DIENTE DE LEÓN Claudia Lozano
A sus once
años de edad, Diana tenía ya una vasta experiencia en descalificar los
esfuerzos que su padre Carlos ritualísticamente llevaba a cabo cada mes para
redimirse y cambiar su conducta. Para
ella, había algo mucho más importante y
placentero que la hacía siempre querer acompañarlo a llevar a cabo aquel ritual
repetitivo de promesas sin sentido.
Diana amaba
a Carlos, su padre, ese hombre alto y moreno que trabajaba de sol a sol para
pagar la hipoteca de su casa y para que
su pequeña familia tuviera lo suficiente para vivir en una forma por
demás modesta . Para Diana, Carlos era
un buen padre y sin duda las amaba. Claro, eso de lunes a viernes, porque todos
los fines de semana sufría una transfomación que lo volvía un monstruo destructor y despiadado que
llegaba a la casa con los ojos perdidos y vidriosos, la razón obnubilada por el
alcohol, y el amor y la compasión por su familia tan empequeñecidos que fácilmente
cabrían en la cabeza de un alfiler.
Aquel sábado, como siempre, cuando dieron las nueve
de la noche y Carlos aún no había
llegado, la cara de Elvira, la madre de Diana, se cubrió con la usual máscara
de angusti, que anticipaba la batalla campal que se desataría en cuanto él
llegará, y que a Diana y a sus pequeñas
hermanas, Lola y Carmen, les hacia
sentir en el estómago un cosquilleo que las obligaba a ir al baño a cada rato.
Elvira, sentada en la sala, había empezado a rezar y a llorar quedito y las niñas, calladas a su lado, a llenarse el
corazón de angustia. Poco después de las doce de la noche, la puerta de la sala
se abrió de golpe. Ninguna se despertó, porque nadie había sido capaz de
quedarse dormido sabiendo lo que con toda seguridad iba a suceder.
Carlos
caminó tambaleante hacia la cocina, se sentó a la mesa del pequeño antecomedor
y empezó a gritar a todo pulmón, usando todas las majaderías que se sabía, exigiendo
que se le diera de cenar.
–Por favor siéntate, ahora te sirvo- le suplicó Elvira al tiempo que entraba a la
cocina.
Torpemente, Carlos se sentó a la mesa. Ella, con mano temblorosa, calentó el mole de
olla que había preparado ese día. Puso en la mesa un plato pequeño con unas
piezas de limón y cebolla picada. Sirvió el guisado caldoso en un plato hondo y
lo puso en la mesa con tal torpeza que
el caldo se derramó sobre la ropa de Carlos.
Carlos se
paró furioso, la agarró por el cuello
con la mano izquierda y con el puño cerrado empezó a golpearle la cara
repetidamente. Al oir los golpes secos, las niñas corrieron hacia allá y sin
decir una palabra empezaron a golpear y a patear a su padre.
Él parecia
totalmente encegucido, repartiendo golpes a diestra y siniestra. Diana y Lola
se replegaron contra la pared, Elvira cayó al suelo y Carmen corrió en silencio
hacia ella. Elvira la envolvió en sus brazos para protegerla mientras él le pateaba la espalda. Carmen apretaba los ojos con fuerza para no
ver lo que sucedía en aquel pandemónium de violencia, donde solo se podían escuchar
los gritos e improperios de Carlos, los
golpes que le propinaba a su esposa y uno que otro gemido de dolor de ella.
Diana y Lola
arremetieron a golpes contra su padre nuevamente. Él golpeó a Diana en la cara
y ella sintió el sabor de sangre en su boca. Aún asi, siguió pateándolo. Él no
se inmutó y tomó con su manaza la cabeza
de Lola y empezó a apretarla contra la pared. Al ver que Lola parecía estar
perdiendo el sentido, Elvira se levantó, corrió hacia ellos y gritó:
-¡No la aprietes así que la estás asfixiando!
¡La vas a matar! ¡Nos vas a matar a todas! ¡Eres un mal padre! ¡Vete de aquí!- al
tiempo que lo empujaba para que soltara a la niña.
Las palabras
de su esposa le hicieron reconectarse súbitamente con lo que estaba pasando. Cuando comprendió lo que estaba haciendo se quedó estupefacto y
la soltó, ella abrió desmesuradamente la boca y cayó al suelo. Elvira la
tomó entre sus brazos besándola y hablándole
con ternura.
