EL FUNERAL Paula Natalizio

“Com uma tal falta de gente coexistível, como há hoje, que pode um homem
de sensibilidade fazer senão inventar os seus amigos, ou quando menos, os seus
companheiros de espírito?”
Sire Fernando
Antonio Nogueira Pessoa
“Rei de Holisipo”
Las
celosías se abrieron acompañadas por la brisa primaveral, como abrazando el ajetreo
y los rumores urbanos. Fuera, el rechinar del tranvía galopando en los rieles,
el cantar de los pájaros y las voces que pasaban peregrinas, completaban la
armonía del paisaje de una Lisboa apenas madrugada.
Era
evidente que la ventana había quedado mal cerrada, nadie había vuelto a entrar
desde la noche anterior. Nadie, hasta que la señora Lina fue llamada por el
danzar de las cortinas, que se aventuraron sin pudor a seguir el compás del
viento.
Entró
en automático, respondiendo al llamado de las telas. Ni siquiera miró por dónde
caminaba, no hacía falta. Tampoco dedicó tiempo a observar el féretro, desde el
anochecer del 30 de marzo que lo estaban llorando; para ella, que era como de la
familia, se había ido su niño, un poco mago, un poco loco y muy genio.
Fue
un resplandor lo que le llamó la atención, o mejor dicho, que el resplandor no
estuviera. Faltaba el arcoiris que durante las precedentes mañanas había coloreado
el cristal de sus anteojos. De improviso, se giró sobre su eje en dirección al
ataúd. Fernandiño no estaba. Enfiló la cabeza hacia el cajón, como buscando no
se sabe dónde, más allá de qué. Todo intacto, sólo faltaba el cadáver.
Salió
como una exhalación hacia lo de la vecina de enfrente, la única en el barrio que
tenía teléfono; su aliento no era suficiente para correr hasta la comisaría.
Los oficiales tardaron relativamente poco en llegar, aunque a Lina los minutos
le fueran interminables.
Recorrieron
todos los ambientes, del primero al último, escrutando escrupulosamente cada
recoveco del estudio y aledaños; era allí donde habían elegido rendirle
honores, entre sus libros, sus notas, su tinta. La cara de estupor de los
hombres desconcertó a Lina, quien aguardaba paciente, acomodada tímidamente en
un rincón.
Uno
de ellos, el más alto, la abordó con preguntas sobre detalles que no recordaba,
o más bien, que no conocía. Nadie se explicaba la desaparición del difunto, ni
por dónde, ni porqué. Otros testigos fueron invocados a la escena y la
situación se volvía cada vez más confusa. Sólo quedaba claro que hoy estaba
previsto el funeral a las once, después de tres días de riguroso luto y que los
homenajes serían forzosamente suspendidos.
Lina
continuó sirviendo café y bizcochos hasta caer el crepúsculo, cuando finalmente
decidieron precintar el recinto y posponer la labor para el día siguiente.
Habiendo cancelado las huellas de la transitada jornada, Lina abandonó el lugar
denunciando su partida con un sonoro girar de llaves.
Finalmente
el silencio se adueñó de la casa.
El
estudio había quedado sellado, puerta y ventanas eran ahora inaccesibles,
deviniendo el testigo taciturno de un crimen, un misterio, una paradoja.
Cómplices y no menos responsables del mutismo, estaban sus infinitos libros,
que por el momento habían decidido no hablar.
- . -
El
primero en llegar fue Christian Rosenkreutz, al que ningún sigilo o muro ha
jamás detenido. Lo delataba su andar medieval precipitándose estruendoso sobre
unos peldaños no muy lejanos. Su tosquedad se volvía sutileza en la lírica de
su hablar. Cobijaba algo indistinguible velado bajo su manto; tenía aires de
misterio, cuando lo perdí al pasar, bifurcándose en la penumbra.
Seguidamente
vi al joven Alexander Search en su traje de liceo insinuándose desde el corredor;
se mimetizaba detrás de Ferdinand Personne, quien portaba un ramo de rosas carmesí,
por si acaso estuviera Ofelia.
Empezaron
a llegar otros, eran muchos, tantos; arribaban de todas partes, partes que tal
vez se escondieran en los libros. El perfume de las maderas y la tenue luz de
una lámpara agonizante aturdían el encierro de las paredes. La habitación nos
estaba quedando chica, se intuían siluetas hasta el pasillo y presencias en la
alcoba contigua. Un gran espejo diseñaba nuestras
ánimas transitando con frenético vaivén alrededor
de una vara que sostenía un lecho vacío, aquél donde debería reposar Fernando. Tuve
el impulso de abrir la ventana en busca de sosiego, no lo seguí. Alzando la
mirada, entre las sombras, vi a Álvaro de
Campos y a Ricardo Reis que a pesar de las circunstancias discutían sobre
política, como siempre. Me dirigía hacia ellos cuando despuntó entre la turba
un rostro querido y familiar.
