EL LIBRO DE TUS VISITAS José Luis Gutiérrez Trueba

No caí en la
cuenta hasta que abrí el armario para colgar el traje. Quizás si lo hubiera tirado
en el sofá como siempre, no habría caído en la cuenta de nada, pero aquella
noche estaba tan cansado de trabajar todo el día que confundí la pereza con la
desgana. Cuando llegué al hotel puse la colonia y el cepillo de dientes de mi
neceser en el baño, las mudas en dos montoncitos sobre la cama, las zapatillas perpendiculares
a la alfombra, el libro de lectura en la mesita. Mi nuevo hogar caducaba en
siete horas y no sé por qué hice lo que nunca hago, y como no lo sabía también
me fui hasta el armario para colgar el traje. Era enorme, se podía entrar y
estar de pie y correr maratones dentro. La moqueta seguía siendo verde, me
tumbé como hace unos años cuando dijiste que aquel era el único claro seguro del
monte para acampar y pasar la noche. Maravillosa loca, y así fue, dormimos
dentro.
Después de
pagar la noche, a la mañana siguiente me acerqué hasta el baño del fondo del
recibidor. En la esquina, junto a la planta inerte y la lámpara de pie que
venden en un pack juntas, estaba el libro de visitas. A ti te encantaba
escribir algo con ese boli verde y gordo que invernaba en tu bolso. Había que
ser muy cursi o estar amargado para triunfar en esa novela de carretera, por
eso siempre lo hacías tú, que no eras ni cursi ni amargada. Pasé un montón de páginas
hacia atrás, no recordaba cuándo pudo haber sido. Continúe pasando más páginas
hasta que arriba en una esquina, esa letra verde llena de claraboyas y
rascacielos decía: “La cama está dura, el armario se derrite. Popeye y Oliva”. Hasta
que abrí el libro de visitas no caí en la cuenta de que seguía enamorado de ti.
Creo que la
casa andaba más o menos cerca de la ciudad, hora y media a lo sumo, recuerdo
que habíamos estado visitando varios pueblos seguidos, de esos que alguien
decide que estén en línea recta. El vuelo era por la tarde, así que tenía tiempo
suficiente para llegar. Pagué una millonada, aunque el taxista insistió en que me
había hecho un precio especial por aquel trayecto en forma de u, uve y uve
doble. Tuvo que esperarme afuera unas cuantas veces, fuimos a varias casas
hasta que por fin, en una selva de viñedos, encontré en la que nos habíamos
quedado. Mientras una familia con cuarenta niños monopolizaba la recepción, ojeé
el libro de visitas al que nadie hacía caso, y al rato aparecimos: “Hemos
pasado aquí 33.456 días fantásticos, sobre todo los cuatro en los
que hubo agua caliente”. Reservé una
sola noche, pedí el desayuno a primera hora y un coche de alquiler en la
puerta. Cuando me preguntó mi nombre me moría por decirle Ulises, que Penélope
llegaría más tarde.
Ahora ya no
podía volver a casa. No podía y no quería. Hice la llamada nada más levantarme.
¿Hola?... sí, soy yo, Alfredo… la reunión se alargó bastante, no, no… todo
bien, aceptaron la oferta… sí, tardaron tanto en firmar que perdí el vuelo… no,
me quedé a dormir… oye, si no te parece mal estoy pensando en quedarme unos
días por aquí, me quedan vacaciones y… claro, aquí siempre hace sol, ya sabes
que me encanta este país... vale, vale, muy bien, ya hablamos.
Las dos
semanas siguientes se me hicieron diez minutos. Recorrí el país haciendo
espirales. La ruta del vino, la de los faros, la de la brisa y el viento. En la
catedral más grande del mundo, Karl Marx y su muñeca hinchable se arrodillaron
al ver llorar a Cristo crucificado. En el museo de arte clásico, Salvador Dalí
y Gala le dibujaron patas de elefante a la Gioconda. Conduje muchos kilómetros tras
el olor del mar, buscando la casita a rayas del acantilado. Allí en el libro solo
había un beso, pero hecho con hollín de chimenea. Luego subí la cordillera y creo
que un par de ocho miles, me costó pero encontré el refugio de la montaña, con tu
página llena de arena de playa y una especie de alga disecada.
Y por fin
llegué al castillo del risco, en el que querías colgar chorizos de las almenas.
Más de 33.456 veces soñamos con que nos tocase la lotería. Beber champán, salir
en la tele y empapelar las caballerizas del castillo con billetes morados. Desde
el foso casi ya se distinguía a Dulcinea, así como bailando en la torre de la triste
figura. El puente levadizo era de metacrilato. No había nadie, el hall de entrada
estaba muerto, solo carteles verdes de salidas de emergencia. Fui directo hacia
el libro, custodiado por dos enormes velas que parecían pantallas de plasma.
Por una vez me
leí con calma los electrocardiogramas que escribe la gente con letra plana, fueron
cientos de páginas. Quise medir tu ritmo cardiaco en los suburbios del ángulo
recto, pero tampoco había nadie. Ni Cleopatra ni Marco Antonio, ni John Lennon
ni Yoko Ono. Solo quedaban viejos solares, cuarteados como los países en África.
Muros desnudos sin pintadas ni carteles, sin tu firma con boli verde.
Después de
mucho tiempo, perdido allí estaba mi telegrama. “Bonito sitio. Alfredo Molina y
Sonia Sánchez”. STOP. Arranqué la hoja con rabia, poco a poco empecé a
incinerarla en el candelabro. Mientras sonaba la alarma de incendios me caí y
me levanté mil veces, ni con ese taladro desangrándome en la oreja hubiera sido
capaz de caer en la cuenta.
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