Con torpeza,
Carlos dio unos pasos hacia atrás y permaneció estático por unos momentos tratando
de comprender lo que pasaba a su alrededor. Diana tomó a Carmen de la mano, la
guió hasta donde estaba su madre y después se paró erguida y desafiante entre ellas y su padre. Al ver la cara de su hija, llena de sangre y lágrimas,
con el labio reventado aún sangrándole, él abrió los ojos desmesuradamente.
Luego levantó sus manos hasta la altura de su cara. ¡Estaban
llenas de sangre! Sus dedos se crisparon, sintió como si alguien le
hubiera vaciado una cubeta de agua helada sobre la cabeza que lo hacía súbitamente
despertar de un sueño profundo. Abrió desmesuradamente los ojos e intentó decir
algo pero no pudo emitir ni un sólo sonido por algunos segundos. Poco después emitió
un grito salvaje que salió desde el fondo de su alma.
-¡Dios mio,
qué he hecho!. En eso volteó y vió a su esposa y sus otras dos hijas abrazadas
llorando, mirándolo llenas de terror. Carlos tenía al frente una escena dantesca.
Sintió como si protagonizara una película
de horror producto de una pesadilla. Cerró los ojos deseando que aquella escena
se esfumara, pero al abrirlos de nuevo se dio cuenta de la magnitud de sus
acciones.
-¡Cómo he
sido capaz de hacer esto una vez más! ¡Soy un gusano que no merece vivir! - gritó
lleno de desesperación y arrepentimiento. Empezó a llorar sintiéndose culpable
y avergonzado. Quizo acercarse a su esposa y sus hijas para auxiliarlas pero la cara de terror que
pusieron lo detuvo en seco.
-¡Perdónenme! ¡Por favor perdónenme! ¡No quise
lastimarlas! –les dijo lleno de arrepentimiento.
Elvira, con los ojos llenos de lágrimas le
gritó
-¡ Sal de
aquí, déjanos solas!
Sintiendo un
dolor que le laceraba el cuerpo, él se dió
media vuelta y sollozando se encaminó
hacia su recámara con paso lento y encorvado, con el peso de un sábado más sobre su espalda.
Casi una
hora después Carlos roncaba, mientras Elvira y las niñas en la habitación
contigua habían juntado las tres pequeñas camas y se acurrucaban unas a otras. Todas lloraban en silencio, Elvira resignada
con la cruz que le había tocado cargar, las niñas con cien preguntas sin
contestar pero con la seguridad de que aquel sábado había por fin terminado.
A la mañana
siguiente, durante el desayuno, ignorando los
cuatro pares de ojos abultados y
el labio hinchado de Diana, Carlos interrumpió el silencio que había reinado en
la casa desde muy temprano, y le pidió a ella que en cuanto terminaran lo
acompañara a la Basílica de Guadalupe.
Poco después
de las nueve, los dos salieron de la casa. Era una mañana tibia y soleada de invierno. Ella
iba tomada de la mano derecha de Carlos, quien cargaba en la otra mano un pequeño
maletín de lona verde en el que sólo había un rosario de cuentas de vidrio azul. Caminaron las cuatro cuadras que separaban su casa del Río de los Remedios.
Era una calle llena de fábricas de equipo eléctrico, todas con enormes bardas blancas, que a Diana le parecían
fantasmas gigantescos que amenazaban envolverla en medio de aquel silencio sepulcral que
siempre había los domingos a esa hora del día. Los dos caminaban sin
hablar. Ella no entendía por qué ahí,
fuera de su casa, se sentía segura y amada al lado de su padre.
Cuando empezaron
a caminar por la orilla del río, el olor
de eucalipto le llenó a Diana de golpe
los pulmones produciéndole una sensación de frescura que la envolvía por
completo y que la hacía sentirse parte
de todo lo que veía a su alrededor, lo que
le provocaba una alegría indescriptible.
Diana dirigió
su mirada hacia el agua del río, que no
debía tener más de un metro de profundidad.