-
Maestro, exclamé. Y lo abracé con
el afecto con que se estrecha a un padre.
Alberto
Caeiro me respondió con la misma efusividad, siempre supe que era uno de sus
discípulos más queridos
-
Soares, está hecho un hombre!
Replicó a mi abrazo.
Cuando
sentí el contacto físico del encuentro, percibí un objeto ajeno entre sus
manos. Se reveló un libro, lo reconocí por el color y por la rugosidad de su
cubierta, que raspaba con solo mirarla. Era el único que Fernando había
publicado en nuestra patria.
Alberto
aclaró la voz para llamar la atención. Inspiraba respeto, a veces temor y todos
nos callamos expectantes.
-
Estimados compañeros, profirió.
Como verán tengo en mis manos el libro Mensagem
que nuestro hacedor nos legó. Fue custodiado durante todos éstos años por
nuestro amigo Rosenkreutz, mayormente conocido como el rosacruz. En él, se
incluyen todos los versos que pudieran leer los hombres, pero sólo en este
ejemplar se inserta otra página, la del conjuro de nuestra unión.
Comprendí
entonces que aquella cosa misteriosa que ocultaba el cruzado era el motivo de su
presencia en esta tumultuosa reunión. Fantaseaba con el contenido del escrito
cuando Chevallier de Pas rompió la solemnidad estallando en una carcajada. Él
le había infundido la idea de que la epístola es un arma muy poderosa.
Su
portentoso vozarrón nos llevó a antiguas vivencias de una infancia ávida de
conocimiento, evocando un pasado que irrumpía cual andanada de brisa fresca;
-
Recuerdo las cartas que le dictaba
de niño y de cómo exigía con inocente vehemencia explicaciones respecto a mi
incompresible enseñanza
Ricardo
se sumó a las acotaciones contribuyendo a ampliar las imágenes de aquellos tiempos
mozos, cuando ponderaban la entereza de seguir un destino que iluminara la
voracidad de la noche. En tanto, Álvaro
divagaba sobre el entusiasmo compartido en cuanto al frenesí del acero y el
cemento armado, que ponen fin a la cínica felicidad mundana, culminando en la revelación metálica y dinámica de Dios. El
filósofo buscó complicidad en sus miradas silenciándolos con la mueca de su
ceja combada. Abrió el libro, clareó nuevamente la gola y retomó la palabra
dando vida al mensaje.
“Queridos
hermanos, amigos, compañeros de coexistencia, de alma…
Ha
llegado el momento de reunirnos en un único diálogo, convertido en soliloquio; que
envolviéndose en sí mismo, nos ciñe con su gesto. Juntos hemos vencido la
batalla, viviendo decenas de vidas en una, sin temor al sentimiento.
Es
tiempo de izar nuestras velas, que soplan el mismo viento y nos transportan al
mar y su acantilado, a nuevos puertos, muelles, entendimientos. De vivir el instante sobre las aguas eternas,
que bañan vagares viejos.
Mi alma se une con lo que apenas
distingo, ya que con ustedes la reparto; ustedes, que no
son otros que el engendro onírico de mis versos.”
Lo
había firmado con sus iniciales FANP. Campos
estaba emocionado, se identificó en sus palabras, todos lo hicimos.
Tal
vez haya sido el hecho de no tildarme de Bernardo, con que me envalentonó Caeiro,
o quizás el coraje sea parte de mi índole, lo cierto es que si bien prefiero la
escritura, esta vez tomé la palabra;
-
Amigos, les pido un momento de conjunta
reflexión. Fuimos convocados a honrar a quien nos diera el habla, un rostro, un
cuerpo, una psicología y las mil facetas de sus máscaras. A través de las
palabras por él escritas, cobramos forma y materia, aquellas a las que nuestros
libros dieran vida.
Sentí
que había cautivado el interés de la audiencia, no se oía un solo murmullo a
excepción del eco de mi voz. Continué entonces, convencido y
convincente:
-
Nosotros somos los fractales, las partes completas de un todo que nos
contempla y ciñe en su todo mismo. Es cierto, hemos vivido tantas existencias
en una, pero no debemos olvidar que no somos otro que nosotros mismos. Ahora,
junto al progenitor de nuestra esencia, navegaremos en el mismo abismo;
acuñando eternamente lo que siempre hemos sido, un hombre, un pensador, un
amante, un místico, un trabajador, un maestro, un filósofo, un poeta y sus amigos.
