LA FELICIDAD Diana Huarte


Tiene pequeñas arrugas verticales alrededor de los labios que siempre están fruncidos en un gesto que puede ser de desaprobación, impotencia o maldad.
Vive sola y casi nunca sale de la gran casa. Cuando lo hace, sube a su auto y maneja hasta el supermercado para abastecerse de comida y vinos.
A veces la boca fruncida se relaja y sonríe.
Es delgada y su piel firme, pese a estar cerca de los cincuenta.
En el fondo del jardín, ha cultivado varias plantas de cannabis, y cuando éstas dan su fruto, perfectas flores con tonalidades rojizas que parecen explotar y transformarse en criaturas listas para atacar el universo, las cosecha y las fuma con cierta nostalgia.
En este estado es cuando enciende el televisor y pone siempre el final de un mismo video: Funny Games de Michael Haneke: los dos hombres llevan a la víctima amordazada y maniatada a dar un paseo en bote. Anna hace un último intento de escapar, pero es inútil. Uno de ellos se acerca y la besa en la frente, al mismo tiempo que con delicadeza la empuja al agua donde irremediablemente se ahoga. Anna no opone resistencia.
Luego, la mujer apaga el video y lo coloca nuevamente en su caja.
Fuma un poco más, momentos del pasado queman sus pensamientos y explota en una carcajada.
Necesita un trago de agua, la boca seca, la lengua que se pega en sus dientes.
Tiene la disciplina de disponer siempre de botellas de agua  en cada habitación de la casa, ya que si va a la cocina teme abrir la heladera y que el apetito voraz post cannabico la venza.
Al anochecer, la soledad es una carga pesada que lastima desde adentro.



