de esta fiesta alguno de ustedes tenga algún accidente automovilístico, sea víctima de algún atentado terrorista, o quizá alguno de sus hijos esté muriendo en estos momentos y la noticia les llegue más tarde.
Agregó unas palabras más de agradecimiento y se despidió.
La fiesta terminó inexplicablemente temprano.
Al retirarse, las estrellas de Hollywood abrocharon muy bien sus cinturones de seguridad,  dieron a sus choferes indicaciones ridículas, y abrazaron o llamaron  a sus hijos al llegar a sus hogares, que tomaron esto último como un hecho extraño ya que era casi medianoche.

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