No recuerdo qué fue lo que atrapó
nuestras miradas que se posaron sobre el espejo al unísono. Se erguía imponente
detrás del féretro monopolizando la perspectiva, esparcido del suelo al
cieloraso y fue allí que nos vimos consumados al infinito. En la imagen nos
aguardaba Fernando, ahora sí tendido en su ataúd de pino. Nos descubrimos en su
destello y en un instante impreciso en el cual se viera la foto conjunta de un
padre yacente circundado de su hijos. Fue un momento suspendido en el tiempo y
el espacio, entre la realidad y lo ficticio. Duró lo que tarda un relámpago
fogoso en besar la Tierra; luego, en el mismo reflejo, nos redescubrimos en el
rostro de nuestro creador, que no era otro que nuestro rostro mismo.
El
reloj de péndulo irrumpió sonando las campanadas de una hora que nunca supimos
y que sin embargo era la nuestra. Seguimos nuestro camino por el pasaje interno,
al final del cual nos aguardaba la escalera.
La
habíamos construido con las piedras recogidas en todos estos años, devenidas palabras,
versos, estrofas, anhelos y metáforas sueltas. Cada una contribuyó a curvar o
cuadrar sus ángulos, diseñando con geometría perfecta un pensamiento exterminador
de caos, desvelando sus acertijos.
Era
empinada y perfumaba a musgo, un caracol de roca y fango que invitaba a subir
al infinito. Un espiral que desemboca en el abismo, ese abismo que no es el de
los hombres, sino el que recompone el todo y la nada en un universo que no es el
soñado sino el real.
Uno
de los muchachos se paralizó, impidiéndonos continuar. Reconocí la incertidumbre
en su mirada, le infundí confianza palmeándole el hombro para que no
entorpeciera el paso. Antes de cerrar la fila y disponerme a subir, eché un último
vistazo a nuestro camarada. Me enternecieron su fragilidad y la fuerza de su fundamento,
aquél que fuera nuestro hogar. Un temblor estremeció mi calma al ver su cuerpo
solo y demacrado, abandonado a la crueldad de nuestra ausencia. Mi intuición
atenuó dulcemente la ansiedad de mis nervios, confirmándoles que en breve
estaríamos reunidos.
Algo
me empujó a seguir la marcha, esta vez seguí el impulso y me dispuse a continuar
hacia la casa del Espíritu que
nos diera conciencia y libre albedrío, perpetrándome en la falsedad de la
muerte, como un loco que extraña su alma.
- . -
Al
amanecer del 3 de abril, la primera en llegar fue la lealtad de Lina, quien se
dispuso inmediatamente a preparar café. Poco después llamaron al portón, eran
los mismos oficiales de ayer que reemprendían su rutina. Primero liberaron la
puerta y una vez dentro se apresuraron a hacer lo mismo con las ventanas, en
busca de un poco de luz. Al principio no se dieron cuenta, fue luego de haber
absuelto la habitación de su claustro que descubrieron que Fernando había
regresado a casa.
Observaron
impertérritos la curvatura de su nariz, la agudeza de sus pómulos, la debilidad
de su carne. Un escalofrío recorrió sus cimientos, se miraron en busca de
inútiles respuestas. Ninguno se expresó, no se atrevieron.
Recurrieron
nuevamente al testimonio de Lina, quien había visto menos que ellos y no entendía
de qué le estaban hablando.
Pensaron
en atribuirse un acto heroico pero enseguida comprendieron que podría ser un
arma de doble filo, sobre todo si la prensa metía las narices donde no la
llamaban.
Habiendo
deliberado lo suficiente, decidieron apelar al sentido común, inventándose una
historia de pericias y autopsias que habían impuesto el traslado a la morgue
antes del funeral. Todos convinieron que era la mejor opción, incluida Lina.
Temían pronunciar en voz alta lo que estaban negando; que era cosa de brujería
o de magia, quién sabe. Quizás fuera entonces que decidieron no nombrarlo nunca
más en vano.
Poco
después de las diez, el cortejo fúnebre estaba pronto y organizado. Celebraron
la ceremonia a la hora predispuesta, como si nada hubiera pasado, como si el
tiempo no existiera.
Llovía,
sin embargo había arcoiris que pintaban el humor del cielo, porque
extrañamente, llovía con sol.
“I
know not what tomorrow will bring”
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