Había un buen número de niños mayores que ella bañándose semidesnudos, chapoteando o tratando de nadar
en medio de una algarabía que competía directamente con la sinfonía casi
ensordecedora del canto de los pájaros posados en las ramas de los árboles. Había flores y pasto por
doquier, y la inmovilidad de los enormes troncos blancuzcos de aquellos perfumados
gigantes de madera, contrastaba con las
locas carreras de las lagartijas que subían y bajaban por ellos.
Carlos se
detuvo para arrancar un diente de león que estaba completo, lo cual se
consideraba una suerte y una oportunidad especial para pedir un deseo.
-Este es para ti, - le dijo, y continuó - ya sabes
qué hacer. Cierra los ojos, sopla fuerte para que no quede ni una sola semilla
en el tallo y pide un deseo- terminó,
poniendo la frágil flor en su mano al tiempo que le daba un beso en la mejilla.
Ella
suspiró, se acercó la flor a la boca, sopló tan fuerte como pudo y no muy
convencida pidió en silencio que no hubiera más sábados, para que se acabara la
violencia tenaz que ella, sus hermanas y su madre padecían.
Siguieron
caminando sin hablar por casi una hora .
-¡Esta vez
hija, sí voy a lograrlo, voy a cumplir
la promesa que le haga a la Lupita,!. ¡Tú serás testigo de que cumpliré mi
promesa!-le dijo su padre lleno de emoción, rompiendo el silencio.
-¡Ay papá!, ¡Pobre
virgencita de Guadalupe! - le respondió
Diana elevando los ojos - ¡Siempre dices lo mismo!
-En serio,
créeme que esta vez sí será de a deveras - le respondió Carlos lleno de
seguridad.
-Bueno, como
tú digas. ¿Me compras un helado?-
-Si, cuando
lleguemos a la calzada de los misterios, en la Michoacana. Ya sabes que ahí
siempre empiezo mi recorrido - respondió
Carlos.
Diez minutos
después, descendieron para tomar una calle que los llevó
directamente a la Michoacana.
-¿ De qué
quieres tu helado? - preguntó Carlos-
-De fresa -
respondió Diana con los ojos bien abiertos y una sonrisa que revelaba el
anticipado placer de llenarse la boca
con su helado favorito.
-Ven aquí -
le dijo su padre entregándole el helado - Sentémonos aquí un momento. Voy a prepararme.
Sabiendo ya
de memoria aquel ritual sin sentido, Diana se dedicó con gran placer a saborear
su helado de fresa y a mirar con indiferencia
a los peregrinos que iban por la avenida hacia la Basílica de Guadalupe,
con las rodillas sangrantes y el dolor reflejado en el rostro. Mientras, Carlos
se quitaba los pants, los tenis y los
calcetines que traía puestos, dejándose
encima solo un par de shorts y su
camiseta blanca.
Abrió la
pequeña maleta que traía, sacó el rosario de cuentas azules, metió los zapatos y la ropa cuidadosamente
doblada y dijo ¡Listo! - con una sonrisa.
-Vamos - le
dijo a Diana entregándole la maleta. Con el rosario entre las manos se puso de rodillas.
-¿Tardarás
mucho?- le preguntó Diana con un poquito de impaciencia.
-No, no te
preocupes, intentaré avanzar lo más rápido que pueda, aunque quizá me tarde un
poquito al final, porque entonces el dolor en las rodillas es canijo.
Diana alzó
los hombros y terminó de saborear el último
pedazo del cono de su helado. Carlos se
arrodilló, se persignó tres veces y dijo lleno de devoción.
-¡Madre
mía! Vengo a pedirte perdón por todos
mis pecados y a prometerte que nunca más volveré a emborracharme ni a pegarle a
mi esposa, ni a mis hijas - y con el rosario entre las manos empezó a avanzar sobre
la dureza del pavimento.
Diana se colocó
junto a él y empezó a caminar a su lado convencida de que todo el esfuerzo que
había hecho esa mañana para soplar fuerte y echar al viento todas las semillas del diente de león, no
servirían de nada. Sabía que con toda
seguridad en unas pocas semanas su padre rompería su promesa, y que inmediatamente
después ella tendría el gran placer de caminar a lo largo del río llenando sus
oidos con el canto de mil pájaros y sus
pulmones con aroma de eucalipto.
Y sobre todo,
de que podría disfrutar otro delicioso helado de fresa.
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