No siempre fue así, una vez hubo un hombre, pero eso pasó hace tiempo. Su recuerdo es una película que se repite cada noche al cerrar los ojos recostada en su cama.
Emilio era nieto de judíos que habían logrado escapar de la persecución nazi, aunque a él la religión le tenía sin cuidado y se autodenominaba ateo. Ella lo había visto por primera vez en la vernissage de un pintor amigo que los presentó, y ahí mismo decidió que ese hombre iba a ser suyo.
Emilio miraba cada obra y expresaba lo que la pintura le transmitía como si vomitara emociones. Ines no sentía emoción alguna así que asentía a los comentarios de Emilio o hablaba sobre la influencia del expresionismo abstracto en la obra de su amigo, crÍticas que había estudiado celosamente previo al evento.
Había un cuadro llamado Mujer Roja: era una especie de figura roja, aunque la obra no era figurativa uno podía imaginarla con cierta forma de mujer, y los rojos eran vívidos y se superponían en diferentes tonalidades que se diluían unas dentro de otras como si no hubiera un principio y un fin. La mujer se deslizaba sobre una superficie verde.
‘Para mi, el fondo verde es la felicidad que la rodea y la mujer se desliza sobre ella sin temor y la acepta con naturalidad’, dijo entonces Emilio.
Ines aprobó este comentario y sonrió, pero en el fondo sintió envidia de él; para ella era solo una mancha roja, una mancha de sangre.
Esta fue la única obra que le inspiró algo, reservó el cuadro y lo compró al día siguiente.
También hablaron sobre cine. Emilio admiraba a Andrei Tarkovsky, tenÍa todas sus películas que de vez en cuando volvía a mirar encontrando siempre algún nuevo detalle. Inés admiraba a Michael Haneke, especialmente dos películas: Benny’s video y Funny Games, pero la versión de 1997, no la yanqui.
“Coincido con lo que decís de Funny Games – le había dicho él aquella noche - cada vez que un director que no es de habla inglesa hace una buena película los yanquis tienen que rehacerla porque no pueden leer subtítulos”.
“Es cierto!”, dijo ella sin poder dejar de mirarlo mientras tomaba dos copas mas de champagne que el mozo les ofrecía y le daba una a él.
Después de un tiempo de cenas, cine y sexo diario, decidieron casarse. Aunque en realidad la que lo decidió fue Inés. Para Emilio el casamiento era solo un papel, pero ante el entusiasmo de ella no opuso resistencia.
Se habían casado en la basílica Nuestra Señora del Pilar en Recoleta, en un día cálido de octubre sin una nube en el cielo azul brillante de Buenos Aires. Se mudaron a una casa en Palermo que ella había comprado con la herencia de su abuela paterna.
Emilio vivía en un piso de Puerto Madero. Habia heredado varias propiedades de sus padres y no necesitaba trabajar. Disponer de una gran fortuna sin esfuerzo alguno, mientras para otros la vida era tan dura, creaba en él una culpa que por momentos golpeaba duramente su autoestima haciéndolo sentir un inútil. Se lo comentaba a Inés pero ella nada decía, y esta culpa que el sentía había contribuido a que aceptara mudarse a Palermo y ayudarla en la remodelación de la casa.
A pesar de estar circundada por calles atestadas de bares, casas de diseñadores, turistas y noches ruidosas interminables, la propiedad estaba ubicada en un pasaje tranquilo de Palermo.
Cambiaron las viejas alfombras por pisos de roble de Eslovenia, tiraron paredes, instalaron una enorme piscina climatizada, un sauna, un micro cine, un jardín de invierno para tomar el té. La casa fue  completamente remodelada, Inés decía que esto les daría la felicidad perfecta que buscaban. Emilio hubiera preferido vivir en Puerto Madero, pero no opuso resistencia.
Inés tenía un pequeño barco en el que solían ir a navegar los fines de semana. A Emilio no le gustaba demasiado navegar, pero ella siempre planificaba estas salidas, y el, viéndola tan feliz no oponía resistencia.
“Ay Inés!”, le decía su madre, “Emilio siempre hace lo que vos decís, se va a cansar ese chico un día!”
Pero ella no escuchaba: estaba tan focalizada en dibujar un futuro perfecto y tan segura de su trazo que le parecía imposible que el pudiera oponerse a tanta felicidad.
Sus vidas transcurrían en una armonía plena, muda, el mundo exterior existía solamente cuando veían amigos o iban a alguna fiesta.
El primer ataque sucedió un sábado por la mañana.
El estaba muy cansado pero ella insistió tanto que hicieron el amor igual y al finalizar, un dolor de cabeza agudo, luego las palabras incoherentes y el entumecimiento del brazo izquierdo.
Ella, asustada por primera vez en su vida, llamó a la ambulancia y lo llevaron al hospital.
“Es un ataque cerebral de tipo isquémico, necesitará cuidados pero si no se produce un segundo ataque en los próximos meses el pronóstico es bueno”, le dijo el médico.
Las sesiones con el fisioterapeuta eran intensas: masajes, movilidad, la esperanza no menguaba para Inés, y él, Emilio, no oponía resistencia.
Pero por las noches la impotencia de no poder cumplir su proyecto de felicidad completa la torturaba. Entonces golpeaba su cabeza una y otra vez contra la puerta de la habitación en donde Emilio estaba postrado murmurando con rabia: “Por qué me hiciste esto, a mí que hice lo imposible  para que nuestras vidas fueran felices. No teníamos ninguno de los problemas que otra gente tiene, el sexo era el mejor, el dinero nunca faltaba, no había hijos que mantener, pero no! Tuviste que arruinarlo todo con tu estúpido ataque cerebral.”
Luego, cuando los golpes comenzaban a dolerle, todo se calmaba como si se hubiera despertado de repente de una pesadilla y caminaba despacio como una sonámbula sintiendo cada paso sobre el piso de madera como el corazón latente de un condenado a muerte. En ese estado dormía hasta el día siguiente al lado de Emilio, que yacía en una cama separada de la de ella.
Una enfermera venia todos los días. Inés salía a despejarse un rato, pero cuando regresaba era ella la que le daba de comer, lo mimaba y leía  libros que él escuchaba cerrando los ojos.
El segundo ataque ocurrió un mes más tarde mientras ella estaba en casa de su madre. Lo trasladaron de inmediato al hospital. El pronóstico no era bueno, el daño cerebral era muy grande y las secuelas irreversibles. Emilio había perdido la capacidad de hablar.
Dos enfermeras venían todos los días y se turnaban para cuidarlo, ella le leía los periódicos por las mañanas y algún cuento o novela por la noche, pero durante el día salía para escapar de la realidad que odiaba cada vez más.
Comenzó a dormir en el cuarto contiguo al de él. Una pregunta con dientes de acero afilados mordía su aparente calma todas las noches: por qué, por qué me hizo esto a mí.
Al principio sus amigos lo visitaban con frecuencia, pero después del segundo ataque ella comenzó a poner excusas y a decirles simplemente que él no quería que lo vieran así.
Inés comenzó a pensar que tal vez Emilio no se daba cuenta de todo el daño que estaba causando y que tal vez experimentando una soledad completa, a excepción de la presencia de las enfermeras por supuesto, se daría cuenta de cómo había arruinado la vida de los dos y se produciría de pronto el milagro de la recuperación.
Pero nada de esto ocurría y la frustración de Inés se hacía cada vez más insoportable.
Emilio la miraba con una resignación dolorosa desde el fondo de sus ojos cuando ella le leía, y su cara parecía estar surcada permanentemente por lágrimas secas y profundas. Ella nada veía y pretendía  en frente de él que todo iba a estar mejor al día siguiente.
Tres meses más tarde llego la primavera y con ella los días cálidos y largos. Inés sentaba a Emilio cerca de los ventanales abiertos para que respirara aire puro, estaba eléctrica y se movía constantemente. El no oponía resistencia.
En esos días  recibió la invitación para la boda de su prima Carla en el salón Versailles del hotel Alvear. Esto redobló su dosis de energía y se dedicó a comprar atuendos para la boda e ir al gimnasio todos los días. Apenas podía conciliar el sueño  y pasaba las noches con los ojos abiertos mirando la nada.
Emilio solo percibía ansiedad y se iba consumiendo lentamente.
El día de la fiesta una idea la traspasó como un rayo traspasa un árbol en una tormenta en campo abierto.
Cargó a Emilio en el auto y manejó hasta el amarradero en donde tenían el pequeño barco en San Fernando.
La última vez que habían navegado, recordó con amargura, Emilio estaba todavía sano y habían tenido un romántico fin de semana.
Había aprendido a navegar de adolescente, así que fue fácil sacar el barco a rio abierto. Era un día caluroso, desvistió al empequeñecido Emilio para que pudiera disfrutar del sol en su piel y abrió una cerveza.
Inés miro a Emilio intensamente. El advirtió una nueva luz brillando en sus ojos, pero no pudo emitir sonido.
Ella se acercó y lo besó en la frente.
No fue difícil empujarlo al agua, porque como siempre, él no opuso resistencia.



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