ENFRENTAMIENTO. Silvia Rothlisberger
Como si
hubiera
una región en que el Ayer pudiera
ser el Hoy, el Aún y el Todavía.
una región en que el Ayer pudiera
ser el Hoy, el Aún y el Todavía.
El Tango, Jorge Luis Borges
Después de varios días de enfrentarse
con la página en blanco y sin lograr escribir una sola palabra de su libro, había
salido a caminar para refrescar las ideas. Las calles estaban vacías, era
medianoche y la luz de un bar de antigua fachada lo atrajo como a una polilla.
Junto a la barra había varias mujeres entre las
cuales sobresalía una, altiva, de mirada profunda. Pensó
que si la Lujanera, la que en una sola noche había tenido tres hombres,
existiese en el mundo físico, se parecería a ella. El lugar era un galpón de chapas de zinc y estaba inundado
de malandras valentones de esos que en uno de sus poemas Borges había llamado
chusma valerosa. Asombrado, reconoció entre ellos al mismísimo Rosendo Juárez
el Pegador, con su sombrero alto de ala finita, sentado en la mesa junto a la
ventana alargada fumando un cigarrillo. Sintió que el espacio y el tiempo se habían
transportado al salón de Julia, aquel donde Rosendo perdió su coraje a manos de
otro cuchillero.
Entonces descubrió de pronto que los músicos
tocaban las canciones de El Tango, un disco producto de la colaboración entre
Piazzolla y Borges, precisamente aquel disco sobre el cual llevaba dos días,
casi insomne, intentando inútilmente escribir para su libro. Había escuchado El
Tango una y otra vez en esos días, y cuando no estaba escuchando el long play,
leía incansablemente el Hombre de la
Esquina Rosada en busca de pistas, ideas o quizá inspiración para escribir.
Ya se sentía más cercano al corralero Francisco Real, a Jacinto Chiclana, al
títere y a Don Nicanor Paredes con sus cuchillos, sus puñales, sus corajes, y
sus muertes; que a su propio gato. Aún así, ni una palabra había logrado poner
sobre el papel.
“Ahora solo falta que me encuentre con
Borges y Piazzolla bebiéndose un trago juntos. Lo que sería absurdo después que
Piazzolla dijo que Borges era un sordo ignorante, a la vez que Borges llamaba a
Piazzolla, Pianolla. Es increíble que, a pesar de haber creado esta obra
maestra, hayan sido enemigos hasta la muerte,” se dijo.
Veía a las parejas perder su voluntad
frente a la música y el baile. ¿Cómo había llegado hasta allí? “Pero que
tonterías estoy viendo, cómo pueden estar en el bar de la esquina personas que existen solo en la
ficción, personajes de un cuento”, pensó entonces, en
un momento de lucidez. Había una sola explicación razonable: la obsesión por el
tema de su libro estaba provocando delirios en su mente cansada. Lo mejor sería
regresar a casa, olvidarse de El Tango, de Piazzola y de Borges, de su libro
frustrado. Dormir tres días seguidos.
Llevaba varios minutos mirando fijamente a Rosendo
Juárez, cuando el más joven de los orilleros que estaba
con Rosendo lo notó y se paró frente a él lanzándole un escupitajo. La música se
detuvo y varios empezaron a chiflar. El joven orillero metió su mano derecha en
el bolsillo del chaleco y lo miro con ojos desafiantes. Lo estaba retando para
que salieran a un enfrentamiento a cuchillo.
Lo más parecido que tenía él a un
cuchillo era el bolígrafo que cargaba en el bolsillo izquierdo de su camisa.
Alzó su mano negándose al enfrentamiento con un movimiento de cabeza, lo que
pareció agraviar aún más al compadrito, quien ya tenía el cuchillo en la mano y
apuntaba con la mirada hacia la puerta del bar para que salieran a pelear. Pero
la Lujanera se acercó al orillero y le cogió la mano.
- Déjalo, este no es hombre que valga
la pena – dijo con ira.
El aprovecho la distracción para
escabullirse entre los cuerpos y salir del salón de baile, como había salido,
humillado, el propio Rosendo Juárez en el cuento de Borges que releía desde
hacía varios días. Al pasar por la puerta vio que el cielo estaba lleno de estrellas:
parecían estar unas sobre otras y sintió un leve mareo.
Caminó por la calle oscura sintiendo
que no era nadie. Volteó la mirada hacia el bar de donde salía la única luz de
la cuadra, dio un leve brinco de hombros al notar la soledad que irradiaba el
lugar. La imagen parecía sacada de Los Noctámbulos de Edward Hopper.
Sacó el bolígrafo del bolsillo de su
camisa y lo tiró a un charco. Sintió que, como la Lujanera había dicho, era
alguien que no valía la pena. Le dolía su propia cobardía. No había tenido
coraje suficiente para enfrentarse al desafío de aquel rufián borgiano, no
había tenido coraje suficiente siquiera para escribir sobre gente como él.
Se quedó mirando el bolígrafo en el
charco y veía esas cosas de toda la vida – la página en blanco, la calle vacía,
la luz de la esquina – hasta que descubrió las estrellas reflejadas en el agua.
Entonces comprendió que tenía una historia que contar y que no era de los que
se dejaban intimidar por un reto. Recogió el bolígrafo, lo limpió cuidadosamente
como si fuera la hoja reluciente del más letal de los cuchillos. Alzó la mirada
al cielo estrellado y decidió que ya era hora de aceptar el enfrentamiento.
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